Corona de espinas

Corona de espinas

No tenemos, desde luego, los mejores hábitos de vida para recibir sin susto noticias como esta.

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Me ha comentado alguno de mis explotados de cocina (que no lo serán tanto si les queda tiempo para hablar) que en el colegio al que lleva a sus hijos, quién sabe si con la esperanza de que no se los devuelvan, los chavales están dejando de jugar con sus compañeros chinos (a los que conocen desde hace años, no solo del patio o del aula, sino de la tienda recargada en las que les venden las chuches con una mano mientras con la otra hacen los deberes) por si les contagian el coronavirus que asola la ciudad de Wuhan.

No soy biólogo ni patólogo, pero no creo que sea descabellado afirmar que quien estaba sano ayer en Madrid no va a enfermar hoy por solidaridad con los doce millones de habitantes de una ciudad situada en el centro de China, a quinientos kilómetros de Shangái y casi mil de Pekín. 

No está bien quitar importancia a este nuevo brote epidémico, ni mucho menos bromear con él. Casi siete mil muertos se ha cobrado ya en China; siete mil puñales en la conciencia, siete mil avisos para quienes sabemos que la misma ancla nos arrastra a todos los que vagabundeamos por este planeta.

A tan macabro recuento, hay que sumar los fallecidos en Irán, en Corea del Sur, en Japón y las catorce víctimas que en los últimos días han sumergido en miedo el norte de Italia.

Pero tampoco es de recibo regodearse en el pánico de manera gratuita, desoyendo las voces que nos recomiendan tranquilidad. Voces de gente ilustrada que sabe que los protocolos funcionan, que estamos preparados para la reacción adecuada y que la enfermedad es realmente peligrosa para quienes arrastran complicaciones respiratorias o inmunológicas anteriores.

Casi como la gripe que despierta cada invierno y que sella el pasaporte de algunos miles de desgraciados, aquejados de males señeros e incapaces de resistir ese último embate. Es una estadística oculta, a la que damos la espalda, tal vez, porque vive demasiado cerca.

Me pregunto si el pánico tiene alguna relación con la fascinación que sentimos ante las distancias imposibles. 

Observo el mapa que Internet me ofrece y siento como se dispara la imaginación. Wuhan está en el centro del país, en la fértil llanura que atraviesa el río Yang-Tze, que a su vez divide la ciudad en dos; ocupa el espacio de transición que separa las costas cálidas de las siempre enemigas estepas centrales y de ese misterio llamado Mongolia. 

No tenemos, desde luego, los mejores hábitos de vida para recibir sin susto noticias como esta.

Por ese río navegaba la cañonera San Pablo, en la que Steve Mcqueen cumplía su pequeña odisea, sin una Ítaca final en la que refugiarse, y en la que todos nos embarcamos para enamorarnos de Candice Bergen. El Yang-Tze en llamas es una de las pocas películas en las que todavía me pierdo. El amor desesperado de Richard Attenborough y el desesperado sentido del deber de Richard Crenna lanzaron al patio de butacas algunas de las miradas más intensas y tristes que recuerdo.

Como contrapunto, la sonrisa cínica y descarnada de Joe Turkel, sonrisa que volvió a exhibir en El resplandor y en Blade Runner.

La misma llanura que recorrió, pensando tan solo en ir más allá, el poeta francés Saint-John Perse. Un periplo de más de un año del que regresó con el manuscrito de un poema misterioso, duro, vital e interminable: Anábasis.

Quizás los mismos campos de cultivo que bordeaba el borracho Li-Po componiendo canciones y buscando el reflejo de la luna en el agua.

Entre las flores, un tazón de vino

bebo solo, ningún amigo está cerca.

Levanto mi copa, invito a la luna

y a mi sombra, y ahora somos tres.

Murió de alcohol, dijo el viejo Ezra Pound. Pero tengo para mí que murió a fuerza de soñar despierto.

Las noticias nos cuentan que las autoridades de Wuhan han levantado un hospital con mil camas en diez días, una hazaña de ingeniería difícil de asimilar por estos pagos, en los que semejante plazo no da ni para decidir quien se lleva la primera comisión.

La celeridad de los chinos ha despertado el miedo de muchos occidentales, que han creído ver en el hospital de elementos prefabricados los barracones y las alambradas en las que terminan los apestados de nuestras pesadillas.

No creo que sea el caso.

El gobierno de ojos rasgados es consciente de que el comercio rápido y barato con el que dominan la economía mundial no puede resistir el rechazo masivo de paquetes con fundas de móvil y bolsos de imitación por miedo a un contagio. Han de enseñar al mundo medidas estrictas e inmediatas para evitar los bulos (y de bulos, parece ser, saben mucho los nietos de Fu-Manchú).

También han decidido, para bien, compartir la información y dejar para otro día la censura propagandística. En esta ocasión, el mutismo oriental no nos deja con los pantalones bajados, como ya sucediera en anteriores alertas.

No bromeo ni quito importancia al virus que ha despertado, una vez más, al miedo. Sabemos que hoy en día es prácticamente imposible aislar una región, por muy apartada que esté, en un mundo en el que las distancias apenas sirven para cubrir la nostalgia.

Pero creo, sinceramente, que la reacción de todos cuanto tienen algo que ver con esto de la salud no puede sino envolvernos en confianza y sensatez.

No me preocuparía mucho si fuera italiano: tras sobrevivir a Berlusconi, no entiendo que un virus pueda asustarlos.

Cuando los estadounidenses cayeron en el pánico por culpa de los polvos con virus de ántrax que saltaban al rostro del infeliz que abría una determinada carta, yo no podía sino acordarme de los pastores de mi pueblo que abrían la navaja y cortaban el queso con las manos cuajadas por los verrugones del carbunco que las ovejas les habían contagiado.

Me lo dijo un médico tan amigo como sabio:

-Hombre, Abraham, no es lo mismo la transmisión a la piel que la infección en las vías respiratorias. Pero es cierto que quien más debe temer es quien arrastra afecciones anteriores.

Afecciones que tantos malos humos, propios y ajenos, han instalado furtivamente en nuestros cuerpos. No tenemos, desde luego, los mejores hábitos de vida para recibir sin susto noticias como esta.

Stephen King escribió una novela, tan olvidable como casi todas las suyas, en la que una supergripe diezmaba a la población mundial. La danza de la muerte fue su primer título (luego la bautizaron de segundas como Apocalipsis, por si no quedaba claro). De tan detallada como desquiciada descripción del fin del mundo, me quedo con la cita que abría el libro, un loable ejercicio de humor, por si cualquier día tenemos que aplicarla.

Es de Los Ramones y dice así:

“Hey-Ho, let´s go!”

Y debo decir, si se me permite, que no me preocuparía mucho si fuera italiano: tras sobrevivir a Berlusconi, no entiendo que un virus pueda asustarlos.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”