Planeta 2.0

Planeta 2.0

Tras haber alcanzado en los quince últimos años significativos avances en la lucha contra la pobreza y en otros aspectos del desarrollo, toca ahora abordar o profundizar en otros acuciantes problemas globales: acabar con el hambre, garantizar energía asequible y no contaminante para todos, reducir las desigualdades o trabajar por ciudades y comunidades sostenibles, entre otros.

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Foto: REUTERS

Aunque a juzgar por los titulares diarios cueste creerlo, parece que en 2015 la Humanidad ha decidido darse una nueva oportunidad para salvar el planeta y, de paso, salvarse también a sí misma.

En este año de citas globales, seguramente de las que más han oído y más oirán hablar en los próximos meses sean la pasada Asamblea de Naciones Unidas, en las que se lanzaron los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenibles (ODS), y la próxima Cumbre del Clima de París, que se celebrará entre el 30 de noviembre y el 11 de diciembre. Y ambas tienen mucho que ver entre sí.

Los ODS toman el relevo de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, el primer gran esfuerzo concertado por lograr, realmente, un mundo mejor para todos. Tras haber alcanzado en los quince últimos años significativos avances en la lucha contra la pobreza y en otros aspectos del desarrollo -por ejemplo, la mortalidad materno-infantil se ha reducido a la mitad desde 1990 y el 90% de los niños va a la escuela-, toca ahora abordar o profundizar en otros acuciantes problemas globales: acabar con el hambre, garantizar energía asequible y no contaminante para todos, reducir las desigualdades o trabajar por ciudades y comunidades sostenibles, entre otros.

Una de las principales diferencias entre las dos etapas de estos objetivos mundiales es que ahora involucran a todo el mundo, tanto a los países en vías de desarrollo como a los más desarrollados, cuando antes se centraban en los menos favorecidos. Es la constatación, una vez más y de manera explícita, de que los problemas globales solo pueden abordarse conjuntamente. Los ODSs se caracterizan, por tanto, por su carácter universal, transformador -porque están llamados a cambiar cómo concebimos la economía y el uso de los recursos- e integrador, por la estrecha relación que hay entre todos ellos.

La 21 Conferencia de las Partes -así se llama la reunión de París- tiene el mandato de lograr un compromiso claro: impedir que la temperatura suba más de dos grados de media de aquí a 2050. Visto desde fuera, puede no parecer un objetivo muy ambicioso. Pero después de más de dos décadas en las que científicos, medioambientalistas y activistas se han dejado la piel para tratar de convencer de la importancia de una acción coordinada, con resultados más bien modestos, es el mínimo común que, esta vez sí, parece posible alcanzar.

Se espera, también, que de allí salga el acuerdo que sustituya al (fallido) Protocolo de Kyoto, que trató de controlar y limitar las emisiones de gases de efecto invernadero que se lanzan a la atmósfera. Como suele ocurrir en estas grandes ocasiones, observadores y expertos se debaten en un continuo oscilar entre expectativas y escepticismo, entre el deseo de que se tomen medidas que contribuyan realmente a frenar el calentamiento global, y la conciencia de la dificultad de la tarea.

El camino hasta aquí no ha sido fácil. El fracaso de la Cumbre de Copenhague, de 2009, y el hecho de que la Unión Europea -que tradicionalmente había liderado los debates y las políticas medioambientales- fuera ninguneada en el acuerdo final habían arrojado un velo de pesimismo sobre las posibilidades reales de conseguir aunar esfuerzos. A ello se sumó con virulencia la crisis económica en Europa, que dejó en varios países la preocupación por el clima arrinconada frente a otras prioridades.

En el aire flota el sentido de la urgencia. Junto a la frustración por el tiempo perdido, por los avisos infructuosos a políticos y sociedades sobre la gravedad del cambio climático, surge la posibilidad de gestionar la esperanza, de trabajar para evitar que el proceso sea irreversible.

Hoy, sin embargo, según los expertos, se respira un aire algo más optimista de cara a París. Para empezar, Estados Unidos (¡por fin!) y China, los dos mayores contaminantes, parecen estar tomándoselo en serio. En noviembre de 2014 anunciaron un pacto por el que Washington -que nunca ratificó el Protocolo de Kyoto- se comprometía a reducir para 2025 sus emisiones entre un 26% y un 28% con respecto a 2005; y Pekín, por su parte, se comprometía a iniciar la reducción en 2030, o antes si fuera posible, la primera vez en la historia que fijaba un objetivo temporal. La buena noticia es que a lo largo de los últimos meses ambos han seguido dando pasos en este sentido.

También es fundamental el compromiso de los 150 países que han depositado ante la ONU sus "contribuciones nacionales", es decir, el grado de ambición de cada Estado en la reducción de gases de efecto invernadero y un plan para lograrlo, algo también totalmente novedoso. Así, en este empeño colectivo, es más fácil que nadie quiera ser el aguafiestas que eche a perder un posible acuerdo.

Otro de los motivos para un cauto optimismo es que, según un informe de la OCDE, parece que no es iluso pensar que se va a lograr el objetivo de sumar 100.000 millones de dólares en fondos para luchar contra el cambio climático en 2020. Es la cifra que los expertos han fijado como necesaria para combatirlo.

Pero el cambio real no se producirá si no se da una auténtica revolución en la que participemos todos, desde los Estados, las comunidades y las ciudades, pasando por científicos, expertos, empresas y ONGs, hasta llegar a cada uno de los ciudadanos. Será necesario introducir y reforzar una nueva fiscalidad verde, acelerar la transformación tecnológica y girar hacia una cultura y unos valores que permitan construir una sociedad basada en un modelo productivo que no fulmine los recursos.

En el aire flota el sentido de la urgencia. Junto a la frustración por el tiempo perdido, por los avisos infructuosos a políticos y sociedades sobre la gravedad del asunto, por la energía empleada en luchar contra negacionistas y convencer a indiferentes, surge la posibilidad de gestionar la esperanza, de trabajar para evitar que el proceso sea irreversible. "Somos la generación que mejor preparada está para luchar contra el cambio climático -declaraba recientemente Farooq Ullah, director del Stakeholders Forum -. También somos la última que tendrá la oportunidad de hacerlo"*. En nuestra mano está por tanto resetear el planeta antes de que sea demasiado tarde.

* Fue parte de la intervención de Ullah durante la sesión Clima, energía y ODS, del Global Eco-Forum, celebrado en Barcelona los pasados 22 y 23 de octubre. En ella participaron además Pedro Ballesteros, director de Energía y Clima de la Unión Europea; Nicolas Debaisieux, asesor para el cambio climático de la Unión por el Mediterráneo y el Ministerio francés de desarrollo sostenible; Arnau Queralt, director del Consejo Asesor para el Desarrollo Sostenible de Cataluña y Víctor Viñuales, director de Ecodes. Varias de las ideas recogidas en esta entrada fueron planteadas y debatidas en dicha sesión.