Columpiarse hacia el vacío: el vigía del Tungurahua

Columpiarse hacia el vacío: el vigía del Tungurahua

El volcán Tungurahua se llevó las vidas de cuatro personas a mediados del 2006. Allí estaba Carlos Sánchez, trepado en la Casa del Árbol que él mismo construyó con sus manos campesinas. Mirando la masa ardiente pasar y arrasar con todo. Conducida y contenida por la inmensa quebraba.

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Audaces retratos de turistas meciéndose en un columpio al filo del precipicio, con sus cabezas cayendo hacia atrás y puntas de pies extendidas inundan la web. El famoso balancín se sostiene de un tronco donde también se asienta una casa de juegos: una casa en un árbol. Es una casa de juegos junto al abismo.

"Un lugar para conocer antes de morir" y "el columpio del fin del mundo", rotulan los internautas, pero ninguno aclara que realmente es una estación de monitoreo volcánico donde se resguardan discretamente las vidas de al menos 20.000 ecuatorianos y extranjeros.

El Garganta de Fuego, más conocido por su nombre indígena -"Tungurahua"- se llevó las vidas de cuatro personas a mediados del 2006. Las explosiones alcanzaron quince kilómetros por sobre el nivel del cráter; material magmático que ardía a 1.000 grados centígrados se derramó por las quebradas hasta llegar al río, matando a varios miembros de una sola familia.

Allí estaba Carlos Sánchez, trepado en la Casa del Árbol que él mismo construyó con sus manos campesinas. Mirando la masa ardiente pasar y arrasar con todo. Conducida y contenida por la inmensa quebraba. La misma quebrada que miran los atónitos turistas en el ir y venir del columpio.

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Aquella noche los flujos no llegaron hasta la Casa del Árbol, pero los vapores de azufre sí. Carlos sintió mareos, nauseas, taquicardia. "Olía a huevo podrido. Olía a muerte", me dijo. Estaba incomunicado de su familia, pero su mano izquierda apretaba un radio de honda corta para hablar con la vulcanóloga estadounidense Patricia Mothes, del geofísico ecuatoriano, quien supo calmarlo y alejarlo de los gases hasta restablecerse. Sobrevivió.

Carlos y Patricia, de edades distintas, formación distinta y orígenes distintos hablan con familiaridad todos los días. Carlos es un vigía del volcán, y Patricia ha sido para ellos una especie de capacitadora.

Los vigías son voluntarios (sin pago) que observan desde sus propiedades para alertar a los vulcanólogos y, a través de ellos, informar a las autoridades sobre las condiciones del volcán. Hace pocos días una lluvia prologada provocó un lahar que se aproximaba lentamente hacia un balneario turístico. Desde las piscinas no se divisa el volcán pero desde la Casa del Árbol, sí. Entonces Carlos dio la alerta crucial, los turistas fueron evacuados y "no hubo más que reportar".

La ciudad que Carlos resguarda es su natal Baños de Agua Santa, una de las principales plazas turísticas de los Andes ecuatorianos, donde se realizan deportes de aventura como el kayak y bungee, y que en la última década ha sabido vender las espectaculares erupciones de su vecino volcán como principal atractivo.

Fuera de la foto queda un volcán que podría devorar la sierra ecuatoriana, la profundidad del abismo, el temblor de la tierra.

Desde aquella noche de la fuerte erupción empezaron a llegar visitantes a la Casa del Árbol motivados por los rumores de que un héroe de unos setenta años los vigilaba desde la soledad de la montaña. Las primeras veces llegaban con panes, fruta y café para compartir. Alguna vez la generosidad de los turistas fue lo único que comió en el día. Pero cada vez llegaban más. Entonces se empezó a cobrar por la entrada. Era más bien una "donación voluntaria", dice la familia del vigía.

Fuera de la foto queda un volcán que podría devorar la sierra ecuatoriana, la profundidad del abismo, el temblor de la tierra, una fila de aventureros esperando su turno para hacerse el retrato y la cafetería que construyeron en este auge turístico para sustentar las necesidades de Carlos y su familia.

"Cuando cascajo blanco y grande caiga, será hora de la siguiente gran erupción, así me dijeron mis padres, que vivieron la gran erupción de 1918", me advierte. Sabe que cuando llegue ese día - o esa noche - no habrá escapatoria para él ni para la Casa del Árbol. Solo quedarán las fotos de los turistas y su recuerdo del vacío cuando se balanceaban hacia el fin del mundo.

Aclaración:

Carlos Sánchez fue soldado y trabajador eléctrico, ahora tiene 74 años, está casado, tiene hijos, esposa y nueve nietos. Vive en Baños de Agua Santa, pero pasa los días y noches en la Casa del Árbol, a pocos kilómetros del cráter del volcán, reportando erupciones y recogiendo ceniza para los estudios vulcanológicos. Sus impresiones no tiene validez científica ni pueden considerarse predicciones del comportamiento del volcán.