Cambio climático y escritores que ayudan a tomar conciencia para salvar el planeta, en la Feria del Libro de Madrid
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Cambio climático y escritores que ayudan a tomar conciencia para salvar el planeta, en la Feria del Libro de Madrid

Abril es el mes de la Tierra y del libro, en vísperas de esta celebración recordamos obras que explican la problemática del medio ambiente y buscan involucrar a la sociedad para frenar su deterioro.

Llegan los gorriones mensajeros

y así dicen:

La atmósfera es muy pura,

¿qué sucede?

Y nuestro canto se esparce sin confín.

Estos primeros versos del poema de Clara Janés Elogio de la clausura, escrito en la cuarentena del Covid-19, hablan de las luces que surgen de las sombras en que está sumida la humanidad por la pandemia, y a la vez de un consuelo, si cabe, ante tanto dolor e incertidumbre: el beneficio que recibe el medio ambiente ante la disminución de la presión que ejerce la humanidad sobre el planeta.

La Tierra parece estar en un proceso de limpieza ante el parón de actividades industriales y la vida habitual. La naturaleza respira, el aire empieza a ser más puro, los gases contaminantes se han reducido, los pájaros y las ardillas van por las calles más tranquilos, los mares y ríos descansan de la presión humana y la primavera explota a sus anchas sin que nadie la agreda. Este momento inédito nos recuerda que este mundo es para compartir, que es de todos.

Aunque el efecto no será tan a largo plazo ni definitivo, sí es una lección clara sobre lo que la humanidad puede hacer para tratar mejor el ecosistema. Un mensaje que recuerda que debemos compartir el planeta con los otros siete millones de especies del reino animal y vegetal. Son los ecos del mensaje que hiciera ya hace casi dos siglos el naturalista y escritor Henry David Thoreau (Estados Unidos, 1817-1862) en varios libros como Walden (Errata Naturae).

Una preocupación y un tema que la 79ª Feria del Libro de Madrid ya tenía previsto abordar antes de la crisis sanitaria. Por ello dedicará unas sesiones especiales sobre el cambio climático y las agresiones del ser humano hacia el planeta, pero, sobre todo, a la manera como se puede concienciar a la población para frenar su deterioro. Será en la nueva fecha: del 2 al 18 de octubre, en el Parque del Buen Retiro, en vista de que no se puede llevar a cabo durante la primera quincena de junio como es habitual.

Momentos para reflexionar sobre nuestra relación con la naturaleza y el medio ambiente.

Algunas pistas sobre esta situación las ofrece Philipp Blom, el ensayista alemán, en su libro El motín de la naturaleza. Historia de la Pequeña Edad de Hielo (1570-1700), así como el surgimiento del mundo moderno, junto con algunas reflexiones sobre el clima de nuestros días (Anagrama). Blom empieza por plantear una pregunta: “¿Qué cambia en una sociedad cuando cambia su clima? ¿Qué efectos mediatos e inmediatos tiene en su cultura, en su horizonte emocional e intelectual, una transformación de las condiciones marco naturales? El largo siglo XVII brinda la posibilidad de estudiar y comprender los efectos del cambio climático en todos los aspectos de la vida humana”.

Porque todo el planeta está interconectado, lo que afecta a algo repercute en lo demás. Lo recordó en el Hay de Cartagena de Indias pasado Andrea Wulf, autora de la biografía de Alexander von Humboldt (1769-1859), La invención de la Naturaleza. El nuevo mundo de Alexander Von Humboldt (Taurus). Allí habla de los cinco viajes que el naturalista alemán hizo a Latinoamérica.

La historiadora y escritora británica recordó que la historia y las estadísticas constatan esa realidad del cambio climático. Para ayudar a concienciar a toda la gente sobre la necesidad de cambiar los hábitos, Andrea Wulf reclama la participación de escritores, poetas y artistas en general para que con sus narrativas amplíen y cuenten de múltiples maneras lo que la ciencia puede no hacer bien.

