Las 10 razones de la educación tóxica

Las 10 razones de la educación tóxica

La escuela misma, como institución educativa por excelencia, se sitúa al margen del resto de la sociedad, separada por muros y paredes de esos otros lugares donde el aprendizaje ocurre espontáneamente. Por ejemplo, la calle, hasta hace pocas décadas, cuando las niñas y niños aún jugaban libremente.

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Birth Machine (H.R. Giger), por Paul, CC BY-NC-ND 2.0

Respuestas correctas, especialización, estandarización, competencia estrecha, adquisición ávida, agresión, desapego de sí. Sin ellas, nos ha parecido que la maquinaria social no podría funcionar. No debemos culpar a las escuelas de crueldad cuando sólo han cumplido con lo que la sociedad les ha pedido.

(George Leonard)

A veces los adultos, cuando tratamos con los niños y niñas, podemos ser sorprendentes. Sorprendentemente torpes. Se nos disparan automatismos casi incontrolables que no sabemos ni de dónde salen. O sí, pero preferimos mirar hacia otro lado. Es lo que me pasó a mí hace unos días cuando estaba sola con mi hija. Ella, que pronto cumplirá cuatro años, jugaba a crear figuras con unas letras magnéticas... y de repente se le ocurrió formar su nombre; encontró las letras que necesitaba y se puso a ordenarlas mientras yo observaba: primero la J, luego la A, luego la R y por último la otra A: ARAJ. Y entonces ocurrió: mi fascinación y mi ternura se tornaron de repente en un afán irreprimible de encarrilar a mi criatura, de no dejarle caer en el error. Me acerqué a ella como quien no quiere la cosa y le susurré: "Pero, mi amor, se empieza por la izquierda...".

Hice, simplemente, lo que toda madre bienintencionada haría. Sin embargo, la expresión de su rostro al oír esas palabras y el silencio incómodo que se abrió después entre ella y yo me hicieron pensar en algo que los adultos tantas veces pasamos por alto (y que las niñas y niños nos recuerdan constantemente): el porqué de las cosas. ¿Por qué escribió mi hija su nombre al revés? ¿Por qué escribimos, en algunos países, de izquierda a derecha? ¿Por qué corregimos y estigmatizamos a las niñas y niños que no lo hacen así, casi como algunas décadas atrás se forzaba a los zurdos a usar su mano derecha? Y esto me recordó un libro que leí el verano pasado. Un libro de divulgación científica, muy denso, y muy largo, que habla del papel que desempeñan nuestros hemisferios cerebrales en cómo percibimos y transformamos el mundo que nos rodea. Se llama The Master and His Emissary ("El maestro y su emisario") y está escrito por el psiquiatra Iain McGilchrist. Gracias a este libro aprendí, entre otras muchísimas cosas, que los bebés y los niños y niñas, a diferencia de los adultos, dependen más de su hemisferio derecho, que es el que les permite desarrollar su ser social y empático. También descubrí que la forma en que escribimos en Occidente, de izquierda a derecha, favorece y responde a la dominancia de nuestro hemisferio izquierdo (que controla el lado derecho de nuestro cuerpo y atiende sobre todo a lo que aparece en el campo visual derecho).

Al pensar en todo esto, algo hizo "clic": la escritura y la lectura, especialmente como la conocemos los occidentales, requieren una estructura mental que parece ir a contrapelo del modo en que las niñas y niños pequeños, por razones evolutivas, ven e interpretan la realidad. Esto podría explicar, en parte al menos, por qué tantas niñas y niños -y adultos con lesiones en el hemisferio izquierdo- escriben "en espejo", por qué es algo normal en la infancia; y sobre todo debería obligarnos a pensar un momento antes de corregirles impulsivamente, antes de insistir en que nuestra forma adulta de ver el mundo (tan dirigida por el hemisferio izquierdo como nuestra forma de leer) es la única posible, la mejor, la correcta, la que nos aleja del error.

