Bonet y Trapiello en el Rastro

Bonet y Trapiello en el Rastro

Ahora no hablamos de arte, hablamos del mundo del arte, de banalidades y purpurina.

Un establecimiento que forma parte del Rastro, MadBGM via Getty Images

Se me rompió el móvil. Solo podía recibir llamadas, no tenía Internet. Pasaron unos días y el viernes supe de la muerte del hermano de mi amigo Nacho, que era sacerdote en Guatemala. Se iba una de esas personas que viene al mundo no a estar sino a ser, y a ser por los demás. El retraso en la recepción de la triste noticia me provocó un terrible disgusto porque hubiera querido hablar con Nacho y decirle algunas de esas palabras que tanto me cuesta pronunciar porque apenas proporcionan consuelo.

Era viernes, todo era gris y me di cuenta de que esta semana no había vivido. Los días corrieron furiosos sobre mí y bailaron danzas rusas sobre mi ánimo. Todo era urgente, todo necesario. El martes no me senté. Estuve sumido en una vorágine de cosas, casos y personas que requerían atención, una atención que se iba llevando mi vida hora a hora. No me senté y entendí que, cuando Carolina le dice a los críos “aún no me he sentado” es verdad que eso pasa.

Entonces, ese viernes, apunté la fecha, martes 28 de enero, el día en que no me senté, para que no volviese a suceder y me fui a tomar un café en una panadería de mi barrio para poder pensar un poco en las cosas que de verdad importan, como la pérdida de mi amigo Nacho. El café fue un poco como las aspirinas que atenúan la resaca pero no la quitan, máxime en estos días grises, días de mierda en los que el frío que suele ser agradable te calaba hasta los huesos. Entonces, sin saber por qué, empecé a pensar que no se ha escrito el libro de los desayunos, el que explique por qué en cada país apetece algo distinto por la mañana, de manera que un tamal que te comes en el DF no te apetece en París, que prefieres un croissant que no es, ni mucho menos un corneto romano ni una napolitana murciana, un producto que no existe en Nápoles. La idea se me hizo divertida y me fue llevando, como automáticamente al Rastro de Madrid, un lugar en el que no existe la presión ni el estrés para mí. Si el café es una aspirina, el Rastro es un nolotil pero sobre todo es una especie de jungla en la que los cazadores nos introducimos buscando presas que, si no cazamos nosotros, se las comen los bichos: los libros. Somos cazadores rescatadores de bibliotecas de muertos, un memento mori que nos dice, sin que queramos verlo, que un día otro comprará nuestra biblioteca en la mesa en la que encontramos nuestras presas.

Ahora no hablamos de arte, hablamos del mundo del arte, de banalidades y purpurina.

Aquella mañana que estaba recordando yo estaba en un bar en alguna parte del Rastro. Eran las 10 pasadas y, como se debe hacer en Madrid, desayunaba churros. Entonces aparecieron Juan Manuel Bonet y Andrés Trapiello, ambos escritores, ambos eruditos conocedores de las vanguardias españolas, ambos cazadores de libros. Era muy tarde, al Rastro se va a las 8 si se quiere cazar al tigre albino de Malasia pero ellos, sin prisa, pasaban hojas de libros en mesas abarrotadas por columnas de libros viejos. Hablaban todo el tiempo y yo los observaba. La imagen quedó en mi memoria porque leo, conozco y admiro a ambos, pero no por otra cosa. El verlos en aquel escenario en el que yo era un figurante me gustó, poco más.

El viernes, mientras tomaba café en mi barrio, pensaba en mi amigo Nacho y recordaba esta escena, con Bonet y Trapiello hablando, me di cuenta de que hace mucho no veo a mis amigos, de que no hablo de arte, porque ahora no hablamos de arte, hablamos del mundo del arte, de banalidades y purpurina. Me apeteció, de repente, ver a mi amigo Nacho y hablar de Roma, que es algo que nos une, de Piranesi, de las cosas que dan sentido a la vida. Era viernes y tenía una montaña de papeles sobre mi despacho, a unas cuantas manzanas del lugar en el que mi café moría, iba a pasar el fin de semana escribiendo.

O no.

No, no lo haría. Me fui, me escapé. No volví al despacho y cambié todo de orden, en el primero estaría los míos en mi casa. Me dedicaría a vivir, por supuesto sin teléfono, y el domingo iría al Rastro y gastaría sin tasa libros que tardarán meses en ser leídos.

Y, de repente me di cuenta de que hacía un día precioso.