Para Rosie Boycott, activista y experta en alimentación y cambio climático, el problema radica en la ambición del ser humano: “Toda generación espera ser más rica que la anterior. Tendremos que ver cómo cambiar nuestro pensamiento para entender que nuestra recompensa es un bien común y planetario”.

La web Antonelli Lab, del profesor Alexandre Antonelli, director de Ciencia en el Real Jardín Botánico de Kew y profesor de biodiversidad y sistemática en la Universidad de Gothenburg, explica que el clima ha cambiado muchas veces en la historia pero nunca a la velocidad que lo hace ahora. Ha asegurado que las especies tendrían que adaptarse al cambio climático diez mil veces más rápido que en el pasado.

El poema completo de Clara Janés, del 19 de marzo de 2020, dice:

Llegan los gorriones mensajeros

y así dicen:

La atmósfera es muy pura,

¿qué sucede?

Y nuestro canto se esparce sin confín.

Acaso alguien

ha dado una palmada

y han huido los gases perniciosos,

y los árboles

tendrán hojas y ramas

para acoger nuestros nidos.

Ya no se ve esa nube

que oprime la ciudad

y destierra la vida…

¡Qué sigan los hombres

encerrados!

Sí,

el aire se serena

y viste de hermosura y luz no usada […]

vuelve a cobrar el tino

y memoria perdida.

Cada vez más narradores y poetas abordan el tema y tratan de hacer que la sociedad tome conciencia de la situación. Con motivo del mes de la tierra y del libro en abril, en WMagazín hemos seleccionado un ensayo, un manifiesto y una novela recientes sobre esa temática con sus respectivos pasajes que puedes leer a continuación. Un asomo a lo que será la 79ª Feria del Libro de Madrid:

Si lees el periódico, escuchas la radio o lees noticias por internet, estoy seguro de que te resultará virtualmente imposible esquivar el incesante goteo de noticias referidas al cambio climático.

Aquí va un resumen de ideas que seguro te resultarán familiares:

La última década ha sido la más caliente de todos los registros conocidos.

La verdad más incómoda es que ha pasado más de una década y no se está produciendo el calentamiento global que se había anunciado.

Los osos polares podrían desaparecer durante el próximo siglo.

Las afirmaciones referidas al cambio climático son una farsa.

La capa de hielo de Groenlandia se está derritiendo a una velocidad récord.

Claramente, el calentamiento global es un asunto al que los medios prestan mucha atención. Y creo que no sorprendo a nadie uando digo que la gente no se pone de acuerdo en esta cuestión. Hay quienes consideran que es real, pero también hay quienes dicen lo contrario. Hay también diferencias notables en cuanto a la importancia que debemos dar a esta cuestión o sus implicaciones para la sociedad. ¿Qué puede concluir un ciudadano bien informado ante tantos mensajes contradictorios? Y, si ese ciudadano acepta que el calentamiento global es un fenómeno real, ¿qué actitud debe tomar al respecto? ¿Cómo jerarquizamos este problema en relación con otros males de nuestro tiempo, como el enquistamiento del desempleo, el imparable crecimiento de la deuda pública, las guerras de baja intensidad o la proliferación nuclear?

La respuesta breve es que el calentamiento global es una amenaza significativa para las personas y la naturaleza. En este libro empleo la metáfora del «casino del clima». El crecimiento económico está produciendo cambios no intencionados pero peligrosos para el sistema climático terrestre. Esos cambios pue-den dar lugar a consecuencias imprevistas que, probablemente, serán graves. Por eso hablo del «casino»: porque estamos tirando los dados al aire y no sabemos cuál será el resultado, aunque sí podemos anticipar que algunos de los posibles resultados son muy poco deseables. De modo que ha llegado el momento de empezar a desgranar esta compleja cuestión. En este libro encontrarás comentarios relacionados con la ciencia, la economía y la política. Mi objetivo último es describir los pasos necesarios para frenar el daño medioambiental que estamos causando.

