Qué vota América

Qué vota América

México, Venezuela, Estados Unidos. Tres elecciones cruciales por su propio peso, por los profundos cambios que pueden acarrear, y porque elegir una u otra política puede acelerar, o no, el cambio del papel de América en el mundo.

Julio, octubre, noviembre. México, Venezuela, Estados Unidos. Tres elecciones presidenciales cruciales para el continente americano, por su propio peso, por los profundos cambios que pueden acarrear los resultados, dentro y fuera, y porque se celebran en un momento en el que elegir una u otra política puede acelerar, o no, el cambio del papel de América en el mundo. Pero además, todos ellos tienen otro punto en común: la gobernabilidad se ha visto torpedeada desde dentro del mismo sistema.

En el caso de México, cualquiera de las tres opciones principales, aunque con aires de renovación, no deja de representar el pasado, ya sea por la derecha (Vázquez Mota en el PAN), por la izquierda (López Obrador), o por el pasado mismo (Peña Nieto en el PRI). La mayoría de las encuestas otorgan al candidato del PRI una clara ventaja sobre sus contrincantes en las elecciones del domingo; significaría el regreso al poder, tras un paréntesis de doce años, del partido que rigió el país durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, el principal desafío no es ganar, sino hacerlo con la holgura suficiente para poder gobernar; porque la fragmentación en el Congreso en la última legislatura ha impedido avanzar con las numerosas reformas necesarias para abordar una auténtica modernización. Eso, y el ensimismamiento nacional en la guerra contra el narco, que ha tenido más que ocupado al presidente Calderón.

Con un crecimiento medio de casi el 4% y una economía que supone el 25% del PIB de América Latina, México no ha asumido aún su papel como potencia regional, pese a que podría ser el contrapunto al creciente poderío brasileño. Por otra parte, aunque Estados Unidos siempre ha sido su referente absoluto, la peligrosa combinación crisis-inmigración-drogas ha llevado a los dos estados norteamericanos, y a sus respectivas sociedades, a una situación de distanciamiento hasta ahora desconocida. De ahí que la decisión del Gobierno mexicano de ser un miembro activo de la Alianza del Pacífico -el enésimo intento de integración latinoamericana, que incluye además a Chile, Colombia y Perú- haya sido interpretado por algunos observadores como un paso importante hacia un futuro americano que mira a Asia.

Para Venezuela el desafío es bien diferente de cara a las elecciones presidenciales del 7 de octubre. Por primera vez desde que Hugo Chávez llegara al poder hace trece años, la oposición supone realmente una alternativa de cambio al representante del socialismo del siglo XXI. Para empezar, la Mesa de la Unidad Democrática -una heterogénea formación que aglutina a la mayoría de los partidos opositores- ha sido capaz de elegir y mantener su respaldo a un solo candidato Henrique Capriles. Para seguir, la enfermedad del dirigente venezolano y todo el show en torno a ella han puesto de manifiesto que el chavismo será inviable sin Chávez. Nada de esto queda reflejado en las encuestas, en un país de absoluto predominio de la información "oficial" y en el que la prensa no afín está sometida a constantes presiones y amenazas. Sin olvidar que una parte importante de la sociedad, tradicionalmente olvidada, se ha beneficiado de las políticas sociales y populistas del presidente. Pese a las dificultades de comunicación y pese a que muchos, dentro y fuera del país, esgrimen la teoría del "más vale malo conocido..." y de la posible inestabilidad de darse el cambio de gobierno, la Mesa está convencida de su victoria. De darse, en el terreno exterior Venezuela podría recuperar el papel que le correspondería por su peso económico y sus recursos energéticos; si no, es más que probable que sigamos viendo circular por Caracas a los extravagantes amigos de Chávez, con Ahmadineyad a la cabeza.

El camino hacia la Casa Blanca es largo y seguido de cerca por buena parte del mundo. Nunca la sociedad americana había estado tan polarizada y, en gran medida también, tan radicalizada. Barack Obama suscitó casi tantas expectativas como candidato -no se puede olvidar el hito de ser el primer afroamericano en llegar al Despacho Oval- como decepciones en su desempeño del cargo. Su incapacidad para reformar Washington, una de sus promesas electorales, y la falta de apoyos en las cámaras han supuesto un bloqueo constante a muchas de sus iniciativas legislativas. Sin embargo, los presidentes suelen soltarse la melena en sus segundos mandatos y acometer los auténticos saltos hacia adelante. Mitt Romney, por su parte, cuenta con el aval de haber sido un buen gobernador de Massachussets. Sabe que para ganar necesita moderar el discurso del Partido Republicano, que fue secuestrado por los extremistas del Tea Party, pero qué peso acaben teniendo estos en la recta final de la campaña, hasta noviembre, es todavía una incógnita. Las encuestas hoy están prácticamente igualadas y cualquier acontecimiento puede acabar inclinando la balanza de los indecisos. De cualquier modo, por mucho que Estados Unidos haya vuelto también la cabeza -y los dólares- hacia Asia, sería bueno que recuperara el liderazgo del buen hacer democrático.