Creo que muchas de las discusiones acerca de la naturaleza de la experiencia humana podrían aclararse si comprendemos que los hemisferios nos ofrecen dos "versiones" esencialmente diferentes, ambas con visos de autenticidad, y ambas enormemente valiosas; pero que se encuentran en oposición y requieren mantenerse separadas una de otra: de ahí la estructura bihemisférica del cerebro.

(Iain McGilchrist)

Pero ¿y si estuviéramos contrariando el desarrollo natural de las niñas y niños no sólo cuando pretendemos que aprendan a leer y escribir precozmente, sino a lo largo de todo el proceso "educativo"? Para McGilchrist la sociedad occidental ha desarrollado una relación desequilibrada con el mundo y con la propia naturaleza humana sencillamente porque nuestra visión de la realidad (y la sociedad que creamos a partir de ella) es cada vez más un fiel reflejo del hemisferio izquierdo y de sus inclinaciones: mecanización, utilitarismo, previsibilidad, competitividad, control, individualismo... La educación que conocemos parece compartir el mismo sesgo: borra del mapa todo aquello que es vital para el hemisferio derecho, y choca de frente con la vivencia que las niñas y niños tienen del mundo. ¿Es esto lo que ocurre cuando la escuela relega la educación artística, la música, el teatro o la danza?, ¿cuando obligamos a los estudiantes a pasar horas sentados en pupitres?, ¿cuando nos empeñamos en medir, clasificar y controlar su aprendizaje como si, más que tratar con personas pequeñas, estuviéramos sometiendo un producto potencialmente defectuoso al prescriptivo control de calidad?

Y entonces me pregunté: esta educación desequilibrada, "tóxica", ¿en qué argumentos se sustenta? Con eso en mente quise releer el libro de McGilchrist, y fue así como mis sospechas se confirmaron al ver que muchas de las ideas que (desgraciadamente) forman parte de nuestro imaginario educativo encuentran su paralelismo en cierta forma de ser, en una particular filosofía de vida... en resumidas cuentas, en la visión del mundo -mecanicista, utilitarista y competitiva- que podríamos atribuir al hemisferio izquierdo del cerebro 1:

1. Lo que aprendes no tiene nada que ver con lo que sientes

Hace poco el filósofo Fernando Savater, en un alarde de racionalismo poco ilustrado, dijo "La escuela es el lugar para aprender la razón: las emociones han de quedarse en casa". No me cabe duda de que esta opinión es aún mayoritaria. Sin embargo hoy sabemos que todo lo que captan nuestros sentidos, antes de adquirir significado, pasa primero por el filtro de nuestras emociones: no aprendemos igual algo por lo que sentimos curiosidad que algo que no nos interesa en ese momento. No aprendemos igual si estamos relajadas que si estamos en tensión. Tomamos decisiones, no con el cerebro racional, sino impulsadas por nuestras emociones, como ya expuso veinte años atrás el neurólogo Antonio Damasio. Bien que lo saben los expertos en neuromarketing.

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Sad Danbo, por Pablo Fernández, CC BY-NC 2.0

Nuestra racionalidad, que la ciencia desde sus orígenes ha tenido en tan alta estima, se construye sobre las emociones y no puede existir sin ellas.

(Sue Gerhardt:"El amor maternal")

Si hay algún momento de la vida de un ser humano en que sea especialmente importante no perder contacto con las propias emociones, aprender a expresarlas en nuestra relación con otras personas, es la infancia. Y ¿adivinas qué hemisferio tiene un papel crucial en ello? Pues sí, el hemisferio derecho, que ha de madurar antes precisamente por el papel crucial que las emociones tienen en nuestra supervivencia.

El hemisferio izquierdo, en cambio, tiende a cosificar a las personas, a privarlas de emoción y de vida. Podría decirse que a este sistema educativo concebido esencialmente por el lado izquierdo de nuestro cerebro le importa bien poco lo que sienten los niños y niñas, porque está obsesionado con medir cosas, y en justificar estas mediciones artificiales en aras de una supuesta "utilidad".

En ausencia del hemisferio derecho, al hemisferio izquierdo no le preocupan en lo más mínimo los demás ni sus sentimientos.