Una hoja de ruta para lo que está por venir

El calentamiento global es uno de los asuntos más preocupantes de nuestro tiempo. Al igual que los conflictos armados o las de-presiones económicas, se trata de una fuerza que marca de forma definitiva el paisaje humano y natural del presente y el futuro. Estamos, además, ante un tema complejo. Su alcance afecta a disciplinas muy diversas, desde la ciencia climática más básica hasta la ecología, la ingeniería, la política, la economía o las relaciones internacionales. El resultado es este libro, que he dividido en múltiples capítulos. Para entender mejor las páginas que siguen, creo que es oportuno presentar una hoja de ruta que des-cribe lo que está por venir.

El casino del clima se divide en cinco partes. La primera constituye un repaso de la ciencia del cambio climático. Se trata, sin duda, de un campo dinámico que, no obstante, presenta ciertos elementos esenciales que podemos considerar como principios sobradamente aceptados y establecidos por los científicos que se ocupan de esta cuestión.

La causa última del cambio climático es la quema de combus-tibles fósiles como el carbón, el petróleo o el gas natural. De dicha práctica se siguen emisiones de dióxido de carbono (CO2). Gases como el CO2 reciben la calificación de «gases de efecto inverna-dero» (GEI, también GHG por su denominación en inglés, green-house gases). Se trata de gases que se acumulan en la atmósfera y se mantienen en la misma durante un período prolongado. Una mayor concentración de GEI conduce a un calentamiento de la superficie terrestre y oceánica. Estos efectos iniciales de calenta-miento se amplifican a través de distintos procesos de retroalimen-tación presentes en la atmósfera, los océanos, las capas de hielo o los sistemas biológicos. El impacto resultante incluye cambios en las temperaturas medias y extremas, alteraciones en los patrones de lluvias y muchos otros cambios referidos a las tormentas, los bancos de nieve, el desbordamiento de cauces fluviales, la disponibili-dad de agua, las capas de hielo… Todos estos procesos tienen impactos significativos en actividades biológicas y humanas que son sensibles a la evolución del clima.

“Empecemos por la velocidad del cambio. La Tierra ha experimentado cinco extinciones masivas antes de la que estamos viviendo hoy, cada una de las cuales supuso un borrado tan completo del registro fósil que funcionó como un reinicio evolutivo; el árbol filogenético del planeta se expandió y se contrajo a intervalos, como un pulmón: un 86 por ciento de las especies murieron hace 450 millones de años; 70 millones de años después, un 75 por ciento; 125 millones de años más tarde, un 96 por ciento; transcurridos otros 50 millones de años, el 80 por ciento; y 135 millones después, de nuevo el 75 por ciento. A menos que seas adolescente, probablemente leíste en tus libros de texto del instituto que estas extinciones fueron consecuencia del impacto de asteroides. En realidad, en todas ellas, salvo en la que acabó con los dinosaurios, intervino el cambio climático producido por gases de efecto invernadero. La más notoria tuvo lugar hace 250 millones de años; comenzó cuando el dióxido de carbono (CO2) aumentó la temperatura del planeta cinco grados centígrados, se aceleró cuando ese calentamiento desencadenó la emisión de metano, otro gas de efecto invernadero, y acabó con casi toda la vida sobre la Tierra. Actualmente, estamos emitiendo CO2 a la atmósfera a una velocidad bastante mayor; según la mayoría de las estimaciones, al menos diez veces más rápido. Ese ritmo es cien veces superior al de cualquier otro momento de la historia humana previo al comienzo de la industrialización. Y en la atmósfera ya hay un tercio más de CO2 que en cualquier otro instante de los últimos 800.000 años, quizá incluso de los últimos 15 millones de años. Entonces no había humanos. El nivel del mar era más de treinta metros más alto”.

