Una de cal y otra de arena

Una de cal y otra de arena

Bellas musas son los principios que dicen defender nuestra diplomacia y nuestra política exterior europea. Principios, no obstante, ultrajados cuando la realidad acaba matizando el significado de las palabras.

"Mi objetivo es tener un Estado palestino", defendía hace unos días la nueva jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, en una entrevista con seis de los más influyentes diarios europeos, entre ellos El País, que publicaba la versión en español. La ilusión, sin embargo, se desvanecía unas líneas más abajo, cuando se refería al tratado de libre comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea (Translatlantic Trade and and Investment Partnership o TTIP): "Es crucial firmarlo, por razones políticas y económicas". Una de cal y otra de arena para aquellos que deseamos un cambio significativo en la política exterior de la UE.

Mogherini se lamenta de que la Unión, a pesar de ser el principal donante en Oriente Medio, sea un actor menor. Quizás la reflexión debería ampliarse a la totalidad del sistema-mundo que habitamos: ¿es la Europa que hemos construido un actor relevante en la geopolítica de las regiones de nuestro planeta? Desde luego, no en el África subsahariana, donde otros actores se perfilan como determinantes para el desarrollo político, social y económico del heterogéneo mosaico de países que integran la zona. Hasta Cuba, con sus evidentes limitaciones, ha demostrado ser más eficiente en su ayuda para combatir la epidemia del ébola. Consecuencia, quizás, de una comprensión todavía colonial del continente olvidado.

Tampoco en América Latina, donde históricamente Europa ha sido incapaz de erigirse como defensora de los valores democráticos y ha acabado sometiéndose a los intereses de Estados Unidos y las grandes empresas transnacionales, más comprometidos con su avaricia destructiva que con los derechos humanos, políticos, sociales o económicos. Y luego nos extraña que muchos de estos países, sin siquiera pretenderlo, nos acaben dando lecciones de democracia o justicia, que aquí en Europa, como inconscientemente reconoce Moguerini, hemos sacrificado a favor del libre comercio "por razones políticas y económicas".

Y, desde luego, como bien sabe Moguerini -que a pesar de su juventud (motivo por el cual ha sido cuestionada como adecuada para el puesto, como si los años de mala gestión pesaran más que los años de tozuda preparación), es una reconocida experta en las relaciones entre el Islam y la política- tampoco en Oriente Medio es capaz Europa de representar ese papel de mediador en favor de la paz, la democracia y los derechos humanos del cual se vanagloria dentro de sus fronteras. Como en épocas pasadas, siempre les fue fácil a reyes y señores regalarse piropos dentro de sus castillos, protegidos por sus muros y fosas, incapaces luego de hacer efectiva su (buena o mala) voluntad más allá.

Alabo el compromiso europeo con los derechos humanos, sociales y políticos, pero me cuesta ponerlo en pie cuando el debate sale del espacio de Schengen. Y cada vez más también dentro de las fronteras de este renqueante proyecto político que hemos decidido construir, aunque la línea que separa la primera persona del plural y la tercera cada vez se me hace más difusa. No sé si tendrá que ver con que cada vez me sienta más cercano a un sueco, un francés o un polaco, pero cada vez más ajeno a las instituciones políticas que compartimos.

Se habla de la necesidad de una diplomacia común entre los miembros europeos. Sería un logro admirable. Podríamos erigirnos en acérrimos defensores de los derechos humanos en el África subsahariana, en el Magreb o en Oriente Medio. Podríamos impulsar el reconocimiento de derechos políticos y sociales que hasta hace unos años considerábamos fundamentales en regiones cuyos habitantes siguen sin disfrutar de ellos. Podríamos marcar un antes y un después en la lucha contra el cambio climático. Podríamos incluso, con trabajo y perseverancia, conseguir que las Naciones Unidas fuesen, por fin, un órgano verdaderamente democrático.

¿Pero de qué nos serviría una diplomacia común cuando ni siquiera dentro de nuestras fronteras hemos sido capaces de responder a las grandes expectativas que teníamos de nuestro futuro? Habla Mogherini de razones económicas y políticas que hacen necesaria la firma del tratado de libre comercio con Estados Unidos. Razones, sin embargo, que se exponen a puerta cerrada, en las que nuestros propios eurodiputados, representantes legítimos de la ciudadanía europea, no pueden participar. Razones que, advierten algunos, implicarán la mercantilización de nuestra democracia y nuestros derechos. Precisamente, los puntos clave de nuestra diplomacia europea.

Bellas musas son los principios que dicen defender nuestra diplomacia y nuestra política exterior. Principios, no obstante, ultrajados cuando la realidad acaba matizando el significado de las palabras. Y es que, si de verdad estamos comprometidos con la solución del conflicto palestino-israelí, deberíamos dejar de alimentar a los ejércitos de Israel con nuestras fábricas. Si vamos a luchar contra el terrorismo, combatamos también el terrorismo de Estado que practican las dictaduras de todo el mundo, aquellas que armamos, que financiamos y con las cuales nuestros líderes mantienen relaciones tan cercanas. Si queremos salvar a Siria e Irak del colapso, dejemos de hablar del choque de civilizaciones y hablemos de petróleo y otros recursos, y de los beneficios que de ellos extraemos, nosotros y nuestros aliados incondicionales, los Estados Unidos. Redefinamos nuestro sistema de alianzas, para que, en vez de tener que prostituir nuestros derechos y principios, podamos cooperar con quienes los compartan y respeten.

Sentémonos a discutir y dejemos a un lado las banderas y las balanzas de pagos. Hablemos de quiénes somos, qué queremos y cómo queremos conseguirlo. Si lo hacemos nos daremos cuenta de las muchas cosas que tenemos en común. Pero, de nuevo, la línea entre la primera y la tercera persona del plural se hace difusa.