Cómo superar el miedo a hacer el ridículo

Cómo superar el miedo a hacer el ridículo

Tu corazón late más rápido, se te seca la boca, te sudan las manos, te tiembla la voz y tu mente se concentra solo en el peligro...

¿Cómo te sientes al hacer el ridículo frente a desconocidos?

¿Y si además esos desconocidos son potenciales clientes, colaboradores, jefes y (teóricamente) tienen el poder de decidir sobre tu futuro profesional?

La falta de comprensión: su raíz y el miedo que impide solucionarla

El 22 de julio del 2016 dejé el mundo corporativo para dedicarme en cuerpo y alma a mi proyecto emprendedor.

Hasta ese momento y durante 11 años, había trabajado en varios sectores, en puestos distintos y en múltiples empresas, y me di cuenta de una verdad incómoda: no nos entendemos.

Y no; cuando digo que no nos entendemos, no me refiero a la interacción entre dos personas de nacionalidades distintas, como un español y un inglés. Tampoco hablo de intercambios entre personas de un mismo país con lenguas vehiculares diferentes, como catalán y euskera.

No nos entendemos incluso cuando hemos nacido en la misma ciudad, puerta con puerta y criados dentro de una misma cultura y con el mismo idioma de diccionario.

No nos entendemos en el mundo profesional porque cuando nos hacemos expertos en nuestro campo, nuestro pensamiento se hace cada vez más abstracto y el lenguaje, complejo.

Por eso, dos expertos en ámbitos distintos no se entienden al interactuar a pesar de haber sido criados con el mismo idioma.

Es justo aquí donde nacen los malentendidos profesionales.

Cuando en una reunión “el experto” abre la boca y habla usando su mejor jerga técnica, es altamente probable que los demás no lo entiendan.

Y como en España tenemos el sentido del ridículo tan desarrollado, es poco probable que quien no entienda levante la mano para preguntar; por miedo a parecer el único tonto de la sala.

Entonces con la tontería, acaba la reunión, no hay acuerdo y la pérdida de tiempo es inevitable.

El desastre detrás del miedo a hacer el ridículo

El miedo es una emoción tan natural como útil.

¿Su utilidad? La supervivencia.

En el pasado, cuando vivíamos en tribus nómadas, dependíamos de la comunidad para protegernos de fieras y maleantes. Juntos éramos fuertes.

Pero si se te ocurría alzar la voz y al líder de la tribu no le gustaba lo que decías, te podían mandar al exilio en solitario; y eso era una sentencia de muerte.

Hoy en día, los peligros en el mundo occidental no son tan intensos como los de antes. Pero, por alguna razón, el chip de supervivencia no ha evolucionado para adaptarse a la realidad actual.

Por eso, cuando te toca levantar la mano para hablar frente a un grupo de personas, en previsión de hacer el ridículo (y todo lo que crees que esto conlleva) todo tu organismo se pone en alerta máxima y te prepara para una situación de peligro.

Así, se activa un sistema que, a la mínima sensación de peligro, te obliga a correr o luchar.

En ese momento, tu cuerpo comienza a reaccionar. Tu corazón late más rápido y con mayor intensidad, enviando sangre a tus extremidades. Se te seca la boca, te sudan las manos, te tiembla la voz y tu mente se concentra solo en el peligro.

Y si no sabes cómo gestionar esta situación, por falta de práctica o de las herramientas necesarias, surge una voz en tu interior que te detalla todos los posibles escenarios de fracaso, mientras recrea imágenes que te lo confirman.

Tu corazón late más rápido, se te seca la boca, te sudan las manos, te tiembla la voz y tu mente se concentra solo en el peligro...

Sin ir más lejos, a principios de año fui a un evento en Mallorca en el que hablaba Toni Nadal, tío y antiguo entrenador del tenista Rafa Nadal. Al final de su charla se abrió la ronda de preguntas y yo quería hacer una, muy a pesar de Eva (mi mujer), a quien en más de una ocasión he puesto en algún aprieto en estas situaciones.

Yo me dedico a enseñar a mis clientes a hablar en público y a gestionar su miedo escénico. ¿Puedes creer que mi “lorito” interior me gritaba que NO hiciera la pregunta?

Por supuesto que la hice pero, en medio del tembleque, cada segundo se me hizo eterno.

¿Por qué? Porque yo también tengo miedo a hacer el ridículo.

Las idioteces matan al sentido común

Víctor, mi papá, siempre me dijo: “el sentido común es el menos común de los sentidos”.

Podría meter la mano en el fuego y afirmar que todos los adultos hemos visto a otros adultos hacer idioteces.

Voy más lejos. Seguramente tú también hayas actuado en alguna ocasión desde la más pura idiotez. Yo también…

Por eso nos paralizamos en los momentos más difíciles; cuando realmente importa. Sabemos que tenemos que actuar, pero el miedo nos frena.

La realidad es que el sentido común depende enteramente del razonamiento.

Pero somos seres emocionales que tomamos decisiones empujados por dos grandes impulsos ultra primitivos:

  • Acercarnos al placer o aquello a lo que aspiramos.
  • Alejarnos del dolor o de aquello a lo que tememos.

Y cuando el placer o el dolor son intensos, salta el reptil que llevamos dentro y le gana al raciocinio, silenciando completamente al sentido común. Por muy tonta que pueda ser la decisión.

La clave está en conseguir (de vez en cuando) que la razón le gane la batalla a la emoción

El miedo es una emoción y, como ya sabes, es útil para sobrevivir. Siempre que no te paralice.

Pero como es una emoción, parte de su intensidad es completamente irracional. No tiene una razón lógica.

Y en la medida en la que nos dejemos llevar por la parte irracional y permitamos que nos paralice, nos encontraremos entre la espada y la pared, esclavos ante situaciones frustrantes. Porque tras la parálisis viene el arrepentimiento, la sensación de fracaso y el “síndrome del impostor” que nos mete en un círculo vicioso realmente tóxico.

Un truco mental simple y útil nace de un principio de naturaleza humana:

“Todos somos egoístas”.

What?!

Saca tu agenda y echa un vistazo a tus obligaciones inmediatas.

¿Te sobra el tiempo?

¿O a veces preferirías añadir algunas horas al día para poder acabar todo lo que te has propuesto hacer?

Surge una voz en tu interior que te detalla todos los posibles escenarios de fracaso, mientras recrea imágenes que te lo confirman.

Cuando presentas tus ideas (en público, en vídeo o en reuniones), a tu audiencia no suele sobrarle el tiempo.

¿A qué voy con esto?

Que las personas que te escuchan no están pendientes de tus fallos y por tanto no andan pensando si te has equivocado, si has dicho una tontería o si te has saltado parte de tu guión.

Tu público lo único que quiere al escucharte es que (tú) le ayudes a hacer buen uso de su tiempo.

Si estás más pendiente de tus posibles fallos, fallarás, se notará y dejarás de prestar atención al valor que ofreces. En ese momento, quienes te escuchen sentirán que les estás haciendo perder su tiempo.

Pero si te enfocas en ayudar, en aportar valor y en que aprovechen el tiempo contigo, tolerarán muchos de tus fallos.

Por eso enfócate en el público, en estar presente y en darle todo lo que puedas. Tu generosidad será recompensada con su atención y las ganas de verte triunfar.

Es de sentido común. Pero como bien sabes, el sentido común es el menos común de los sentidos.

¿Y tú, qué opinas? Dímelo en los comentarios.

Este post se publicó originalmete en el blog del autor.