Da igual lo que hiciera la noche que me violaron, no fue mi culpa

Da igual lo que hiciera la noche que me violaron, no fue mi culpa

A día de hoy sigo pensando que debería haber tomado otras decisiones aquel día, pero ya no acepto ninguna responsabilidad por el crimen que sufrí.

Tammy Rabideau en Flashback, la discoteca en la que conoció a los hombres que la violaron en 2005.TAMMY RABIDEAU

No estaba dormida, así que no puedo decir que me desperté. Pero ahí estaba yo, en una habitación de hotel, tumbada en la cama con las piernas colgando por el borde. A mi derecha había un hombre con los pantalones bajados, con su pene en una mano y con la otra mano manoseándome los pechos. No sentía nada, pero lo veía todo, como si estuviera en una película. Había varias voces.

“Bájale los pantalones”, le dijo el hombre de mi derecha a otro que había a mi izquierda. Mi mente estaba desconectada de mi cuerpo y solo podía ver la escena. No era capaz de moverme ni de hablar. ¿Por qué estoy aquí tumbada? ¿Qué me están haciendo?

Y después, nada. 

Horas antes había estado bailando en Flashbacks, una discoteca de Wisconsin. Aunque me encantaba bailar, pocas veces salía de fiesta. Como madre soltera y única cuidadora de mi hija de 10 años, mis prioridades giraban en torno a ella. Un sábado por la noche en nuestra rutina consistía en ir a la librería Barnes & Noble y, por la noche, ver una película de Harry Potter o pedir comida china. Sin embargo, aquella cálida noche de verano, me vi sola en casa después de que mi madre invitara a mi hija a pasar la noche en su casa.

Llamé a mi amiga Shannon y decidimos quedar a las 22, cuando ella salía de trabajar. Me puse una blusa rosa de seda, unos pantalones ajustados y zapatos de tacón de color beige. Me serví una copa de vino, me ricé la media melena y me retoqué el maquillaje antes de subirme al taxi. Me hacía mucha ilusión pasarlo bien con Shannon aquella noche.

Flashbacks era un club nocturno pequeño que se había ido haciendo más famoso y concurrido a medida que cerraban otras discotecas de la zona. A diferencia de la zona universitaria, la clientela de Flashbacks no bajaba de los 25 años y era más para empresarios y gente con buen salario. Tenía una pista de baile de tamaño mediano, dos zonas de sillones y un DJ que ponía música dance y hip-hop.

Fui a la barra a pedir una copa y esperé a Shannon. Media hora después, aún no había llegado. Me sentía incómoda sentada ahí sola, así que salí afuera para llamarla por teléfono, pero no lo cogía. Quince minutos más tarde, el DJ anunció que había una llamada para mí. Era de Shannon. Estaba haciendo horas extra y le habían asignado también el turno de mañanas. No iba a poder venir. Decepcionada, decidí tomar una copa más antes de pedir un taxi.

Cuando estaba pidiendo un brandy con Coca-Cola, un hombre con pinta de veinteañero me pidió salir a bailar. Era guapo, alto y esbelto, con la mandíbula cuadrada, el pelo castaño claro ondulado y un acento extranjero que me intrigaba. Estuvimos bailando y, al rato, me presentó a sus dos amigos. Eran futbolistas franceses semiprofesionales y acababan de ganar un torneo. Me dijeron que iban a pasar unos días en Wisconsin antes de regresar a Francia.

Eran amables, graciosos y buenos conversadores. Cuando les dije que mi amiga no había venido y que yo me iba a ir pronto, me convencieron para que me quedara un rato más. “Una copa más”, dijeron. “Te lo pasarás bien con nosotros”.

Nunca entendí por qué las víctimas se culpan a sí mismas hasta que me vi en su misma situación

No soy capaz de explicar por qué me pareció una buena idea irme de copas con tres hombres que acababa de conocer. No tenía ningún interés especial en ninguno de ellos, ya que el guapo me había dicho que estaba prometido y los otros dos solo iban a estar unos días en la ciudad. Simplemente, me habían dado un motivo para quedarme en la discoteca y me alegraba no estar sola en la barra.

Me estuvieron hablando de sus viajes por Francia con el equipo. Uno de ellos era un humorista nato y conseguía soltar un comentario gracioso tras otro. Me lo estaba pasando bien y me alegraba de haberme quedado un poco más. A lo que me di cuenta, eran las 2 de la mañana.

“Vente a nuestra habitación y tomamos otra copa”, me propusieron. A esas alturas, yo ya me sentía una más del grupo y estuve planteándome aceptar, pero sabía que ya había bebido demasiado y que era hora de volver a casa. “No, gracias, voy a llamar a un taxi”, les respondí. Mis tres nuevos conocidos franceses me detuvieron y señalaron el edificio de al lado: “Nuestra habitación está en este hotel. Puedes llamar al taxi desde nuestra habitación y tomarte algo mientras esperas a que llegue”, propuso uno.

Me lo pensé un segundo y dije: “Venga, vale”.

Es una decisión de la que me arrepentiré el resto de mi vida.

En cuanto entramos a su habitación, uno de los hombres fue a por la cubitera y otro a por las botellas de licor. ”¿Qué te apetece?”. Pedí un wiski con refresco de lima.

Quince minutos después, sentada al borde de la cama, me empecé a encontrar rara y noté que no aguantaba despierta. Tenía la visión borrosa y sabía que algo iba mal. Me puse en pie para salir de la habitación, pero no llegué a la puerta. La cabeza me zumbaba y la habitación giraba a mi alrededor. De alguna forma, conseguí ponerme a gatas y arrastrarme un poco más. Uno de los hombres se interpuso entre la puerta y yo: “Déjame ayudarte”.

