Covid y derechos humanos

Covid y derechos humanos

Compruebo como se exigen tests y rastreadores, mientras el deterioro mental producido pasa desapercibido.

.Sharon McCutcheon (Pixabay)

No esgrimiré la teoría de la conspiración, y no porque dude que hay conspiradores, muchos y de toda clase de pelajes y convicciones ideológicas. No la esgrimiré porque, por buenos que sean en su empeño los tales conspiradores, al final todo se acaba sabiendo y las grandes maniobras terminan abortadas o produciendo desastres inesperados. Todo porque la vida es mucho más compleja de lo que cualquier algoritmo pudiera determinar. 

No diré, por lo tanto, que la pérdida de derechos producida a cuenta del coronavirus sea consecuencia y efecto planificado, preparado, de diseño, fruto de los ensayos previos en el tratamiento de las cada vez más abundantes y frecuentes pandemias.

La protección de la salud ha obligado a la restricción de derechos como el de desplazarse libremente. El confinamiento ha sido una medida inevitable para controlar la expansión de la pandemia, pero hay quienes han tenido la oportunidad de opinar e influir en que las restricciones hayan sido las mínimas y proporcionales, mientras que otros han tenido que sufrirlas de forma desproporcionada. Especialmente las personas mayores y los niños. 

La salud y los derechos económicos, sociales, culturales y educativos de nuestros mayores y de nuestros niños han sido objeto de una tutela absoluta, sin tomar en cuenta su opinión, sus necesidades básicas, ni aún menos su participación en todo aquello que les afecta.

En el caso del confinamiento absoluto, organismos dependientes de las Naciones Unidas han tenido que reclamar medidas que permitieran al menos una salida diaria, supervisada (en caso de los niños) y respetando las medidas de seguridad y la distancia social. Soluciones como fomentar una oferta artística, cultural, formativa, a través de los medios de comunicación tradicionales como la televisión y la radio, o a través de las redes sociales. 

La pandemia ha demostrado que la brecha digital no es sólo intergeneracional, sino también intrageneracional.

Hemos tenido que oír que los niños eran muy transmisores del COVID-19 y que, por ello, había que confinarlos estrictamente. Hemos constatado que los mayores eran víctimas propiciatorias del virus y escuchar que había que confinarlos a rajatabla. Los domicilios, las residencias de personas mayores, los centros e instituciones en los que viven menores en régimen de internamiento, ya sea por acogida, tutela, migración, campamentos, instituciones educativas, o policiales, se han convertido en lugares de aislamiento.

Quienes viven en esas instituciones se han visto privados del contacto con familiares, conocidos, amigos, a veces tan siquiera (en la mayoría de los casos) a través de dispositivos electrónicos tradicionales como el teléfono, el móvil, o el ordenador. Un día conoceremos cuántas personas mayores han muerto en soledad, lejos de sus personas queridas, en su domicilio, en las residencias, en los hospitales. Otro dato escandaloso, tardío, de rápido olvido. Mejor olvidar el desastre ocurrido cuanto antes, pasar página.

La pandemia ha acaparado todos los recursos sanitarios disponibles. Nuestros mayores y nuestros niños han perdido citas, tratamientos, diagnósticos, atención médica de situaciones y dolencias anteriores a la pandemia, o aparecidas en el transcurso de la misma, como el tratamiento del deterioro de la salud mental. Compruebo como se exigen tests y rastreadores, mientras el deterioro mental producido pasa desapercibido.

A lo largo del duro proceso que hemos vivido hemos podido comprobar cómo en comunidades autónomas como la madrileña, la atención del derecho a la alimentación de nuestros chavales más desfavorecidos, aquellos que realizan su comida más nutritiva una vez al día en su centro educativo, han sido encomendados a cadenas productoras de pizzas o hamburguesas.

La misma educación online debería haberse convertido en una oportunidad para modernizar nuestros procesos educativos. Sin embargo, bien puede ser que el resultado sea muy distinto y terminemos sufriendo el incremento de las desigualdades por el uso de unas tecnologías que no están al alcance de todos, ni en las mismas condiciones, ni con similar apoyo familiar. La pandemia ha demostrado que la brecha digital no es sólo intergeneracional, sino también intrageneracional.

Compruebo como se exigen tests y rastreadores, mientras el deterioro mental producido pasa desapercibido.

Proteger a los niños, proteger a las personas mayores, proteger a quienes viven situaciones de mayor vulnerabilidad ha sido imposible, porque hubiera necesitado la existencia de unos poderosos servicios públicos de carácter social y sanitario (sociosanitarios), pero eso ya es mucho pedir en un país que lleva décadas alentando el pelotazo, las privatizaciones y la conversión en negocio de cada servicio público.

Hay quienes han centrado el debate político, social, tertuliano, en la imposición de más o de menos multas, en la existencia de un estado de alarma, o en la supresión del mismo, en tirar de aplausos o de cacerola, reactivar la economía cuanto antes o preservar la salud.

Creo, sinceramente, que el único debate que merece la pena es el que proviene y se basa en la difusión de la información disponible, de forma abundante, clara, a través de todos los canales posibles. Sólo así evitaremos que los rumores, las noticias falsas, la crispación intencionada, se conviertan en lo habitual y cotidiano, en la base y sustento de nuestras opiniones.

Se me ocurre, tras lo aprendido en estos meses de sufrimiento y encierro, que sólo escuchando la voz de quienes son privados de la opinión y de la palabra, nuestros niños, nuestros mayores, tomándolos en cuenta en los momento en los que hay que tomar decisiones, por buenas o malas que sean, podemos salir de la pandemia con soluciones justas y garantías de respeto a los derechos humanos.