“A tres mil quinientos kilómetros al este, en la ciudad donde la madre de John Hoel cosía vestidos y el padre construía barcos, una tragedia se cierne sin previo aviso. Un asesino se cuela en el país, desde un país asiático, en la madera de los castaños chinos desti-nados a los jardines ornamentales. Un árbol del zoológico del Bronx toma en julio los colores de octubre. Las hojas se curvan y se tuestan como la canela. Unos anillos naranjas se esparcen por la corteza hinchada. Con la mínima presión, la madera se hunde. Al cabo de un año, esas manchas naranjas salpican los castaños de todo el Bronx; son los esporocarpos de un parásito que ya ha matado a su huésped. Cada contagio libera una horda de esporas en la lluvia y el viento. Los jardineros municipales organizan un contraataque. Cortan las ramas infectadas y las queman. Rocían los árboles con sulfato de cobre y cal desde coches de caballos. Sin embargo, lo único que hacen es extender las esporas con las hachas que utilizan para derribar a las víctimas. Un investigador del Jardín Botánico de Nueva York identifica al asesino: se trata de un hongo nuevo para el hombre. Publica los resultados y se marcha de la ciudad, para huir del calor estival. Cuando regresa pocas semanas después, ya no queda un solo castaño que salvar. La muerte avanza por Connecticut y Massachusetts a razón de trescientos kilómetros al año. Cientos de miles de árboles sucumben. Un país entero observa sobrecogido cómo el preciado castaño de Nueva Inglaterra se esfuma. El árbol de la industria del curtido, las traviesas del ferrocarril, los vagones de tren, los postes de telégrafo, el combustible, las vallas, las casas, los establos, los escritorios, las mesas, los pianos, los cajones, la pulpa del papel, la sombra y el alimento gratis e interminable —el árbol más recolectado del país— está desapareciendo”.

«La experiencia me dice que cortar leña es algo muy personal. Por eso a menudo me he preguntado si soy un leñador del tipo estoico, como Kjell Askildsen, un escritor noruego capaz de cortar leña durante horas y horas, sin apartar la mente de un único pensamiento. O si soy más bien del tipo sanguíneo, el que se despreocupa de todo mientras las virutas vuelan a su alrededor y las pilas se van haciendo más altas. O tal vez me parezca a mi padre, que respondía al perfil del acumulador medio neurótico, el acaparador, muy representativo de esa generación de noruegos que vivió la Segunda Guerra Mundial y sus estrecheces. Cuando murió, supimos que si aparcaba siempre el Mazda en la calle era porque tenía el garaje lleno de leña, unos 35 o 40 m3. Yo heredé toda esa carga: la llevé a mi casa en un camión y la apilé en el jardín, y en el sótano, y en el trastero. Trece años más tarde, aún guardo algo, y eso que siempre tenemos la estufa calentando a tope»

