Cuento de Navidad

Cuento de Navidad

Nada más llegar, aquel pavo, tal vez consciente de su inmediato futuro, corría de un lado a otro de la cocina y del balcón. Aquel balcón en el que, cuando llegaba el buen tiempo, las mujeres se sentaban para charlar, realizar sus tareas y sentir los primeros calores en las piernas sin medias.

5c8b75952300002f00e83fcd

Ilustración: Alfonso Blanco

Hay recuerdos que, con el paso del tiempo, se diluyen en la memoria y no sabemos distinguir muy bien si fueron del todo reales o si estuvieron a punto de serlo. Hay otros, sin embargo, que son tan nítidos que parece que hubiesen sucedido ayer mismo.

Mi madre conserva muy vivo uno de estos últimos recuerdos. Esta mañana, cercana ya a una nueva Navidad, me lo vuelve a contar. Tenía unos ocho o nueve años, a finales de la década de los cincuenta. Años de alargadas y silenciosas sombras aún. El precio de la posguerra, tan alto, seguía ahí. Y también era Navidad. Una de aquellas Navidades en las que las montañas, en el norte, solían cubrirse de una nieve densa que parecía rozar el cielo y que destacaba poderosamente entre aquellos paisajes rodeados de minas de carbón donde trabajaban la mayoría de los hombres.

A pesar de que era una buena estudiante, le gustaba quedarse en casa aquellos días de vacaciones: cerca de la cocina de carbón, del calor, de la trémula luz que surgía del carbón y de la leña ardiendo. "Te vas a quemar las manos", le decía la abuela cuando las acercaba demasiado a la cocina. Mi madre odiaba el frío y, en aquellos años, por estas fechas, hacía muchísimo frío.

Aquel frío y una enfermedad mal diagnosticada la llevaron a padecer la enfermedad reumática y degenerativa que hoy padece. Pero ésa es otra historia. La historia que hoy me ha vuelto a contar mi madre es la del pavo. El que toda la familia iba a tomar en la cena de Nochebuena. Había que ir a comprar el pavo al mercado.

Por entonces, aquellos pavos se vendían vivos, y los compradores debían encargarse de terminar con sus vidas para cocinarlos. La abuela, en el pueblo de Galicia del que procedía, había aprendido a hacerlo. Ahí van: mi madre y la abuela, de casa al mercado, muy abrigadas (gorros, bufandas, guantes, leotardos), contentas, tal vez resguardadas de la lluvia bajo el enorme paraguas del abuelo. Puedo verlas, de la mano, mientras ella, mi madre, me cuenta de nuevo la historia.

La abuela era muy alegre, y su sonrisa y su sentido del humor lo contagiaban todo. Llegaban al mercado y tenían que hacer una larga cola. Siempre se encontraban con alguna conocida del barrio durante la espera. Todo el mundo quería un pavo para aquella cena. Un buen rato más tarde, algo cansadas, regresaban a casa.

Nada más llegar, aquel pavo, tal vez consciente de su inmediato futuro, corría de un lado a otro de la cocina y del balcón. Aquel balcón en el que, cuando llegaba el buen tiempo, las mujeres se sentaban para charlar, realizar sus tareas y sentir los primeros calores en las piernas sin medias.

Mi madre recuerda las carcajadas nerviosas de la abuela. Las suyas propias, también nerviosas. La sensación cómica (y un tanto surrealista) del asunto. Llegaba un momento en que, a sus ocho o nueve años, mi madre no quería que la abuela acabase con la vida del animal. Podemos cenar otra cosa, decía tímidamente. Tal vez pescado, aunque mi madre aborrecía limpiarlo. La abuela la miraba con incredulidad y volvía a reírse. El pavo estaba listo para ser cocinado. Sólo faltaba quitarle las plumas. La abuela se las quitaba, una a una, cantando alguna de sus coplas favoritas.

Ahora, a sus ocho o nueve años, mi madre está sentada a la mesa con sus padres y su hermano mayor. El pequeño, medio dormido, aún está en la cuna. Mi madre lleva puesto su vestido nuevo y algún complemento en el pelo hecho con un retal del mismo género del vestido. El último que la abuela, modista de profesión, le ha confeccionado. El pavo está ahí, en la bandeja. Es enorme. El guiso tiene muy buen aspecto (la abuela era una gran cocinera) y huele deliciosamente.

Sin embargo, mi madre no quiere comerlo. "No puedo", susurra. Se acuerda de cuando estaba vivo. El pavo en el mercado, de camino a casa, corriendo por la cocina y el balcón. Intentando huir de su destino. Mi madre no puede quitarse esas imágenes de la cabeza. Las sonrisas nerviosas de ambas. Los abuelos la miran y le indican, sin decir palabra, que tiene que comérselo. Mi madre va partiendo aquel trozo de carne en pedacitos, desganada. Y se los lleva a la boca lentamente, reprimiendo las lágrimas, pensando en otras cosas. Pensando en los días de calor. En aquella playa, la de Gijón, a la que los abuelos solían llevarla cuando llegaba el verano. En aquella cometa que volaba de un lado a otro y que estuvo a punto de romperse varias veces cuando, al final de uno de aquellos días, se levantó una fuerte e inesperada ráfaga de viento.