(Iain McGilchrist)

2. El aprendizaje se puede medir

¿De verdad creemos que el aprendizaje mejora porque lo medimos, porque ponemos notas y hacemos juicios constantes de las niñas y niños, de su conducta y su "capacidad productiva"? ¿Por qué tanto énfasis en los rankings, las evaluaciones, los exámenes y las puntuaciones? El sistema educativo confunde lo más elemental cuando manipula algo tan transformador y apasionante como el placer de aprender y lo desvirtúa hasta convertirlo en miedo (a suspender) o ambición (de ganar). Esta obsesión por medir obedece simplemente a la necesidad de control del hemisferio izquierdo, camuflada de objetividad y distanciamiento. Cuando desvirtuamos un proceso natural como el impulso de aprender, que es innato en cualquier ser humano, estamos permitiendo que la motivación intrínseca de las niñas y niños se vaya por el desagüe, que su curiosidad ceda el paso a la producción mecánica, y su fascinación y asombro se transformen en un trámite burocrático, en un número (tantas veces arbitrario) escrito en la cartilla.

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Measuring Distance (32/365), por Chandra Marsono, CC BY-NC-SA 2.0

La educación no puede entenderse como un sistema para maximizar rendimientos, porque las personas no somos máquinas al servicio de la economía. Quizás deberíamos preguntarnos, como hace McGilchrist: "Esta mayor capacidad para controlar y manipular el mundo en nuestro beneficio, ¿nos está dando más felicidad?".

3. La competitividad promueve el aprendizaje

El Informe Pisa ha logrado consagrar nuestra compulsión medidora y nuestra competitividad en el terreno educativo. Pero ¿qué es lo que estamos midiendo? Corea del Sur es uno de los países que ocupan los primeros puestos, y su sistema educativo se ha elogiado como un " milagro" que ha permitido que los estudiantes surcoreanos estén "entre los más formados y más competitivos del mundo". También son los que más se suicidan, y los que más estrés sufren. La autoestima de los estudiantes que se esfuerzan por destacar es mucho más vulnerable de lo que parece, porque está asociada a sus logros académicos. Cuando fracasan, sienten que han dejado de merecer eso que verdaderamente ansiaban conseguir: cariño.

El hemisferio izquierdo es competitivo, y su objetivo, su principal motivación, conseguir poder.

(Iain McGilchrist)

Hoy en día no es sólo la escuela la que promueve la competitividad: son las familias, temerosas de que sus retoños se queden atrás; es la sociedad entera, que establece la posición social y el dinero como medidas del valor de una persona, como está pasando entre las familias más adineradas de EEUU, obsesionadas con la perfección y el éxito. El afán de acelerar todos los procesos naturales (y el aprendizaje es uno de ellos, convendría no olvidarlo) nos está llevando a desear que nuestras hijas e hijos aprendan antes, cuanto antes mejor, sin darnos cuenta de que estamos construyendo la casa por el tejado, y que los daños pueden ser irreparables.

Cuando eliminamos la posibilidad de disfrutar aprendiendo, que es el auténtico motor del aprendizaje, ¿qué motivación queda para estudiar? La competitividad aplicada a la escuela es como la cafeína para un estudiante adormecido. ¿No sería más útil preguntarse por qué nuestro sistema educativo produce estudiantes a los que hay que reavivar de su embotamiento permanente?

4. Hay que aprender a sumar, a restar... pero, sobre todo, ¡a dividir!

En la escuela, si te fijas, todo está clasificado y dividido: las clases se imparten por asignaturas (que no son más que una versión de la realidad incompleta, parcial y artificiosa); se separa a las niñas y niños por edades (en ocasiones también incluso por sexo); por cursos y grupos de clase; se los divide en buenos y malos estudiantes (a través de las notas pero también físicamente como ocurre en las aulas de educación especial); se marca una línea divisoria entre los estudiantes y los profesores (que tienen sus mesas, baños y salas de descanso propias); se separa a las madres y padres de sus hijos e hijas (impidiéndoles entrar en el colegio o en las aulas y ser partícipes de la comunidad educativa). La escuela misma, como institución educativa por excelencia, se sitúa al margen del resto de la sociedad, separada por muros y paredes de esos otros lugares donde el aprendizaje ocurre espontáneamente (por ejemplo la calle, hasta hace pocas décadas, cuando las niñas y niños aún jugaban libremente).

