Busqué sexo por despecho en una 'app' de citas y acabé donando un riñón

Busqué sexo por despecho en una 'app' de citas y acabé donando un riñón

Muchas veces me preguntan por qué estuve dispuesta a donarle un riñón a una persona a la que conocía desde hacía tan poco tiempo.

Liz Armstrong

Lo último que esperaba hacer un par de de semanas antes de irme de viaje con mi novio era quedarme mirando boquiabierta su cara sonriente en medio de un mar de fotopenes y fotos porno en una página para buscar sexo casual. Pero ahí estaba su foto sonriente en la página para ligar. Para ser un hombre tan listo, había sido un estúpido.

La ruptura fue rápida. Me dijo que solo estaba ahí para ver porno: “Me creas o no”, añadió. Teniendo en cuenta que su biografía empezaba con la frase: “Principalmente busco sexo”, no le creí. Y entonces fue él quien rompió conmigo.

Entonces, me quedé yo sola con el perfil que había creado para descubrir a mi ex. Así pues, hice lo que habría hecho cualquier mujer soltera de sangre caliente: empezar a mirar perfiles.

En cuestión de minutos, estaba en un mar de fotos obscenas (penes flácidos, penes duros y hombres despatarrados enseñando el agujero del culo por algún motivo que desconozco. No tardaron en llegarme mensajes, algunos de ellos tan ridículos que no merecían ni respuesta. En más de una ocasión me pregunté a mí misma qué demonios estaba haciendo ahí, pero no borré mi perfil.

Al final, decepcionada y molesta por la educación de estos caballeros, decidí editar mi perfil y actuar como si estuviera en cualquier otra aplicación para ligar. Puse que me gustaba la música y el teatro, que era una lectora voraz y que quería encontrar a alguien inteligente y agradable. La prueba de que ya estaba harta de ese desfile de penes es la frase que puse: ”¿Quién tiene un cerebro que pegue con sus huevos?”.

Esto me hizo ganarme comentarios desagradables, casi todos con faltas de ortografía, sobre las cosas que iban a hacerme. Y los que no eran vulgares, eran arrogantes. Muchos de ellos se presentaban con profesiones y datos que encajaban sospechosamente con mi deseo sapiosexual.

Un ejemplo es el chico que me habló para decirme: “Aquí un ingeniero aeroespacial. Me encantan las sinfonías clásicas. Leo el periódico todas las mañanas y mi cerebro está tan bien dotado como otras partes de mi cuerpo”.

De todos esos mensajes, mi favorito decía: “Si el pensamiento crítico es tu afrodisíaco, yo debo de ser tu chocolate, tus ostras y tus M&M verdes, todo junto en uno”.

Ni de cerca me impresionó tanto como ellos esperaban. Por otro lado, el ingeniero aeroespacial tenía un cuerpo musculado impresionante. Mi sed de venganza (y mi sed en general) me llevó a reservar una habitación de hotel con él un par de semanas después.

Sin embargo, justo después de organizar todo, me escribió un hombre con un montón de preguntas. Sobre mí. Después de un par de frases del estilo “Tu belleza palidece en comparación con tu intelecto”, me empezó a preguntar sobre mis géneros literarios y autores favoritos.

Este nuevo candidato era un profesor de latín y el primer tío educado que no me exponía su currículum ni su vida y milagros como credenciales.

“Me llamo Paul, por cierto”, decía su mensaje, “y es un placer conocerte, espero”.

Nos dimos el correo electrónico y, después de unos cuantos intercambios, Paul conquistó la plaza del señor ingeniero en la habitación del hotel.

En vez de hacer sexting, los primeros desnudos que vimos en nuestra relación fueron unas esculturas romanas en una galería de arte. Paul hacía de cita y de guía al mismo piempo y me entretenía con las historias que había tras los personajes mitológicos de las obras de arte en exposición.

Paul no presumía ni se vanagloriaba de sí mismo, como los otros hombres que me habían escrito. Era una persona refrescantemente normal: de complexión media, un poco bajito y con el pelo entrecano. Lo que más me gustaba de él era su voz, que estaba hecha para la radio, profunda y placentera.

Tras nuestra visita al museo, fuimos a cenar, tomamos algo y fuimos a la habitación de hotel. Una cita exitosa, a fin de cuentas.

***

Poco después de aquello, Paul me dijo que estaba enfermo. Una enfermedad hereditaria le había dañado los riñones hacía años y su cuerpo estaba funcionando con un riñón de su padre.

Su actitud era asombrosamente estoica. “Cuando este riñón se quede sin gasolina, voy a estar jodido”, admitió. “No me apetece nada estar con la diálisis, pero llevo con este problema toda mi vida; son cosas que pasan”.

No podía creerme que alguien pudiera decir tan tranquilamente “son cosas que pasan” mientras hablaba de su enfermedad renal grave.

“Tienes que vivir con ello y asumirlo. Si no, ¿qué sentido tiene la vida?”, se encogió de hombros.

Además de ser muy resiliente, Paul era una persona interesante y respetuosa, una rara avis entre los tíos que me suelen contactar. Sin embargo, yo no tenía la energía necesaria después de mi ruptura, así que di marcha atrás y degradé nuestra relación romántica a una amistad. Con el tiempo, casi perdimos el contacto.