No sentía nada, pero lo veía todo. No era capaz de moverme ni de hablar

En mi siguiente recuerdo ya estaba en la cama de la habitación, inmóvil, viéndome como si fuera una espectadora. Un hombre a mi derecha sujetándose el pene, el de la izquierda quitándome los pantalones. Hombres hablando en otro idioma. Risas. Y luego, nada.

Me desperté varias horas después. Mi blusa estaba abotonada por abajo, pero no por el pecho. Mis bragas estaban retorcidas y a medio quitar. Había dos hombres dormidos en la cama. El tercero se había ido. Cogí mi bolso, salí rápido de la habitación y fui a recepción a pedir un taxi. Estaba temblando y notaba un sabor metálico en la boca. No sabía qué había sucedido, pero los fragmentos que me venían a la mente me atormentaban.

Cuando llegué a casa, me di una ducha, examiné mi ropa y traté de recomponer el puzle de lo sucedido en el hotel. Tenía una laguna de dos horas que no conseguía rellenar. Estaba furiosa conmigo misma por haberme puesto en esa situación. ¿Cómo había podido ser tan estúpida para entrar a una habitación de hotel con tres hombres que apenas conocía?

Me sentía humillada y avergonzada y decidí no contarle a nadie lo que me había pasado. Me daba igual que no hubiera sido decisión mía tener relaciones con esos hombres o que me hubieran drogado para conseguirlo.

El pensamiento que me rondaba la mente era que había sido una irresponsable por haber propiciado esta situación. Necesitaba eliminarlo de mi mente y no volver a cometer nunca más una imprudencia así.

Pero no se puede borrar un pensamiento así. Los pensamientos negativos seguían acudiendo a mi mente. A lo largo de los meses siguientes, la vergüenza tomó las riendas de mi vida. Me sentía sucia, mala persona, echada a perder. Fui a ver a una psicóloga e incluso entonces me dio vergüenza contarle lo que me había pasado por miedo a lo que pudiera pensar de mí. Cuando por fin me atreví, su primera pregunta fue por qué había entrado a esa habitación con los tres hombres. Me puse en pie como un resorte. Bastantes veces me había hecho yo esa misma pregunta ya. Abrumada y enfadada, di por acabada la consulta y me fui.

Las violaciones inducidas por drogas han aumentado a lo largo de los últimos 20 años

Nunca entendí por qué las víctimas se culpan a sí mismas hasta que me vi en su misma situación. Primero nos culpamos durante la violación y después nos seguimos culpando a través de la vergüenza, que no nos debería pertenecer a nosotras, sino a los agresores. En mi caso, se debió en parte a que me enorgullecía de ser una “buena mujer”, una persona decente que no iba a habitaciones de hotel con desconocidos. Estuve tan obsesionada con las cosas que hice mal que me pasé años atrapada en un círculo vicioso de autodesprecio, creyendo, en cierto modo, que me lo tenía merecido.

Desde entonces, me volví extremadamente vigilante para asegurarme de que no le transmitía el mensaje equivocado a ningún hombre. Apenas tenía citas y, cuando las tenía, me pasaba los siguientes tres años de celibato. Me sentía indigna y desconfiaba de los hombres, lo que me llevó a sabotear mis posibles relaciones antes incluso de que empezaran.

Empecé a buscar información sobre agresiones sexuales, violaciones y drogas para entender sus efectos. Descubrí, por ejemplo, que en Estados Unidos se produce una violación cada 73 segundos, y que las violaciones inducidas por drogas han aumentado a lo largo de los últimos 20 años por lo fácil que resulta introducir sustancias en las bebidas de las víctimas. Leí a muchas mujeres que hablaban sobre la culpa y la vergüenza que las seguían atormentando en vida, una situación con la que me sentía identificada.

En un nivel, sabemos que nos han violado, pero enseguida nos centramos en otro nivel, en las cosas que hicimos “mal” nosotras: nos metimos en esa situación, bebimos demasiado, ibamos demasiado provocativas, enviamos el mensaje equivocado al ser demasiado amables, no nos resistimos suficiente... La lista no termina. Pero por esas mujeres sentí algo distinto: empatía, compasión y admiración, sentimientos que yo misma no me permitía tener.

Ya han pasado 15 años desde aquella noche en el hotel. Volví a hacer terapia (con una psicóloga distinta y fantástica) y descubrí que, aunque me había culpado durante todo este tiempo, no tenía por qué seguir haciéndolo. Me sentí empoderada.

Recuerdo una frase de Maya Angelou: “Las cosas que me suceden me pueden cambiar, pero me niego a que me minimicen”. Ese pasó a ser mi lema. Empecé una rutina diaria de oraciones, meditación y ejercicio; poco a poco, me deshice de esa capa de vergüenza que me asfixiaba.

A día de hoy sigo pensando que debería haber tomado otras decisiones aquel día, pero ya no acepto ninguna responsabilidad por el crimen que sufrí. Ahora solo me responsabilizo de mi recuperación.

Hace unas pocas semanas, tuve una conversación con una mujer que había sufrido abusos graves del hombre que había sido su pareja durante siete años. Me contó lo que había hecho para que su novio se enfadara tanto con ella y la maltratara: “Me emborrachaba”, me contó. “Me portaba como una verdadera capulla”.

Seguidamente, de mi boca salieron unas palabras que ahora sé que son ciertas: “Escúchame bien: me da igual lo borracha que estuvieras. Me da igual lo capulla que fueras. No te merecías lo que te hacía. Nunca. No es culpa tuya”.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.