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IMG_0376, por Matthew Stinson, CC BY-NC 2.0

Estas divisiones y categorizaciones, aplicadas a las personas, contribuyen a instaurar una serie de roles, roles que por sí solos sirven para otorgar o negar autoridad, para dejar claro quién ha de obedecer a quién. Contribuyen a que en vez de personas veamos "cargos", "funciones", "números". Contribuyen a que perdamos la confianza en los demás, esa confianza que tan imprescindible es para el aprendizaje, para asumir voluntariamente la propia responsabilidad sin necesidad de coacciones.

Y es que el hemisferio izquierdo siente predilección por clasificar, dividir, fragmentar y cosificar:

...de acuerdo con la apreciación que el hemisferio izquierdo hace de la realidad, los individuos son simplemente partes intercambiables ("iguales") de un sistema mecánico, un sistema que es necesario controlar en aras de la eficiencia.

(Iain McGilchrist)

5. Para aprender hay que ir a clase

Siempre que contamos nuestra experiencia visitando escuelas al aire libre, como las que son populares en países como Alemania o Dinamarca, encontramos caras de sorpresa. Está tan arraigada la idea de que el aprendizaje tiene lugar sólo en el aula, y de que la naturaleza sirve poco más que para darse un paseo (y sólo si hace bueno), que pensar en que las niñas y niños pasen la mayor parte de las horas al aire libre, sin juguetes ni otros materiales fabricados, nos descoloca.

Nuestro hemisferio izquierdo ve la naturaleza como algo a utilizar y controlar, como una colección de materias primas, pero sin conexión emocional con la vida humana. Prefiere la regularidad y la seguridad de un entorno conocido, el aula, previsible y que no cambia. La escuela nos encierra, nos desconecta del mundo real, del contexto, y nos muestra una representación artificial de la realidad mediante asignaturas aparentemente desvinculadas que se convierten en abstracciones muertas.

Las aulas encarnan la preferencia del hemisferio izquierdo por las líneas rectas, los círculos perfectos, las formas regulares que no existen en la naturaleza. Pero además, la geometría del aula, con sus filas ordenadas de pupitres, es representativa del funcionamiento secuencial del hemisferio izquierdo:

Para el hemisferio izquierdo, el espacio no es algo que se viva, que se experimente a través del cuerpo, sino algo simétrico, medido y posicionado en función de medidas abstractas. Entre las filas, nos sentimos como súbditos obedientes.

(Iain McGilchrist)

6. Para aprender hay que sentarse

Recientemente veíamos la noticia de que algunos centros educativos, animados por las investigaciones que afirman que el ejercicio físico mejora el rendimiento escolar, están empezando a utilizar pupitres con pedales incorporados. También leíamos esta entrevista al psicólogo Amador Cernuda, en la que se plantea que lo que necesitan los niños y niñas diagnosticados de hiperactividad no es medicación sino libertad de movimiento. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

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ADHD MEDICIN: RITALIN, por ADHD och ADD, CC BY-NC-SA 2.0

El hemisferio izquierdo ve el cuerpo como algo de lo que estamos desconectados, como un mecanismo, como un objeto sin vida.

Para ser sinceros, lo que pasa es que a medida que los niños crecen empezamos a educarles cada vez más de cintura para arriba. Y luego nos centramos en sus cabezas, y ligeramente hacia un lado...

(Ken Robinson: "¿Matan las escuelas la creatividad?")

