Abre la muralla
Muro que separa los Territorios Palestinos de Israel.NurPhoto via Getty Images

No sabe pueblo ayuno temer muerte;

armas quedan al pueblo despojado.

(Francisco de Quevedo)

Cuando Katrina tocó sus trompetas, los sólidos muros de Nueva Orleans se convirtieron en gelatina de okra, derrumbándose con el mismo estruendo que los de la vieja Jericó. Y en un eructo de agua todas las alubias del gumbo quedaron en remojo.

Los espigones que en la costa de Fukushima protegían a la población contra los tsunamis medían seis metros. La ola que arrasó la ciudad y destrozó la central nuclear alcanzó los diez de altura.

En algunos puntos de la costa japonesa, como la bahía de Kamaishi, el dique medía sesenta metros de alto, y tampoco pudo contener la furia del mar.

¿De verdad queda alguien tan ingenuo para creer que una marea, de agua o de hombres, puede detenerse con un ensalmo de cemento y alambre de espino?

¿Cuánto mide la alambrada que nos avergüenza en Ceuta?

Tan claro es que los muros no sirven, que en el de Las Lamentaciones se dejan las plegarias por escrito, temerosos de que falle la caja de resonancia o de que Dios se haya quedado sordo.

De su ceguera no dudo. Ni de su buen gusto: descansó el domingo para ir a las carreras.

A diario me cruzo con aquellos a los que la afilada melodía de las concertinas hubiera debido mantener al otro lado. No pretenden quitarme lo mío; de eso se ya encargan, con sus modales correctos y su boca de lamprea, señores encorbatados y damas de traje sastre.

¿De verdad queda alguien tan ingenuo para creer que una marea, de agua o de hombres, puede detenerse con un ensalmo de cemento y alambre de espino?

No me causan ni la quinta parte del miedo que trago cada vez que veo a los nuevos reconquistadores alzar sus garras.

Y en nada me ofenden sus costumbres, ni creo que puedan ofender a cualquiera que soporte las mías.

Más de un muro de lascas de pizarra y más de un regato tuve que saltar para llegar a la estación en que se cogía el tren a Madrid. Estornudaban la locomotora y los años sesenta, y en Atocha me crucé con el aluvión de menesterosos (no sé qué pudor me ha impedido escribir “hambrientos”) que dejaban atrás Ebro y Pirineos, Ródano y Alpes para buscarse la vida que ni buscar les dejaban en su menesterosa, escasa y cansada tierra.

Los enemigos son temibles, claro está. También son rentables. Quien quiera medrar, ha de encontrar antes que nada un culpable. Cuanto más ajeno mejor. Y no olvide perder de inmediato su vergüenza y su sentido común.

Sobran canallas preparados para agitar los brazos mientras gritan los nombres de los modernos jockeys del Apocalipsis: Yihad, Ébola, Eurabia, Paro...

Da igual si retuercen la mentira, si se dejan la lógica en el cajón de la mesilla, al lado de los principios; da igual si niegan el conocimiento e insultan a los mejores.

El creador de enemigos, como el vendedor de alarmas, se alimenta del miedo de los demás, engorda con el pánico y se corre de gusto cuando comprueba que la gente lo toma en serio.

Y entonces tiene la gran idea: alzar un muro infranqueable que nos separe de ese monstruo que lo es tan sólo porque no lo conocemos.

El creador de enemigos es como los perros: siempre anda buscando una tapia ante la que alzar la pata y mear, porque no sabe hacer otra cosa.

Porque no sabe que al otro lado están los desesperados.

O sí lo sabe y le da igual.

Su hipocresía le permite llorar cataratas ante el cadáver de un niño ahogado en el Mediterráneo (himno de poetas durante siglos, y ahora sudario de agua), clamando con voz desgarrada por el fin de la tragedia, al tiempo que aplaude a quienes reciben con pelotas de goma, hasta que mueren ahogados, a los infelices que pretenden llegar a nado a Europa.

Su ceguera le lleva a olvidar los versos de Miguel Hernández:

¿Quién ha puesto al huracán

jamás ni yugos ni trabas,

ni quién al rayo detuvo

prisionero en una jaula?

Porque quienes están al otro lado son huracanes, rayos que pudieran ser de esperanza, dispuestos a limpiar el culo de nuestro egoísmo, pasear del brazo la vejez de nuestra soledad, barrer nuestras calles con escobas de indiferencia, acompañar a los chuchos a regar los árboles, o limpiar las habitaciones del hostal en que se aloja nuestra ignorancia.

También nosotros ignoramos lo que han dejado atras quienes nos sacan las castañas del fuego tras saltar la muralla del agua: mis queridos e indispensables Luz, Violeta, Benito, Lemuel...

Peor lo tienen quienes, filipinos o árabes, aún no han logrado sortear las barbacanas del idioma.

Que nuestra humanidad no tenga nada que decir ante las tapias y las vallas resulta triste y escandaloso.

Cuesta entender que ni siquiera nuestro interés valore el beneficio que los inmigrantes traen en sus hatillos y nos motive a empuñar el pico y las cizallas.

Aún tiemblo al recordar el currículo que me entregó, más escueto que sus achinados ojos andinos y en el que, como última esperanza y de su puño y letra, la infeliz había escrito ”tengo delantal propio″.

El estado israelí desprecia cuantas resoluciones internacionales le han avisado del atropello que suponen esos 720 kilómetros de ratonera en que pretende encerrar a los palestinos de Cisjordania.

El señor Trump está dispuesto a gastar más de ocho mil millones de dólares en levantar un muro de mil cien kilómetros sobre una línea fronteriza de tres mil ochocientos. Pretende que al otro lado queden los desharrapados que, desde Las uvas de la ira, han salvado la agricultura estadounidense agachándose sobre las patatas, los tomates y las cebollas de las que se surten las hamburgueserías.

También los que construyen las torres, los que sudan en las saunas de los hipódromos para que les entren las sedas, friegan el suelo en los casinos o sirven los bufets en los hoteles que conforman el imperio del señor Trump.

No pierdo la esperanza de que, si lleva a cabo su insensato proyecto, sea su esposa, a falta de otro personal, la que me prepare el próximo dry martini en Las Vegas (”justito de vermú, Melania, y ahórrate la aceituna″).

Mientras tanto, el estado israelí desprecia cuantas resoluciones internacionales le han avisado del atropello que suponen esos setecientos veinte kilómetros de ratonera en que pretende encerrar a los palestinos de Cisjordania.

Comprendo, sin embargo, la preocupación por los avances bélicos de su incómodo vecino que inquieta el cerebro de cemento de Netanyahu.

Los tirachinas de última generación son la hostia.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”