Crear para ser libre: la palabra y la mujer

Crear para ser libre: la palabra y la mujer

Me lo pregunto a casi treinta años de distancia, sin que haya transcurrido un día sin que las palabras hayan sido mi compañía.

Close up of a woman´s hand taking notes on the pages of a bookRenovattio via Getty Images

¿Por qué escribimos? Es algo que me pregunto a diario, sobre todo como una mujer que ha debido enfrentar la ligera presión sobre una profesión vocacional que, en ocasiones, da más sinsabores que gratificaciones. ¿Por qué deseamos contar historias al papel? ¿Crear mundos personales? 

Me hice esa pregunta siendo una niña y gracias al libro que la respondió casi de inmediato. Cuando tenía once años recién cumplidos, leí por primera vez Una habitación propia de Virginia Woolf. Ya entonces escribía. Nada digno de leerse por supuesto. Pero lo hacía a diario con una empecinada perseverancia que me dejaba entre confusa y frenética. También leía a toda hora y ambas cosas se confundían en una especie de hábito tan poderoso como orgánico. Pero hasta entonces, no había conocido a una mujer que escribiera y leyera. Todo a la vez. Y Virginia Woolf — su libro — fue toda una revelación. 

Mi capítulo favorito del libro era el tercero, sin duda. En él, Woolf imagina para Shakespeare una hermana, la talentosísima e invisible Judith. Ambos crecen bajo el mismo impulso artístico. Ambos escriben desde la niñez y tienen el mismo afán de ruptura. Pero sólo William triunfa, quizás gracias a Judith. Quizás gracias a su renuncia, al hecho de haber impulsado la necesidad de escritura del hermano a pesar de sí misma. Para Woolf la Judith imaginaria jamás llegó a ser real porque no sabía que escribir la liberaba del dolor del silencio creativo.

Por semanas, me obsesioné con esa imagen. Con esa Judith que jamás existió que escribía a toda hora, que llevaba fajos de papeles repletos de obras futuras a todas partes. Por la Judith que debía aprender a cocinar, zurcir y comenzar a pensar en el futuro marido a pesar que sólo quería escribir. Casi podía sentir su dolor. 

 — ¡Aglaia! ¡Tercera vez que te llamo!

Mi maestra de literatura de la escuela donde estudié — al menos, la primera que tuve — no me tenía paciencia. O al menos, no me entendía del todo, que al cabo es lo mismo. Supongo que todo se debía a su desánimo para enseñar, a esa repetición sin verdadero entusiasmo de lo que ponía el libro de texto. Pero para mí el mundo de las palabras era algo por completo distinto.

 — Te preguntaba sobre el libro que tenías que leer para hoy — insistió.

 — ¿Usted soñó con ser escritora?

No sé por qué le pregunté eso. Quizás se trataba de una confesión a medias, un lento desvío de la verdadera pregunta que deseaba formular. Cual sea el caso, la pregunta la tomó por sorpresa — a ella y a mí — y me dedicó una mirada lenta, precavida y cómo no, irritada.

 — ¿De qué hablas? ¿A qué viene eso?

 — Sólo quería saber…

 — Una mujer debe prepararse para vivir su vida y leer. Lo de escritor es otra cosa. Es algo más complejo. No es para todo el mundo.

Toda la clase me miraba ahora, seguro sin entender por qué escuchaba la respuesta con los ojos muy abiertos y avergonzados. El motivo por el cual la maestra parecía fastidiada y aburrida. Después llegó el más doloroso mazazo.

 — Pocas mujeres son escritoras. Las demás sólo leen. Tu mejor lee y ya. Lo demás es fantasía.

Nunca sentí tanto miedo. Un miedo paralizante y ácido. Un miedo que me provocó dolores de estómago y un tipo de angustia difícil de explicar. Un miedo a que sólo podría leer y no escribir, como lo deseaba. Un miedo a esa nada sin palabras. 

Me lo pregunto a casi treinta años de distancia, sin que haya transcurrido un día sin que las palabras hayan sido mi compañía.

Recurrí a Virginia por supuesto. Leí el libro otra vez, con un nudo en la garganta. Tenía ya doce años y sabía algunas cosas más — unas muy pocas — que la primera vez que la había leído. Con el libro entre las manos, le pregunté a la Virginia que imaginaba — con sus rebelde cabello sujeto a la nuca, los ojos grandes y brillantes, los dedos rotos por escribir a diario — si yo podría escribir alguna vez o tendría que conformarme sólo con leer. Si sería de la gente que…tragué saliva. La gente que tendría que mirar a las palabras desde lejos.

Virginia me contestó claro. La literaria y la imaginaria. Desde las páginas del libro me contó que no hacen falta demasiadas cosas en la vida, pero una imprescindible es una habitación con una ventana. Una habitación que te pertenezca por los cuatro costados, que puedas cerrar con llave para encerrarte dentro. Una habitación que sea tuya, desde las paredes repletas de tus obsesiones hasta el suelo manchado por los pasos.

Mi mamá es una mujer pragmática y mundana. Su trabajo en el mundo financiero le exigía serlo, supongo. Con todo, me miró con sus grandes ojos verdes asombrados y risueños, como si pudiera entenderme, cuando le hablé de todo lo anterior. Como si pudiera percibir esa necesidad mía por escribir que llenaba el mundo. Cuando le expliqué sobre el espacio que necesitaba para poner por escrito la realidad, tal y como la veía.

— ¿Y si es sólo un escritorio?

El día que cumplí trece años, recibí por obsequio un pequeño escritorio de madera con gavetas amplias. Nunca había visto algo más bello — aunque en realidad, era viejo y destartalado, heredado de algún pariente desconocido — pero era mío. Llené las gavetas de lápices y bolígrafos, la amplia mesa de hojas y cuadernos abiertos y cerrados. La pequeña biblioteca adosada encima de mis libros favoritos. El lugar que se transformó el centro de mi mundo, en el espacio de todos los sueños, en el comienzo de una puerta abierta hacia el futuro. Era una niña que deseaba escribir y que lo hacía, sin saber a dónde le conduciría eso.

¿Por qué escribimos? Me lo pregunto a casi treinta años de distancia, sin que haya transcurrido un día sin que las palabras hayan sido mi compañía. ¿Por qué escribimos?, me pregunto de nuevo. Supongo que para sobrevivir.