De chavistas y jeques árabes
Resulta llamativa la gran fijación con la supuesta simpatía de Pablo Iglesias con el chavismo y castrismo. La cuestión es la falta de espíritu crítico de estos medios y personalidades que han decidido hacer del supuesto chavismo la lacra electoral de Iglesias. ¿Por qué?
Mucho se ha escrito, se está escribiendo y se escribirá sobre el fenómeno Podemos, su victoria o derrota (según a quién preguntemos) en las elecciones europeas del pasado domingo y su viabilidad futura en comicios venideros. Sin duda, el salto del partido de Pablo Iglesias a la arena de combate, consiguiendo nada menos que cinco eurodiputados, además de proporcionar una sorpresa a una gran mayoría, ha hecho saltar las alarmas del aletargado discurso público, dando lugar a un todo un abanico de reacciones de lo más variadas.
Una de estas respuestas, quizás la más previsible, pero no por ello menos sorprendente, ha sido los sectores conservadores de la sociedad española. De la noche a la mañana, figuras públicas, responsables políticos y medios de comunicación hasta hace poco inclinados a ignorar la campaña de movilización social iniciada por el nuevo partido, calificándolo de fenómeno político marginal y radical, han abierto fuego con toda su artillería contra la formación. Del ostracismo mediático al que había sido condenada la tercera fuerza más votada en Madrid se ha pasado a un verdadero bombardeo de informaciones y opiniones, más o menos razonables, sobre los "frikis" de Podemos (calificativo utilizado por el principal asesor de Mariano Rajoy).
Quizás algunos de los más notables golpes de este asedio mediático (que no solo ha coincidido con la fuerte irrupción de Podemos en el reparto del pastel electoral, sino con la ruptura del bipartidismo y una fuerte caída de apoyos al PP y al PSOE) han sido los de algunos periodistas y comentaristas en diversos medios de comunicación, por lo general adscritos a la mitad derecha del espectro político, aunque tampoco otros medios considerados generalmente más progresistas han renunciado a su parte en el propósito de cebarse con el éxito relativo de este partido con apenas cuatro meses de vida. Sin duda, el caso más anecdótico es el del diario digital La Gaceta, adscrito al Grupo Intereconomía, y su primicia sobre la preferencia de Pablo Iglesias sobre la indumentaria de Alcampo.
Esta verdadera jauría de opinadores ha recurrido además al desmenuce de la trayectoria pasada del líder de Podemos y, en menor medida, del resto de sus miembros e ideólogos. Cuesta entender la crítica al hiperliderazgo y el personalismo de Iglesias ante tanta focalización mediática; más bien, parece que estos críticos se sienten cómodos relegando el debate sobre Podemos a Pablo Iglesias, sus declaraciones, su capacidad política y su particular forma de hacer política.
No me malinterpreten: no hay probablemente nada más saludable para la democracia que la libertad de los medios de comunicación, como actores clave en la formación de la opinión pública, para ayudar a la sociedad a ir más allá del discurso político y lograr entrever las luces y sombras de todos y cada uno de los actores que componen el juego democrático. Lo que quizás se echa en falta es que ese afán periodístico e investigativo para con nuestros representantes políticos sea algo más constante.
Resulta, además, llamativa la gran fijación que han desarrollado estas actitudes críticas con la supuesta simpatía de Iglesias con el chavismo y castrismo. Le acusan de hacer un uso demagógico de una hoja de ruta bolivariana y ser un ferviente defensor de las dictaduras de izquierdas latinoamericanas. Se apoyan, además de en el pasado laboral de Juan Carlos Monedero (ideólogo junto a este del proyecto político de Podemos) como asesor de Hugo Chávez, en varias declaraciones suyas sacadas de contexto sobre el tema; técnica incriminatoria similar a la utilizada para achacarle un presunto apoyo a las independencias vasca y catalana, a pesar de haber aclarado el politólogo en varias ocasiones que, tanto a nivel personal como de partido, se define partidario de respetar el "derecho a decidir" de la población (esto es, permitir un mecanismo democrático de referéndum de la misma manera que ha hecho Canadá con Quebec, por ejemplo).
