Y sin matar a Lennon

Y sin matar a Lennon

Quienes visitan la casa museo de Hemingway, quienes pasean por las ruinas de Ostia Antica o quienes se quedan absortos ante una foto de la suela de Neil Armstrong necesitan un gramito de posteridad, un breve contacto con otra dimensión, decirle al chófer del tiempo que no nos espere.

Muchas veces sentimos haber llegado tarde. Tal como lo expresó Woody Allen en Medianoche en París, es común la sensación de vivir en una época menos interesante que cualquier otra pasada. Transitamos el presente con la melancolía de no pertenecer del todo a nuestros días, evocando tiempos pretéritos aparentemente más estimulantes, más inspiradores, más definitivos.

El vacío de la intrascendencia nos absorbe cuando nos asomamos a la Historia. Hace unos días estuve en Dublín. Subí a uno de esos autobuses rojos descapotados y el tour me mostró una ciudad que ya no estaba. Algunos de los escenarios seguían en pie: el Trinity College, la fábrica de cerveza Guinness o la Iglesia de Santa Ana, pero por allí ya no deambulaba Oscar Wilde, ni Arthur Guinness, ni Bram Stoker, ni siquiera Bono. Atravesé una metrópoli fantasma haciendo un ejercicio de transposición, invocando espíritus, reyertas, revoluciones, bodas y guerras en un escenario poblado de turistas y Burger Kings.

¿Cómo imitar al protagonista de Medianoche en París y subirnos en la parte de atrás de un coche de época con destino al pasado añorado? En primer lugar dando con ese transporte, encontrado la puerta en el tiempo, el lugar preciso, el agujero de gusano que nos traslade a una realidad ajena a la calderilla del hoy. Y una de esas compuertas temporales son los hogares de los personajes históricos. A finales de este mes se pone a la venta la primera residencia del John Lennon en Liverpool. Una modesta vivienda de tres habitaciones, dos salas, un cuarto de baño familiar y un patio donde el beatle pasó sus primeros cinco años. Se realizará una subasta en The Cavern y se prevé un precio final de entre 150.000 (teóricamente el valor justo para un domicilio de esas características sin la connotación histórica) y 250.000 libras.

Ciertas personas necesitan aproximarse a un espacio o a una persona célebre para contagiarse de un halo de posteridad. Siendo incapaces de trascender por sus propios méritos, se vinculan de alguna manera al ídolo para irradiarse de su eternidad, como hizo Mark David Chapman, el asesino del propio Lennon. En ocasiones, y a algunas gentes, les resulta insoportable la finitud, el anonimato no sólo a escala vital, sino histórica, y Dios es la figura suprema prometiendo eternidad. Sin embargo es posible sentir el fogonazo de la leyenda sin apretar rosarios ni gatillos. No ingresaremos largamente en ese eco temporal, sino súbita y brevemente. Por ejemplo, a veces basta con mirar detenidamente una pincelada de Van Gogh sobre un lienzo para volar. Allí quietos, en medio de la sala, fijando largamente la pupila sobre el grumo de óleo fosilizado despegamos a otro confín. Casi podemos ver el pincel y tras él la mano pecosa y si seguimos abriendo el plano observamos a un pintor en medio de un campo de girasoles.

El dispositivo que acciona este zoom inverso es en ocasiones impredecible y minúsculo, un botón oculto como el que voltea estanterías dando paso a galerías o estancias secretas. Las compuertas a diferentes vidas, diferentes espacios o diferentes personalidades están en cualquier lugar. Podemos buscarlas con mayor o menor éxito, pero normalmente son ellas quienes llaman al timbre de nuestro espíritu.

En los castillos contemplamos las camas donde murieron los reyes, los Hard Rock lucen vestidos de Madonna, nos detenemos indefinidamente ante la exposición de una momia tratando de rescatar sus facciones del galeón de la osamenta. Recuerdo, durante la infancia, observar hipnóticamente la foto de la primera huella del hombre en la luna. Una pequeña instantánea en blanco y negro insertada junto a alguna otra para aliviar la aridez de un diccionario. En clase, mientras el profesor de Lengua había ya aclarado el término ignoto y proseguía con su explicación o su dictado, yo continuaba escrutando la impronta de la bota en el polvo gris. Como esos dibujos mágicos que, a fuerza de clavar la mirada, acaban revelando una figura oculta en los trazos, así era yo capaz de sumergirme en la fotografía. Nada salía a mi encuentro sino que era yo quien se zambullía en ese segundo marcado sobre esa exacta baldosa en las estrellas.

Persiste la polémica sobre cómo presentar los vestigios históricos. ¿Es mejor reconstruir la muralla o conservarla tal cual? ¿Comprenderemos mejor el arte mesopotámico si volvemos a policromar los templos o accederemos con mayor fidelidad a ese legado si dejamos el soplido de los siglos sobre la piedra? En el fondo no son cuestiones sobre cómo tratar el pasado, sino el presente. Sobre cómo tratarnos a nosotros mismos, sobre cómo aplicarnos una terapia más resolutiva. Disertaciones sobre la manera más efectiva de convertir las ruinas no sólo en ventanas, sino en un espejo. Porque quienes visitan la casa museo de Hemingway, quienes pasean por las ruinas de Ostia Antica o quienes se quedan absortos ante una foto de la suela de Neil Armstrong necesitan un gramito de posteridad, un breve contacto con otra dimensión, decirle al chófer del tiempo que no nos espere.