¡Arriba el telón!
Alumnos haciendo la prueba EBAU. Agencia EFE

A Carlos Rodríguez, un estudiante del IES Las Lagunas de Torrevieja (pura enseñanza pública), le han caído encima los quince minutos de fama a los que, según la calavera miope y aprovechada llamada Andy Warhol, todos tenemos derecho. El motivo no es baladí: el jovial Carlos ha conseguido la calificación más alta de toda España en las pruebas de Selectividad (sí; ya sé que ahora se llama EBAU). Catorce puntos de catorce posibles, después de firmar su Bachillerato con una nota media de diez.

Aunque, para él, esos quince minutos se han alargado bastante, debido a las declaraciones que hizo en alguna de las entrevistas que concedió (segundos de relleno en los informativos, no vayan a decir que no se fomenta el estudio) y en las que confesó que no tenía interés en ir a la universidad, que lo que él ansiaba era dedicarse al teatro.

De hecho, ha dejado de lado el seguro acceso a la facultad que quisiera, y ahora se afana por superar las pruebas de ingreso en la Real Escuela de Arte Dramático, en la que su apabullante nota no va a ser tenida en cuenta.

De inmediato, cuantos redactores y comentaristas se han ocupado del “caso” de Carlos, han mostrado su extrañeza ante el hecho de que el joven no aproveche el caudal acumulado para estudiar una ingeniería, que es lo que se lleva.

Es decir, lo que garantiza el futuro gracias a su marchamo de utilidad, de seriedad.

De rentabilidad en suma.

Trampa en la que hemos caído como cangrejos en el retel, empeñados en mordisquear la carnaza mientras nos arrastran fuera del agua, fuera de la vida.

No hace tanto que Mariano Rajoy, aún presidente del Gobierno, puso tanto énfasis en cantar las bienaventuranzas de los estudios técnicos, que la entrevistadora no tuvo otra que preguntarle por aquellos que optaban por las humanidades o por las artes. Por supuesto, el inefable gallego se zafó del asunto con una larga cambiada en la que no faltó el elogio vacío a esta tierra de poetas y pintores.

Pero me temo que el descrédito de la literatura, del teatro, de la música, ha calado entre nosotros como el caldo del cocido en el rastrojo del pan. 

Quizás lleguemos a consentir el arte como mero entretenimiento, debidamente domesticado y carente de sentido, con el que llenar un par de horas del sábado, entre las compras y la pizza recalentada con que llenamos armarios y estómago mientras vaciamos nuestra sensibilidad.

Pero algunos nos empecinamos en sostener que el arte es una forma de acercarse al mundo, puede que no para entenderlo (yo no lo he logrado), sino para debatir con él, para hacerle frente, para ser plenamente humanos.

No deberíamos olvidar nunca a Gabriel Celaya (que fue ingeniero industrial y que dejó su carrera para escribir sonetos, catorce versos como catorce puntos de examen), por más que muchos insistan en arrojar sus poemas al cubo en el que ya desecharon la conciencia:

        ….poesía necesaria

como el pan de cada día,

Y de eso tuvo que vivir en sus últimos años: de pan y txirimiri. Murió de abandono y de ingratitud en una España que se decía moderna.

Aún me fascina la etimología de la palabra “sincero”: sin cera, dando la cara. Lástima que la mayoría de los políticos no haya leído a Corominas.

Para ser, necesitamos los poemas; también los que suceden a la caída de la tarde desde que Tespis (y, algunos años antes, Arturo Fernández) desgranara un monólogo tras su máscara de cera sobre un escenario, bajo focos (o faros, en honor a la isla) que tan pronto imitan la tormenta como el silencio.

Aún me fascina la etimología de la palabra “sincero”: sin cera, dando la cara. Lástima que la mayoría de los políticos no haya leído a Corominas.

“Podrías haber estudiado varias carreras”, le habrán espetado a Carlos.

“Ya, pero un actor también puede ser seis personajes de Pirandello”, habrá podido responder.

De hecho, en una entrevista en la radio de su ciudad, comentó que “intentamos ir a los rincones más lejanos del espacio, cuando lo que menos conocemos es lo que tenemos dentro.”

Sus palabras me han emocionado, casi tanto como aquellas con las que ha declarado que en sus ratos libres le gusta la fiesta. Al fin y al cabo, es un chaval de dieciocho años, que urde su vida con pasión y diversión, no con soporíferos cálculos de rentabilidad, hipoteca y plan de pensiones.

Necesitamos ingenieros, médicos y abogados, por supuesto.

Puede que algún insensato piense que también cocineros.

Tan legítimos como ellos son los jóvenes que quieren entregarnos cuanto de creativo guardan y aspiran a vivir dignamente de su tarea.

Considerarlos prescindibles nos insulta a nosotros, no a ellos. Claro, que iniciándose como actores, es previsible que acaben en la hostelería.

Uno de mis bares favoritos se nutre, para la barra, de licenciados en Arte Dramático (me preguntan si  prefiero el cortado con leche fría o caliente con una dicción perfecta). Un anuncio, una figuración de dos días o una gira estival con una compañía de teatro infantil son la propina que anhelan, la calderilla espiritual que los mantiene vivos.

Esperemos que el envidiable Carlos no tarde en escuchar el chirrido de las poleas, la voz que avisa que el telón va a subir, el zumbido del último móvil despierto, el carraspeo previsor de una tos inoportuna...

Y espero, con mi gratitud, que lo escuche durante muchos años.

Más una mascletá de aplausos que su inteligencia sabrá valorar.

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MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”