Ni he estado ni tengo pinta de ir

Ni he estado ni tengo pinta de ir

El HuffPost publicó hace unos días una lista de las cincuenta ciudades a las que hay que ir antes de morir. Y uno lee la lista con la esperanza de que no le resten demasiadas metrópolis y de que la parca tenga su nombre al final de su lista de contactos. Parece que en verano se estrena una vida.

El HuffPost, con toda su buena intención, publicó hace unos días una lista de las cincuenta ciudades a las que hay que ir antes de morir. Y uno, al que le va van cayendo los años como caramelos del Candy Crash, lee la lista con la esperanza de que no le resten demasiadas metrópolis y de que la parca tenga su nombre al final de su lista de contactos.

Parece que en verano se estrena una vida. Que es ahora, en los meses de sol y asueto, cuando se abre de verdad la pradera del disfrute. Apenas tenemos unas semanas para sentir que los años se justifican, que las prisas, los atascos y el frío tienen un sentido. Ahora hay que moverse, hay que subirse a la ola del placer, del turismo, de la liberación. Quien no goza el verano da la sensación de haber perdido la juventud. En la niñez el deleite se esconde en los charcos, en las cabañas hechas con abrigos, en los propios sueños. No necesitamos despojarnos de nada para ser felices. Es más, el niño encuentra el disfrute en el enriquecimiento de su realidad, no en su depuración. Los chavales aprecian el verano porque se les regala el mar, las bicicletas, el gazpacho. El adulto, sin embargo, estima su receso estival porque prescinde del despertador, del jefe, del traje.

Los anuncios de Estrella Damm han dibujado en los últimos años un tipo de plan envidiable. Chicos y chicas guapos y delgados, sin aparente consciencia de su atractivo físico, montan como si nada fiestas, paellas e incluso festivales multidisciplinares al borde del mar. Pero el colmo de la guayez es precisamente la ostentación de esa naturalidad, no hay nada más pretencioso que mostrar lo fácil que te resulta pasárselo bien, ligar, combinar los bermudas con el sombrero de paja. Mientras el invierno parece un territorio tomado por los adultos, un planeta de oficinas y burocracia, de límites y protocolos, agosto se presenta como el patio de recreo de los jóvenes.

Pero ¿qué ocurre si de la de lista de cincuenta ciudades has estado en cuatro y en una quinta porque hiciste trasbordo? ¿Qué pasa si no tienes suficientes amigos como para montar un concierto o restaurar un futbolín? El verano te pone a prueba. Te sitúa ante tus abdominales pero también frente a tu vida, estos días son el escaparate de tu potencial, de tu capacidad para recrearte, para exorcizar los problemas y descorchar las fruiciones.

Las vacaciones pasan deprisa. El tiempo palpita a otro ritmo a la vera de las olas o en la cúspide de las montañas. Sin embargo muchos vídeos musicales programados para estos meses introducen un rebobinado en sus secuencias. Jarrones que se soldan tras romperse, historias de amor contadas desde el final y recompuestas por el milagro del rewind. Porque sin querer experimentamos un retroceso, una marcha atrás: la fantasía del retorno a la niñez. Los días surcan veloces la ventanita del reloj mientras nosotros, inconscientemente, hacemos esfuerzos por encarnarnos en la mejor versión de nosotros mismos, en un recuerdo donde aparecemos morenos y con flequillo.

La crisis ha favorecido esa vuelta al pasado. La debacle económica ha impedido que sigamos tachando ciudades de la lista y que, sin embargo, regresemos al apartamento de la playa que compraron nuestros padres. Revivimos esas vacaciones en casas estrechas y sofocantes, en parajes que, sin embargo, la burbuja inmobiliaria ha desfigurado. El problema es que ya no somos niños, ya no nos salva el día encontrar una lagartija, la serie de después de comer, un partido de fútbol en la arena. Hoy cuesta sentirse el protagonista de aquella infancia pero también el excursionista cosmopolita de otros veranos y, desde luego, el hipster del spot de la cerveza.

Quizá hay que asumir que casi nadie vio las cincuenta urbes, que los selfies y las fotos de suculentas comidas y gintónics en los chiringuitos son sólo el vacuo reflejo de contados y exagerados momentos de felicidad. No podemos seguir corriendo detrás de nuestro mejor verano ni del de los demás. Todos queremos que nuestra vida sea un anuncio, un mosaico en Instagram. Pero la única realidad es que este es un verano inédito. No se repetirá, no ha sucedido anteriormente. Así que olvidémonos de guías, de catálogos, de postales, de Facebook. No importa cómo lo encaremos, nosotros somos el actor principal. No luchemos por viajar hacia atrás ni por surfear la celeridad de las jornadas. El verdadero reto es conseguir que el tiempo se pare, que se detenga por un instante. Y no hacer una foto.