Por qué cambié mi iPhone por un Nokia de 20 euros

Por qué cambié mi iPhone por un Nokia de 20 euros

Este verano estaba cansada, cansadísima. Solo tenía una semana de vacaciones, así que hice lo único razonable: dejar de quejarme e intentar hackear mi mente. Necesitaba estar presente y concentrada en mis vacaciones. Tenía que deshacerme de todas las pantallas.

NOKIA

Este verano estaba cansada, cansadísima. El año no había sido fácil: habíamos lanzado con mucho esfuerzo El Huffington Post en español y además, me había empeñado en escribir un libro. Un día me di cuenta de que llevaba meses en los que casi todas las horas que pasaba despierta transcurrían mirando a la pantalla de un ordenador o un móvil. Solo tenía una semana de vacaciones antes de empezar otra vez con el nuevo curso. Así que hice lo único razonable: dejar de quejarme e intentar hackear mi mente, engañarla para que esos pocos días se multiplicaran por tres. Si no tenía control sobre mi cantidad de tiempo libre, sí podía tenerlo sobre el lugar donde pasarlo y sobre su contenido. Necesitaba estar totalmente presente y concentrada en mis vacaciones. Tenía que deshacerme de todas las pantallas.

El primer paso fue elegir el lugar adecuado para la desconexión. El verano anterior había descubierto Ikaria, un lugar donde el que el tiempo parecía detenerse. Esto, que parece una frase hecha, es cierto en esa isla griega. Ikaria es famosa por su sorprendente número de centenarios, tantos que el periodista y explorador de la National Geographic Dan Buettner la declaró "zona azul", el nombre que le ha dado a los puntos del mundo que conservan el secreto de la longevidad. Un hombre de Ikaria tiene cuatro veces más posibilidades de llegar a los noventa años que un norteamericano y además, en muy buenas condiciones físicas.

El segundo paso consistió en deshacerme de mi iPhone durante esos días. No estaba dispuesta a permitir que ese pequeño vampiro se hiciera con mi tiempo. Esos vistazos rápidos al reloj, o a Instagram, o a Twitter, o a Facebook o al correo electrónico, decenas de veces al día, sumados, me podían estar robando el tiempo necesario para disfrutar bien de un expreso, de bostezar o de mirar las piedras de la playa. En realidad, ¿qué problema habría en conectarse a internet solo una vez al día, al acabarlo? Mejor aún, ¿por qué no esperar a volver de las vacaciones?

El gran obstáculo era separar internet de las funciones básicas de un teléfono móvil, un invento que en el fondo no está mal llevar encima por si alguien necesita avisarte de que tu casa está en llamas. Así que decidí hacer un downgrade voluntario, como quien se instala una versión antigua de un software porque le complicaba menos la vida. Compré por 23 euros el móvil más sencillo que encontré: un Nokia 100 libre cuyos tres grandes extras consistían en ser rosa, sintonizar radio FM y tener una batería que dura hasta 25 días. Lo siguiente fue avisar a todo el mundo de que si alguien me quería localizar, debería llamar porque NO iba a tener internet. El miedo con el que todos los que trabajamos en servicios relacionados con la información vivimos (¿Me habrán enviado un mail importante en el trabajo? ¿Ese correo que tenía pendiente habrá sido respondido?) se amortiguaba.

Retraté mi compra y la subí a Twitter. Me sorprendió el éxito de mi pequeño teléfono de baja tecnología. De hecho, estoy segura de que consiguió más atención de la que hubiera logrado fotografiándome con una GoPro llevando unas Google Glass, un gato y con una estación espacial al fondo. "Es bonito. ¿Tiene internez? Si es que no y es barato, me lo pillo", me decía uno de mis amigos en Twitter, hiperconectado como el que más.

Supongo que cuando Nokia fabricó mi pequeño ladrillo pensó en mercados emergentes con necesidades básicas y no en oficinistas ultraconectados que lo utilizarían como segundo móvil para las vacaciones o los fines de semanas.

El móvil cumplió. Yo, más o menos. Los primeros días fueron difíciles y reconozco que le echaba un vistazo de vez en cuando al smartphone de mi acompañante o que sacaba alguna foto con él. Después aprendí a apreciar el sencillo Nokia, relegado prácticamente a la función de busca. Y algo más tarde, a relajarme cuando me daba cuenta de que lo había olvidado en el hotel y que Instagram tendría que aprender a vivir sin mi foto de un atardecer griego.

Mis días, de pronto, ya no estaban rotos por las 150 veces que miramos el móvil al día de media. Una vez desconectada, el sol, el mar, el sueño, la comida mediterránea y el especial estilo de vida ikariense hicieron el resto para desfragmentar mi cerebro. Los días sin noticias, sin tuits, sin correos electrónicos, sin fotografías, sin una o dos pantallas delante duran más. Debo agradecerle el descubrimiento a mi nuevo móvil, al que de hecho, le duró más la batería que a mí mis vacaciones.