Cecilia, noviembre y unas violetas

Cecilia, noviembre y unas violetas

En aquél verano de 1976, Cecilia era una de las cantantes más populares de España.

La cantante Cecilia, en 1976. Gianni Ferrari via Getty Images

La última tarde que los vio, la cantante Cecilia (Madrid, 11 de octubre de 1948-Colinas de Trasmonte, 2 de agosto de 1976) leyó las manos a su padres. “Acertó en todo –me cuenta su hermana Teresa–. A mi padre le dijo: Vas a tener una enfermedad que va a cambiar tu vida. En efecto, después de su muerte mi padre sufrió una hemiplejía. Luego le leyó la mano a mi madre. Eres muy generosa, le explicó. Después quiso leérmela a mí pero me dio miedo”.

En aquél verano de 1976, Cecilia era una de las cantantes más populares de España. Apenas siete meses antes había conseguido en Puerto Rico el segundo puesto en el Festival de la OTI con una canción de Juan Carlos Calderón, Amor de medianoche. En realidad, su paso por el certamen había sido una imposición de su grabadora, obsesionada con convertirla en una gran vendedora de discos. “La relación de Eva con la industria no fue buena. Le gustaba inspirarse en Bob Dylan o en Simon and Garfunkel para hacer sus propias canciones pero en CBS le pedían temas comerciales que rompían sus esquemas artísticos. Ella se enfurecía. A veces tiraba el teléfono después de hablar con algún ejecutivo. ¡Estos cabritos!, gritaba. Yo le decía: Oye que en casa somos ocho, no rompas el teléfono que lo necesitamos todos. Es que no puedo más, se desesperaba. Pero mujer, le insistía, ¿por qué no cedes? No, respondía tajante, ante todo soy una autora y tienen que respetarme. Mis canciones so para la posteridad, no son de usar y tirar”.

Los tiempos no estaban para rebeldías pero Eva y sus hermanos habían recibido una educación liberal, hablaban varios idiomas y, gracias a la profesión de diplomático del cabeza de familia, habían vivido en distintos países. “Empezó a acercarse a la música cuando llegó a la universidad. Encontró un grupo de gente con aficiones musicales y se fue metiendo en los ambientes artísticos. Luego se apuntó a todos los conciertos que le ofrecían en los colegios mayores. De vez en cuando alguno de la familia íbamos a verla, unas veces unos y otras otros. Cantaba temas de Joan Baez, de los Beatles, lo que le pidieran”.

Llegó a los últimos años de la carrera a trancas y barrancas para no dar un disgusto a su padre. El ambiente no le gustaba demasiado. “Me decía: Teresa, no te lo vas a creer, la gente va a la facultad no para estudiar sino para coger marido. ¡Qué desastre! En España, las mujeres estábamos en un segundo plano”.

Precisamente, Dama, dama, el ácido retrato de un personaje de la alta sociedad, fue su tarjeta de presentación discográfica en el mismo año en que otra intérprete, Mari Trini, también vendía miles de copias de su provocativo Yo no soy esa. Lejos de competir, entre ambas artistas hubo siempre una corriente de simpatía. En cierta forma, se convirtieron en iconos para muchas mujeres en los últimos años del franquismo. “Una vez en un acto de la SGAE, mucho después de morir mi hermana,  Mari Trini se nos acercó a mi madre y a mi y nos dijo con cariño: ¿Dónde estaría Eva si estuviera aquí? Seguro que enredando porque era lo suyo…“.

En sus composiciones, que ahora se reúnen en un libro titulado Cancionero, una y otra supieron crear una delicada atmósfera sentimental. El amor conduce casi inexorablemente a la decepción. “Una vez –sigue contando la hermana– estábamos viendo Esperando a Godot en televisión. Me parece un coñazo, protesté, vamos a quitarlo. Teresa, respondió, aunque te parezca una tontería pero la historia es muy real. Cuando cumplas años verás que esa espera se da en muchos aspectos de la vida. ¡Qué madura era para su edad! De ahí la atmósfera de desencanto amoroso que hay en muchas de sus canciones. Toda su obra está basada en realidades, en cosas muy sencillas. Lo observaba todo. Primero escribía una letra y trabajaba mucho la idea. Encontramos varias tomas de una misma canción”.

En los meses anteriores a su muerte Cecilia insistió en la idea de retirarse pronto, comprar una casa en el campo y dedicarse a vivir rodeada de naturaleza. El negocio de la música le agotaba. En cambio, el contacto con el público en sus actuaciones le gustaba pero le fatigaba tener que negociar el repertorio, chocarse una y otra vez con la idea de debía vender más discos. “Eva tuvo que luchar contra dos dictaduras: la socio-política y la discográfica. Puede que no tuviera nunca grandes hits. Se lo echaron en cara hasta después de muerta, yo mismo he tenido que escuchar: ‘Es que como Cecilia no vende…’. Incluso cuando vendieron 700.000 copias del disco antológico en los años noventa. Ni se molestaron en presentarlo en un buen sitio, se enzarzaron en un rifirrafe con Juan Carlos Calderón, tuve que mediar para tranquilizarlo. Pero su legado está ahí, vivo”.

¿Cómo habría envejecido Cecilia? ¿Qué hubiera pensado ante los cambios que ha experimentado la sociedad española? El periodista José Madrid, que en 2011 publicó Equilibrista, una excelente biografía de la cantautora, cree que se habría hecho mayor “conservando la ilusión, la esperanza de que la sociedad y todos fuésemos mejores de lo que somos sin perder de vista nuestras miserias cotidianas. Lo que no tengo tan claro es si habría seguido dedicándose a la música tal y como lo hacía entonces. Poco tiempo antes de morir ya le daba vueltas a ser únicamente compositora y dejar de lado su faceta de cantante. Es evidente que esta sociedad, cada vez más polarizada, más volátil y más dada al espectáculo vacío de contenido sigue necesitando de artistas, de poetas como ella. Una Cecilia es hoy más necesaria que nunca”.

Pero el destino quiso que Cecilia se fuera de este mundo en la flor de la vida. Ella misma tenía ese presentimiento que desliza en muchos de sus textos. “Una conocida de mi madre leyó los posos del café a Eva y a su amiga Alia, la esposa del rey Huséin de Jordania, en casa. Sale que vais a tener un accidente, pero no pasa nada, comentó. No dio mas detalles. Desde entonces, ella tenía la idea de que moriría joven”.  Otro tanto le ocurrió a Alia.

La tarde que emprendió un viaje sin retorno, Eva y Teresa se despidieron con una corazonada: “En el garaje, a punto de que subiera en el coche, se me ocurrió decirle: Eva, dame un beso, que nunca se sabe lo que puede pasar. Cuando a los dos días se presentó en casa un empleado de CBS supe que había ocurrido algo. A Eva le ha pasado algo, dije, y él respondió: Sí”.