«Ya estamos; ya lo tenemos aquí. Cincuenta años lleva esta tormenta amenazando en los altos hornos de la incuria de la humanidad, y ya la tenemos aquí. Ya estamos en el muro, al borde del abismo, como solo el hombre sabe hacerlo con brío, dándose cuenta de la realidad solo cuando le duele. Al igual que la buena de nuestra vieja cigarra, a quien prestamos nuestras cualidades de despreocupación. Hemos cantado y bailado. Cuando digo ‘hemos’, entiéndase que me refiero a un cuarto de la humanidad, mientras que el resto trabajaba con afán. Hemos construido una vida mejor, hemos tirado al agua nuestros pesticidas, al aire nuestros humos, hemos conducido tres coches cada uno, hemos vaciado las minas, hemos comido fresas traídas de la otra punta del mundo, hemos viajado por todas partes, hemos llenado de luces las noches, nos hemos calzado zapatillas deportivas que destellan al andar, hemos crecido como población, hemos regado el desierto, acidificado la lluvia, creado clones; francamente podemos decir que lo hemos pasado bomba. Hemos logrado cosas completamente despampanantes, muy difíciles, como derretir los cascos polares, introducir bichos genéticamente modificados bajo tierra, desplazar la corriente del Golfo, destruir un tercio de las especies vivas, hacer estallar el átomo, hundir residuos radioactivos en el suelo…, sin que nadie se entere. Francamente, nos hemos tronchado. Francamente, hemos disfrutado de lo lindo. Y nos gustaría seguir, porque, si hay algo que está claro, es que es mucho más divertido meterse en un avión con deportivas luminosas que escardar para sembrar patatas. No cabe duda. Pero ya tenemos aquí la Tercera Revolución, que se diferencia notablemente de las dos primeras —la Revolución Neolítica y la Revolución Industrial, para hacer memoria— en que no hemos sido nosotros los que hemos decidido emprenderla. ‘¿Estamos obligados a hacer la Tercera Revolución?’, preguntarán algunos espíritus reticentes y mohínos. Sí. No tenemos elección; ya ha empezado; no nos ha pedido nuestra opinión. Lo ha decidido la madre Naturaleza, después de habernos dejado amablemente jugar con ella durante décadas. La madre Naturaleza, agotada, mancillada, exangüe, nos cierra los grifos —los del petróleo, los del gas, los del uranio, los del aire, los del agua…—. Su ultimátum es claro y despiadado: o me salváis, o palmáis conmigo (salvo las hormigas y las arañas, que nos sobrevivirán, porque son muy resistentes y, por lo demás, poco proclives al canto). O me salváis, o palmáis conmigo. Está claro que, dicho así, uno entiende que no hay opción, obedece de inmediato, e incluso, si tiene tiempo, presenta sus disculpas, azorado y avergonzado. Algunos, los que son un pelín soñadores, tratan de conseguir una prórroga, de divertirse un poco más con el crecimiento».

Un grupo reducido de personas es responsable de la soberanía del único planeta del universo donde existe la vida. No sé hasta qué punto os asombra lo absurdo de esta situación. A veces, cuando lo pienso, siento un mareo y tengo la impresión de haberme trasladado a uno de esos infinitos universos paralelos donde la lógica no funciona de la forma habitual. Un universo gobernado por leyes disparatadas, aunque menos fascinantes que las del País de las Maravillas de Alicia. Para empezar, ¿de dónde emana esta autoridad que nos inviste como amos y señores del planeta? ¿Lo somos por nacimiento o por derecho divino? ¿O acaso por nuestra manifiesta superioridad sobre el resto de las especies, cuyas carencias intelectuales debemos suplir como buenos tutores? ¿O quizá se trata de una simple cuestión de sana democracia y depende de nuestro número?

Si dejamos a un lado el derecho de nacimiento y el derecho divino, cuya verificación lógica está más allá de nuestras capacidades, las posibilidades son básicamente dos. Primera: somos los amos y señores de la Tierra porque somos la especie más numerosa; la llamaremos la «opción democrática». Segunda: somos los amos y señores de la Tierra porque somos mejores que el resto de las especies vivas del planeta; la llamaremos la «opción aristocrática» (la cual, para satisfacción de los más nostálgicos, incluye el derecho de nacimiento y el derecho divino).

Empecemos con la opción democrática, a pesar de que estoy seguro de que la mayor parte de mis cultos lectores ya tienen claro que esta no puede ser la razón. El ser humano, con sus algo más de 7.500 millones de individuos, representa una cantidad de biomasa (es decir, de masa viva) equivalente a una diezmilésima parte de toda la biomasa del planeta.

De los 550 gigatones (un gigatón equivale a mil millones de toneladas) de biomasa carbónica que hay en la Tierra, los animales constituyen unos dos gigatones, de los cuales la mitad son insectos; los peces equivalen a otros 0,7 gigatones, y el 0,3 restante incluye a los mamíferos, las aves, los nematodos y los moluscos. Por sí solos, los hongos tienen una biomasa seis veces superior a la de los animales (doce gigatones). Las plantas (450 gigatones) representan más del 80 % de la biomasa terrestre, mientras que los humanos, con sus 0,06 gigatones equivalen a un 0,01 %.5 Salta a la vista que no es precisamente en virtud de nuestro número que ejercemos la soberanía sobre la Tierra. Tanto por número como por relevancia, dicha soberanía debería corresponder a las plantas».

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