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Transcurrieron los meses. Al final, decidí que nada de relaciones, que prefería pasar tiempo de calidad con mis gatos. Un día, me llegó un correo.

“La mayoría de vosotros ya sabéis que mi riñón transplantado lleva un tiempo perdiendo fuelle. Mis médicos piensan que dentro de un año o así necesitaré otro transplante o hacer diálisis. Yo preferiría evitar la diálisis. Pueden surgir complicaciones, y aunque vaya bien, es una muy mala experiencia. Un riñón donado por una persona viva funciona mejor que un riñón de un cadáver. Por eso, mis médicos me han pedido que encuente un donante. Concretamente, me han dicho: ‘Tráenos un cuerpo caliente’”.

No respondí a su correo, pero no por falta de ganas. Fue por el Ejército. Por entonces yo estaba alistada y dudaba mucho que les hiciera gracia que una de sus soldados se cogiera la baja para sacarse un órgano, aunque fuera por una buena causa. Así pues, archivé el correo y crucé los dedos para que apareciera alguien del grupo sanguíneo 0 dispuesto a donar un riñón.

Más o menos un año después de nuestra primera cita, quedamos para ponernos al día y ver una obra de teatro. Aunque hubo muchas escenas graciosas, la actuación dejó bastante que desear. En una de las líneas finales de la obra, uno de los actores dijo: “Morirse no es romántico”. Miré de reojo a Paul y vi que tenía los ojos anegados de lágrimas.

Ya había empezado la diálisis. Estaba más pálido, más débil, más lento y en peor estado, en general. Estaba viviendo con ello y asumiéndolo, como habría dicho, pero le estaba pasando factura.

Mi amigo se estaba muriendo. No era romántico.

***

Llegué a casa después de ver la obra y le envié un correo al coordinador de trasplantes de Paul. “No estoy segura de si debería inscribirme en la lista de potenciales donantes porque estoy en el Ejército”, le escribí. Le pedí que no le dijera nada aún a Paul para no crearle falsas esperanzas.

Todo lo que vino después fueron exámenes médicos y papeleo. Tanto los médicos civiles como los médicos militares me entrevistaron para certificar que era una mujer mentalmente estable la que tomaba la decisión. Cada vez que entregaba un documento, me daban otro para firmarlo.

Durante todo el proceso, me venían estadísticas a la mente. El tiempo de espera medio para recibir un riñón de un cadáver es de cinco años en Estados Unidos, y a Paul lo acababan de meter en la lista de espera. Esa lista de espera tiene casi 100.000 personas inscritas.

El secreto no se mantuvo durante tanto tiempo como me habría gustado. Antes de recibir el permiso del Ejército, una de sus amigas contactó con el equipo de trasplantes y le dijeron que ya había una firme candidata esperando el permiso del Ejército. Y esa amiga se lo cascó a todo el mundo.

Cuando la noticia llegó a oídos de Paul, me dijo que lo que sintió fue algo que solo podría describir como pura felicidad. Estaba emocionado y aliviado, pero, sobre todo, “por primera vez en meses, esperanzado”. Intenté confiar en que todo saldría bien, pero me daba un miedo terrible decepcionarle si al final no me permitían donar.

Pasaron meses en los que solo pude morderme las uñas. Una vez recibido el visto bueno de los médicos y superados los trámites burocráticos, por fin aprobaron mi solicitud.

Cuando Paul y yo nos volvimos a ver en el hospital después de la operación, sentí un alivio que no puedo describir con palabras. Me han dicho que tendría que estar orgullosa de mí misma. Pero no. Estoy agradecida. Le he dado más tiempo de vida a un buen hombre. Ahora está más sano y no tiene que pasar por la diálisis. Mi riñón está prestándole un buen servicio. Con suerte, aguantará muchos años.

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Muchas veces me preguntan por qué estuve dispuesta a donarle un riñón a una persona a la que conocía desde hacía tan poco tiempo, teniendo en cuenta que cualquier complicación médica derivada habría puesto en peligro mi carrera militar. La mayoría de las personas que donan un órgano lo hacen por un familiar. Muchas otras personas dicen que no se ven capaces, independientemente de las circunstancias.

La cosa es que Paul se estaba muriendo. Habría sido un camino tortuoso esperar por un riñón de un cadáver que no sería tan funcional como un riñón de una persona viva. Las personas no necesitan dos riñones para tener una vida normal. No había muchas probabilidades de que yo sufriera efectos secundarios muy negativos y, efectivamente, no los sufrí. Las personas que superan el proceso de selección son personas sanas, por lo que la cirugía no les afecta demasiado. E insisto: Paul se estaba muriendo. Yo quería salvarle la vida a mi amigo moribundo.

En realidad, Paul también me había hecho un gran favor. Acostarme por despecho con el primer musculitos que se me presentó en una web para encontrar sexo no habría sido la decisión más sana en aquel momento. Paul es la prueba de que aún quedan hombres decentes en el mundo.

Desde la operación, hemos seguido siendo amigos. Aunque no nos vemos muy a menudo, hablamos casi todos los días. Hace poco se casó con otra profesora de latín a la que estoy seguro que también llevó a ver esculturas desnudas al museo.

Si todavía no sabes si deberías convertirte en donante de órganos, yo solo puedo recomendarte que no lo dudes.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.