Esto nos impide darnos cuenta de algo fundamental: que aprendemos, antes de nada, con el cuerpo; que todo aprendizaje se origina en el cuerpo, porque es el cuerpo lo que nos conecta con el mundo. En las niñas y niños, lo sensorial y emocional precede a lo intelectual y le proporciona una base insustituible. Cuando impedimos que nuestros sentidos, nuestra musculatura y nuestra vitalidad se desplieguen, los efectos de esa parálisis no se quedan sólo en la anatomía. Es todo el organismo el que sufre, porque la mente y el cuerpo nos son compartimentos estancos sino un todo integrado (algo que no encaja mucho con la visión fragmentaria del hemisferio izquierdo). Y en las niñas y niños esto es aún más palpable porque todo su desarrollo se sustenta en el aprendizaje que proporciona la movilidad.

...nos hemos vuelto más cerebrales, nos hemos apartado cada vez más de los sentidos -especialmente del olfato, el tacto y el gusto- como si nos repugnara nuestro cuerpo; y la vista, el más frío de los sentidos, y el más capaz de distanciamiento, ha llegado a dominar todo.

(Iain McGilchrist)

La tendencia al sedentarismo, a la pérdida de contacto con nuestro cuerpo y sus necesidades, refuerza la virtualización de la vida que está tan extendida en nuestra sociedad a través de la tele, los libros de texto e internet, a expensas de la experiencia real de vivir, de las sensaciones corporales que son fuente de placer precisamente porque satisfacen necesidades profundas en el ser humano.

7. Para aprender hay que atender

Las niñas y niños son muy capaces de atender. Atienden con todos sus sentidos a lo que les atrae, lo que excita su curiosidad, lo que les cautiva. Pero en la escuela tóxica nos enseñan que debemos atender simplemente, únicamente, a lo que toca atender. Como decía A.S. Neill, "Podemos forzar a alguien a prestar atención, pero no podemos forzar a alguien a sentir interés". Tenemos una escuela que induce pasividad, que prima la memorización frente al descubrimiento y la exploración, en la que no hay tiempo para preguntarse por qué sino simplemente para aceptar la versión oficial. Es evidente que esto ayuda a "fabricar" personas con menos capacidad crítica, más conformistas e (inconscientemente) obedientes.

Cuando hacemos algo por iniciativa propia, en lugar de seguir las instrucciones de otra persona, la actividad cerebral se concentra principalmente en el hemisferio derecho. Y esa es también la parte del cerebro a la que suelen asociarse la independencia y la motivación (curiosamente, dos elementos clave en el aprendizaje); la pasividad, por el contrario, está más relacionada con el hemisferio izquierdo, que tiene tendencia a entrar en un bucle, a repetir patrones conocidos, y a despreciar la experiencia (que es única e imprevisible) frente a la teoría (que adopta un aspecto de racionalidad incuestionable).

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Bennos's TVs, por Stephen Coles, CC BY-NC-SA 2.0

El cerebro se entrena, se esculpe -literalmente-, en la infancia, cuando se eliminan aquellas conexiones neuronales que no son utilizadas. Podemos educar a nuestras hijas e hijos para que sean personas autónomas, para que decidan por sí mismas, o hacerlo para que sean autómatas. En realidad, lo que deberíamos plantearnos es ¿queremos que nuestras hijas e hijos aprendan y sean capaces de aprehender (atrapar con sus propias manos) la realidad, o nos basta con que repitan, y repitan, y repitan la "papilla" que les damos con cuchara?

8. Una cosa es jugar y otra es aprender

Desde que una niña o niño entra en la escuela, empieza a asimilar que el juego es un descanso, un entretenimiento, un paraíso concedido sólo a quienes se portan "bien". Y por un ratito nada más, no te vayas a creer. A pesar de que las aplicaciones de juegos para móviles son las más vendidas, y que cada vez adquiere más prestancia la gamificación como técnica para maximizar rendimientos empresariales, nuestra educación, y la sociedad occidental en su conjunto, aún tiende a ver el juego como un divertimento, una forma de pasar el rato. Algo que no es productivo. Y esto tiene mucho que ver con nuestra incapacidad para apreciar todo eso que no podemos observar directamente, ni medir, ni controlar. Con nuestra ceguera a las emociones. Porque el juego, el juego libre, está ligado indisolublemente al aprendizaje emocional y social: aprender a relacionarnos, a resolver disputas y a cooperar; saber escucharnos a nosotras mismas; descubrir dónde están nuestros límites y cómo superarlos; averiguar, en definitiva, quiénes somos y qué deseamos. ¿Puede haber algo más importante que eso?