De nuevo, de interpretarse de manera aislada, estas palabras corren el riesgo de entenderse de manera errónea. En el hipotético caso de que tanto el líder de Podemos como su partido se declarasen oficialmente a favor de estos regímenes, es probable que muchos de sus votantes y gran parte de la izquierda española que ahora empieza a verlos con simpatía sufrieran una fuerte desilusión. La cuestión es que, tal y como volvió a aclarar su compañero de partido Íñigo Errejón el pasado miércoles en el programa de Ana Rosa Quintana en Telecinco, la formación todavía no ha tenido tiempo de definir, en sus pocos meses de existencia, su postura al respecto, al igual que tampoco han decido cuál será su postura con respecto a Uzbekistán. Un argumento, cuanto menos, sensato.
Lo preocupante no es, sin embargo, la postura de Pablo Iglesias sobre el chavismo o la revolución bolivariana, ya que, en primer lugar, no deja de ser una fuerza política de momento minoritaria y, en segundo lugar, de ser así tanto él como el propio partido estarían ante una grave contradicción de base con respecto a la regeneración democrática que proponen en su programa, echando un vistazo a la situación de las libertades y derechos individuales en Venezuela y Cuba. La cuestión que debería adquirir mayor centralidad en el debate público es la falta de espíritu crítico de estos medios y personalidades que han decidido hacer del supuesto chavismo la lacra electoral de Iglesias. ¿Por qué?
Pues bien, la respuesta se halla en la poca atención que han dedicado estas voces a cuestiones de política exterior mucho más graves, al menos en cuanto a derechos humanos y democracia se refiere. Hace unos días leíamos en los periódicos el gran aumento de las exportaciones militares de España, gran parte de las cuales iban dirigidas a las petromonarquías de la Península Arábiga: Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí, Omán, Bahréin y Catar. El rey de España, además, se encargó el mes pasado de promocionar la Marca España en una visita oficial a Abu Dabi, (en Emiratos Árabes Unidos, primer cliente de la industria militar española) en compañía de varios de los ministros del Gobierno del Mariano Rajoy. Cuesta entender por qué a estos individuos que arman hasta los dientes a los jeques y sultanes de estas monarquías feudales no se les califica de radicales.
¿Es un caso aislado? Lamentablemente, no. También está la reforma de la justicia universal impulsada por los populares ante las presiones de China, incómoda con los juicios por el genocidio tibetano. O la incomprensible presencia de Teodoro Obiang, dictador de Guinea Ecuatorial y cabeza de uno de los regímenes más autoritarios del mundo, como único jefe de Estado extranjero en el funeral de Adolfo Suárez. Y la lista continúa. ¿Qué ha sido en estas ocasiones de las voces críticas de los sectores conservadores de nuestro país? No se comprende que se dediquen tanta atención y recursos a tratar de vincular al líder de un partido minoritario con el régimen venezolano y, sin embargo, las mismas voces callen cuando los lazos con países con graves déficits democráticos los tiende el Gobierno o el monarca.
Todos estos países, China, Arabia Saudí o Guinea Ecuatorial, coinciden en algo: todos han sido situados en peor situación que Venezuela y Cuba en el Índice de Democracia elaborado por la revista británica The Economist, que desde su ideología liberal nunca ha sido simpatizante de las izquierdas latinoamericanas. ¿Qué les ocurre entonces a nuestros periodistas, a nuestros comentaristas? Huele a podrido en este espacio mediático que se lleva tanto tiempo acomodado en el sofá del conformismo. Y es que si todavía creemos en derechos y libertades, no debería haber lugar, a la izquierda o a la derecha, para esta falta de espíritu crítico, para esta ceguera, o para este mutismo. No si alguna vez queremos construir un proyecto común, plural, diverso, y que sea democrático. Un proyecto que, para existir, necesita de la libertad de expresar, pero también del derecho a ser informado.