Cuando fuimos eternos

Cuando fuimos eternos

Buceando en mis recuerdos, sobrevuelo mi niñez y me sorprendo a lomos de un triciclo recorriendo una y otra vez el circuito de Le Mans que dibujan las callejas de la plaza de mi casa.

Fuimos eternos entonces, en los tiempos de nuestro Macondo personal, y citando a García Márquez rememoro mi pasado, tan bien lo captó el Nobel... soñábamos más que ahora, o por lo menos un servidor. Tocaba soñar, era como una especie de lotería que le tocaba a la conciencia, a razón de tres o cuatro historias por noche; era curioso porque uno despertaba y tenía la sensación de que aquello no se había acabado, de que de una manera u otra -como por arte de magia- lo soñado se perpetuaba a lo largo del nuevo día. Recuerdo mientras desayunábamos el tazón de suero con sopas de pan el ruido que hacían las esquilas de las ovejas, el ladrido de los perros y el voceo de los pastores en su afán de controlar aquel ejército de compañías blancas. Luego, con un poco de suerte, la lluvia abundante en forma de chaparrón, así de pronto, bestial, que dejaba un olor a tierra humedecida que te transportaba el sentido: ya no llueve así ni huele así... o tal vez seamos nosotros que no nos bañamos dos veces en las aguas del mismo río.

Buceando en mis recuerdos, sobrevuelo mi niñez y me sorprendo a lomos de un triciclo recorriendo una y otra vez el circuito de Le Mans que dibujan las callejas de la plaza de mi casa. Ese niño que fui, siempre me espera, allí en Montiel, de corto, sentado, ajeno al tiempo -donde siempre es hoy y nunca mañana, donde el futuro es presente, es aquí y es ahora. De repente una música me transporta de inmediato en el tiempo: ¡La calle era nuestra, todavía no nos la habían arrebatado las máquinas con ruedas! Mi barrio era un parque de atracciones, el balón -boomerang fallido, que al chutar, con frecuencia no volvía- nos hacía soñar. Era un tiempo en el que menos, fue más. ¿Era mágico todo? No lo sé. Tal vez no, tuvo que ser la edad, la edad de cuando fuimos eternos, cuando le hacíamos constantes burlas a la vida y no temíamos al soñar... y yo soñé ser pirata, vaquero,Tarzán, casado, soltero, amigo, enemigo, el bueno, el malo... y Quevedo.

Recuerdo muy bien las guerras de cantos, batallas poco recomendables, donde uno casi siempre terminaba con una brecha en la frente, y supongo que también aprendimos a esquivar las tortas de la vida o por lo menos a adivinar sus trayectorias. Otro capítulo era el de los paseos al río, qué voy a contar cuando Jaime Campmany contó los peligros de los mismos en su "Jinojito el lila". Afortunadamente en nuestro pueblo no tuvimos que lamentar tragedias de críos.

Nos sobraba salud y nos faltaba día, rendidos del cansancio éramos capaces de dormirnos sobre las ascuas de un brasero. Esto me trae a la memoria la anécdota que mi padre me contó sobre Francisco de Quevedo y el Rey. "¿O ese banco es de lana o ese niño es de bronce? -decía su majestad cuando acompañábase de Quevedo en uno de sus viajes y haciendo un alto en un palacio observó en sus jardines cómo un hermoso mancebo de piel blanca como la lana dormía plácidamente sobre un banco de piedra. El conceptista repuso: "No hay más lana ni más bronce que el no saber que hay mañana y tener los años once" -por significar la ausencia total del paso del tiempo en los niños y a la vez la fragilidad de la vida que duerme junto al peligro de las aguas confiada. El río en la poesía española del Barroco significa metafóricamente el paso inexorable del tiempo: "solo el Tíber quedó cuya corriente, si ciudad la regó/ ya sepultura murmura con funesto son doliente". La anécdota quedó en el recuerdo de la tradición oral, pasó de la literatura del siglo de oro al refranero y desde allí nos advierte premonitoriamente a la posteridad. De todos modos: ¿Podremos recurrir de nuevo a la magia de Peter Pan y soñar con recuperar el paraíso perdido? ... De momento, me temo que nos tendremos que conformar con saber que UN DÍA FUIMOS ETERNOS.