No quiero odiar a Torres

No quiero odiar a Torres

Un gol, o dos, o tres puede alzarle a la gloria, pero una mala actuación puede despeñarle al abismo.

Los objetos amados se guardan con mimo, se precintan en lugares casi sagrados. Detenidos en la vitrina de cristal o de la memoria se los venera ilesos de la profanación del presente. Eso ocurre, por ejemplo, con un reloj heredado, con la flor dormida un verano entre las páginas de un libro, con un amuleto. Pero también con un jugador querido. Esto pasa con Torres.

No deseamos necesariamente que El Niño descanse en el baúl de la historia ni en el cofre de un banquillo. Sin embargo muchos españoles no podemos remediar el pánico a su alineación en esta Eurocopa. El rubio es capaz de lo mejor y lo peor, como durante toda su carrera. A veces resolutivo y mágico, en otras ocasiones desesperantemente ingenuo y predecible.

Llegó al pasado Mundial recién salido de una lesión. Con los pistones fríos y la pizarra de la mente híper lavada aterrizó en Sudáfrica para compenetrar o incluso suplir a Villa en determinados partidos. Del Bosque creyó en él y la mayoría de los españoles, como es lógico, creímos en Del Bosque. Así que cabalgamos con Torres por los campos de Durban, Johannesburgo, Ciudad del Cabo o Pretoria, nos reencarnamos en sus deseos de mecer la red, sufrimos sus frustraciones y sus patadas. Y, poco a poco, a medida que sus remates salían altos y sus tiros excesivamente cruzados, empezamos a maldecirle. Nos dolía casi tanto su incapacidad para aumentar el casillero español como esa sensación íntima invadiéndonos venenosamente.

Le insultábamos cuando golpeaba el balón mordido, cuando hacía un regate de más. Y así nos odiamos un poco más a nosotros mismos. Porque descubrimos que nuestra fe en él no estaba a la altura de la del seleccionador, porque estábamos matando nuestra pasión por un hombre al que habíamos aprendido a querer a lo largo de muchos años y, a excepción de los atléticos, con una estima exenta de forofismos, con la destilada devoción por el buen fútbol. Por el buen jugador.

Torres emergió en 2001 en un Atlético de Madrid que luchaba in extremis por salvarse de las llamas de la segunda división. Llevaba casi un temporada penando en ese infierno cuando el entrenador dio entrada desde la cantera a un chaval delgado y pecoso de 17 años. Ya a esa edad recaía sobre él la responsabilidad de, en un puñado de partidos, exonerar a los mayores de otro año de condena. Fernando no pudo obrar el milagro, pero Torres, por fin, se nos apareció.

Durante el segundo año en la división de plata acudí prácticamente todos los días al entrenamiento del Atlético. Cubría la información diaria de los rojiblancos para Canal Plus. Veía a Torres bromear con los compañeros, sortear conos, blandir abdominales, disparar a la escuadra, hacerse mayor. Y seguí mirándole desde mi montículo para la prensa en el Cerro del Espino durante unos cuantos años más. En las entrevistas que me concedió siempre habló con sinceridad y educación, confesándome lo difícil que le resultaba acudir a un cine para, a la salida, encontrar a una multitud de seguidores alertada por un mensaje de texto enviado por el hincha de la butaca de al lado.

Yo viví de cerca la evolución de Torres, pero cualquier aficionado al fútbol ha tenido numerosas ocasiones para establecer un vínculo afectivo con el delantero. Su admirable devoción por el Atlético le hizo aguantar en el club hasta que resultó inverosímil y, más tarde, fichó por un Spanish Liverpool fácilmente adorable. Qué español no apoyó a aquel equipo en la apoteósica final ganada ante el Milan tres años antes de que se presentara El Niño. Torres entonces completó un equipo que suponía una filial española en el extranjero, un insólito oasis íbero en la Premier.

Por supuesto, luego llegó la Eurocopa de 2008. Y Torres se chupó el dedo y un segundo después se deslizó de rodillas por el césped del Ernst Happel y en esa foto de alegría salíamos todos. Por eso en Sudáfrica nos dolió su dolor de goleador fatuo y, especialmente, no poder contener las críticas que probablemente aumentaron su pesar.

Así que ahora nos sucede casi lo mismo. Llega a Gdansk tras una temporada personalmente mala (al margen de haber ganado la Copa de Europa). Y Del Bosque, aunque no lo alineó de inicio contra Italia, sigue confiando en él. Y millones de aficionados a La Roja sufrimos al verle partir al terreno de juego desde la banda como el padre que ve marchar al frente a un hijo. Quizá lo perdamos para siempre, quizá regrese convertido en un héroe pero... ¿Deseamos someterle a ese veredicto? Torres tiene 28 años. Un gol en la semifinal de Champions contra el Barça le dio el empujón hacia esta Eurocopa. Un gol, o dos, o tres en este torneo puede alzarle a la gloria, pero una mala actuación puede despeñarle al abismo. Quizá no a los infiernos futbolísticos, pero sí al vacío de nuestros corazones. Y entonces, probablemente, no habremos perdido sólo una Eurocopa, sino un viejo amor.