Alcanzar la sima
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He leído en lo más alto de la prensa que el pasado 23 de mayo se batió un récord en la cima del Everest: doscientos aguerridos escaladores hicieron cumbre en una única jornada. Tan descomunal hazaña provocó atascos en el escalón de Hillary, en el que algunos de los aventureros (que lo son, en buena medida, porque tienen dinero para que los suban en volandas) tuvieron que esperar más de dos horas para tocar el pequeño cúmulo de piedras que señala el vértice del planeta. La espera en la llamada “zona de la muerte” se llevó la vida de dos personas, que no pudieron resistir el descenso.

No ha sido la peor tragedia que el Chomolungma (pues tal es su nombre vernáculo) ha provocado entre los perseguidores del récord. En el mismo artículo me entero de que un atasco de más de doscientas cincuenta personas (del que “solo” ciento ochenta completaron el recorrido) costó cuatro vidas hace poco más de un año.

Por no mencionar la tragedia que narró Jan Krakauer en su polémico libro, transcrito en imágenes en la magnífica y subestimada película Everest (que, en cuanto a paisajes, vista en casa era un bibelot, y en la sala de cine producía vértigo).

El Himalaya acumula hoy en día toneladas de basura, tiradas al desgaire en nombre de la aventura, que no se pueden recoger. Abundan los cadáveres congelados que han sido adoptados como indicadores de la ruta, mojones negros en una carretera blanca, ante la imposibilidad de retirarlos.

Aún quedan montañas que exigen respeto y conocimiento, pero el Moby Dick de los escaladores se ha rendido al dinero. A cambio de cifras obscenas, se puede conseguir que los esforzados sherpas lo suban a uno prácticamente en brazos. No faltará quien diga, y quizás con razón, que lo importante es subir (por muchas “ayudas internas” que tuviera Armstrong, el que pedaleaba era él).

Pero no me negarán que ha desaparecido el halo romántico que rodeaba al montañero.

También tirando de cartera se puede alcanzar el Polo Norte en dos aviones y un helicóptero sin que falten a lo largo del periplo el vodka, los blinis y el caviar.

Ni la selva ni el desierto se resisten ni al ego ni a los cheques.

Y en la playa más recóndita de la Polinesia hay un cajero automático.

No puedo atisbar la satisfacción de llegar a esos lugares, más allá de la superstición de haber pisado el lugar más alto, el extremo de la brújula o el grifo que surte al Amazonas; lugares, al fin y al cabo, ya descubiertos, ya violentados, ya domesticados.

A cambio de cifras obscenas, se puede conseguir que los esforzados sherpas lo suban a uno prácticamente en brazos.

También he podido leer que un un trecho del Muro de Adriano se ha venido abajo. Tras dos mil años de guerras, seísmos y tempestades, no ha podido resistir el peso de todos los turistas empeñados en hacerse un “selfie” (esa fotografía tramposa con la que nos convencemos de que existimos) subidos a la muralla que, según la leyenda urbana, inspiró Juego de tronos.

El Museo del Louvre ha cerrado sus puertas el pasado fin de semana al ejercer sus trabajadores el derecho de retirada, impotentes para contener la avalancha de visitantes, muchos de ellos (según cierta prensa) atraídos por el videoclip que hace unos meses grabó Beyoncé en sus salas.

Al leerlo, he recordado el recorrido que el museo organizó para contentar a los lectores de El código Da Vinci sin que molestaran a los visitantes ordinarios.

Y, aunque no cuestiono que cada cual lleve a cabo el periplo que le venga en gana, no dejo de preguntarme si tanta vida hemos perdido que necesitamos emular las aventuras de otros antes de emprender la propia.

He amanecido en algunos de los lugares más extraños del mundo, desde la praderas de Kentucky al laberinto especiado de Marrakesh, pasando por ese Monopoly de Panamá, que se sueña Nueva York.

Experiencias no menos seductoras que vagabundear por los jarales que ocultan el río Gévalo (tan bien lo guardan que hasta el agua se pierde), ya sea con escopeta y perro, o sin más compañía que mi fatigada sombra.

Aunque lo más singular que me ha ocurrido en mis andanzas quizás haya sido pasar la tarde sentando en un banco del Parque del Retiro, encerrado en la aventura de un libro de poemas, mientras sentía con una intensidad extraordinaria que estaba en el Parque del Retiro, sentado en un banco, encerrado en la aventura de un libro de poemas.

El Himalaya acumula hoy en día toneladas de basura, tiradas al desgaire en nombre de la aventura, que no se pueden recoger.

Por las callejas de Sacedón se percibe todavía el aliento cansado y feliz de Cela, morral a la espalda, pitillo tras la oreja a la espera de la noche, y unas cuartillas a medio emborronar en el bolsillo.

Por las de Palafrugel se escucha la voz ronca y sardónica de Pla reclamando un plato de “niu” y un adjetivo.

No faltan bares en Soria en los que el vino es bronco y sedoso a la vez, como los versos de Machado.

Ni chiringuitos en el Rincón de la Victoria en los que las sardinas fulgen como los combates de boxeo que narró Manuel Alcántara.

Rincones manchados por la mugre del olvido, tan sorprendentes como aquellos desteñidos por el constante estornudo de los flashes. Su cercanía los aparta de nuestras expectativas.

Pero, sobre todo, los aparta de nuestras ansias de viajeros su realidad, la ausencia de cartón piedra y de historicismo a granel con que nos hipnotizan en otras partes.

Aunque tengo para mi que el verdadero viaje recorre la orografía de un cuerpo, considerando que la meta está en el centro, y que el verdadero esfuerzo se hace al llegar a la sima (Viagra es el apropiado nombre para una divinidad hindú y para un sherpa).

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