El juego libre es la forma más importante en que aprenden las niñas y niños. Pero no puede ser pautado, ni organizado, ni dirigido, porque su valor reside precisamente en esa libertad que da alas al instinto de aprender. El juego del que extraemos más beneficios es ese que jugamos por el mero placer de jugar, sin otra meta, sin otra ambición más que estar presentes en ese momento casi extático y que nos absorbe por completo. Nuestra sociedad (y nuestra escuela) brindan pocas o ninguna oportunidad para que los niños y niñas inventen sus propios juegos, alejados de la mirada de un adulto, sin la presión de competir o de "aprender" de forma sistematizada.

Además, la escuela gira en torno a la comunicación verbal como si fuera la única forma en que los seres humanos nos expresamos y aprendemos. Desde muy pequeños, a los niños y niñas los atiborramos de explicaciones (a veces no pedidas) en lugar de permitirles experimentar, y desentrañar los porqués y los cómos por sí mismos. Los adultos pensamos en la música o la expresión corporal como algo que entretiene y "distrae" (véase la LOMCE sin ir más lejos), sin darnos cuenta de que ambas precedieron a la invención del lenguaje en la Historia de la humanidad, y que en cada niña y niño la apreciación de la música precede también a la necesidad y a la capacidad de expresarse con palabras.

En último término, la música es la comunicación de una emoción, la forma más fundamental de comunicación, la que antes se produjo y se produce, filogenéticamente así como ontogénicamente.

(Iain McGilchrist)

El hemisferio izquierdo entiende muy poco de música. De hecho, uno de los trastornos que pueden surgir a raíz de una lesión en el lado derecho del cerebro es la "amusia", la incapacidad para apreciar las tonalidades musicales y de fluir emocionalmente con ellas.

9. Hay un momento para aprender... y es cuando lo dice el Currículum

En las escuelas, el aprendizaje está dirigido por los adultos, no por los niños y niñas. En las escuelas se considera que el aprendizaje ha de ser secuencial, que debe producirse siguiendo caminos establecidos: debes aprender A antes de aprender B.

(Peter Gray: "Aprender en libertad")

Cada persona, todas las personas, aprendemos de forma espontánea cuando algo nos sorprende y nos fascina. La curiosidad se dispara cuando nos asombramos, abrimos los ojos y la mente de par en par, cuando ocurre algo que se escapa de lo que esperábamos. Pero justo eso es de lo que huye el hemisferio izquierdo, siempre anclado en lo previsible y rutinario, en lo que ya conoce y que le ofrece seguridades y certezas. El asombro (que ya Platón consideraba el origen de la Filosofía) es demasiado "incontrolable" para el lado izquierdo del cerebro.

El tiempo ha dejado de ser un recurso renovable para el sistema educativo y se ha convertido en una espada de Damocles que acaba cayendo sobre muchos de nuestros estudiantes: "más rápido" parece ser lo mismo que "mejor", cuando sabemos que las prisas están reñidas, no sólo con la calidad, sino con la creatividad, la calma y la reflexión que el aprendizaje necesita.

La enseñanza se convierte en una tensión estresante de donde es muy difícil que florezca un auténtico saber. Porque éste solo brota de la reflexión pausada, del disfrute del tiempo y de la serenidad, de las muchas horas de debate, tareas y lecturas en solitario y compartidas.

(Juan Torres López)

Cada día en la escuela de la educación tóxica se parece al anterior: las mismas aulas, los mismos timbres, los mismos compañeros y compañeras, los mismos profes, la misma luz (artificial), las mismas asignaturas (obligatorias), las mismas sillas y mesas, los mismos libros de texto, los mismos pasillos estrechos, los mismos patios de cemento, las mismas ventanas con barrotes... Se diría que la curiosidad es irrelevante para el sistema educativo; en realidad, más que irrelevante, es un estorbo, algo que no podemos sacar súbitamente de un sombrero de copa cuando suena el timbre, algo que no se puede prever y que cada persona experimenta de manera diferente. Así pues, habiendo abolido la curiosidad, el hemisferio izquierdo decreta que se debe pautar y planificar el aprendizaje, someterlo a una austera dieta de datos y a una estricta disciplina. Y qué mejor manera de hacerlo que enfajándonos con el currículum, las asignaturas y los exámenes.

10. Lo que cuenta es la nota

El aprendizaje es un proceso complejo, que involucra aspectos emocionales, cognitivos, sociales e intelectuales. Es decir, un montón de cosas que no es posible pasar por el escáner de la evaluación. Pero nuestro hemisferio izquierdo tiene la mirada siempre puesta en el futuro, en el objetivo, en la utilidad, así que inventa una forma de cuantificar y comparar lo que somos capaces de aprender: la nota. Pensar que la nota equivale a lo que una niña o niño sabe es como creer que leyendo estadísticas de población alguien puede llegar a conocer el mundo.

En nuestro sistema educativo las notas y la certificación son las dos patas de una mesa que se tambalea, porque las titulaciones han dejado de garantizar un empleo, y los expedientes brillantes tienen un coste emocional que no podemos seguir soslayando. La escuela, como la sociedad postindustrial, no está orientada a los procesos (que requieren tiempo y atención individualizada) sino a los resultados (que se consideran mejores cuanto más rápido se alcanzan), y justifica los medios al uso para alcanzar ese fin: asistencia obligatoria, currículum, exámenes, estandarización...

Muchos docentes se quejan de que cada vez han de dedicar más tiempo a tareas burocráticas, a rendir cuentas de su trabajo, que a la atención a sus alumnas y alumnos. Son las dos caras del mismo sistema. Un sistema que, como Scrooge, el personaje de Cuento de Navidad, pasa su vida contando monedas, ciego a lo que sucede en el mundo que le rodea, a lo que sienten las demás personas, e incluso a sus propias necesidades.

Cada vez más estamos sustituyendo en nuestra vidas la pasión por la "capacitación", con resultados que están a la vista: hacer que la educación gire en torno a la obtención de un título basado en calificaciones está robando a los niños y jóvenes la ilusión de aprender, y a los docentes, la motivación para enseñar.

Hoy he vuelto a ver a mi hija jugando con las letras magnéticas. La he visto a ella, tan menuda, pasando los dedos por encima de esas figuras de colores, posando su mirada atenta en cada forma, canturreando mientras une una letra a las demás en una cadena infinita... No me preguntéis qué ha hecho, porque no lo sé. Sé cómo lo ha hecho: con delicadeza, con paciencia, con ilusión.

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Esto no es una escuela

Hoy, a su lado, intentando ver ese juego como lo ven sus ojos, alejándome de las expectativas y, sencillamente, acompañándola en su fascinación, me he vuelto a preguntar... ¿Cómo podríamos hacer para inclinar la balanza un poco hacia el lado derecho, para darle la vuelta a esta "escuela del mundo al revés", que decía Galeano? ¿Qué sucedería si eligiéramos conscientemente dar valor a la calma, a la calidad y la calidez, al pensamiento y el consumo críticos, a lo que nos une en lugar de a lo que nos separa? ¿Qué sucedería si, en lugar de hacerlos pasar por el aro, observáramos y escucháramos más a las niñas y niños? ¿Cómo sería la escuela que seríamos capaces de crear?

Notas:

1: Todas las afirmaciones que se hacen en este artículo en relación con los procesos cerebrales están tomadas de la mencionada obra de McGilchrist (publicada en 2009), y basadas en estudios recientes en los campos de la psiquiatría y la neurociencia. Independientemente de la validez empírica de estas fuentes, considero que las asociaciones que dichas investigaciones permiten establecer con el campo de la educación tienen un gran valor metafórico y como acicate de la reflexión.

Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora