De cómo la aplicación de la ley puede resultar contraria a la causa de la justicia

De cómo la aplicación de la ley puede resultar contraria a la causa de la justicia

Un forense debería saber que una enfermedad mental es, muy a menudo, causa de un sufrimiento superior al de la enfermedad física; de más difícil tratamiento, incluso sin el rechazo a la ayuda médica con el que se manifestaba la enfermedad en Isabel, la paciente que pidió ayuda a su hijo para morir.

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La Audiencia Provincial de Zaragoza acaba de condenar a dos años de cárcel a Ignacio S. por haber ayudado a suicidarse a su madre, Isabel. La sentencia rebaja las peticiones del fiscal: nueve años inicialmente, luego seis. Comparada con la durísima petición del Ministerio Fiscal, la relativa benignidad de la sentencia pudiera trasmitir una sensación de cierto alivio, máxime porque, al carecer Ignacio de antecedentes penales, queda en suspenso su ingreso efectivo en prisión.

Sin embargo, hay en el proceso y en la sentencia misma varios elementos que generan honda preocupación. En primer lugar, resulta muy preocupante la falta de sensibilidad y sintonía ciudadana del Ministerio Fiscal, al parecer empeñado en hacer recaer el máximo peso de la ley sobre un ciudadano cuya conducta dista mucho de merecer el rechazo de una opinión pública bien informada. Este caso ilustra una realidad conocida: de la aplicación rígida de la ley puede seguirse una injusticia.

Procede preguntarse si la actuación de Ignacio con su madre es rechazable para la sociedad. Si realmente Ignacio ha producido un daño a su madre cumpliendo su voluntad de ayudarle a morir. Para valorar las intenciones del hoy condenado, vale conocer la opinión que sobre los hechos traslada la sentencia (condenatoria, no lo olvidemos).

Reconoce la sentencia que es "el sentimiento de cariño y respeto a la persona unida por la relación parental, y no el desprecio hacia ella, lo que llevó al procesado a causar la muerte de su madre, muerte encaminada a cumplir la voluntad de aquella para acabar con su sufrimiento". Considera la sala que resulta "estremecedor el relato del procesado" narrando la conversación mantenida con su madre "poco antes de iniciar la ejecución del suicidio, conversación en la que ambos se manifiestan recíprocamente su amor, expresando Isabel lo bonito de su muerte acompañada de su hijo, que de ningún modo deseaba que su madre muriera en soledad". Más aún, certifica la sentencia que "el procesado hizo lo que su madre le pidió, y actuó en la creencia de que era lo mejor para ella, acompañándola en el último momento, como cualquier hijo desea hacer con su madre, para crearle un ambiente de felicidad y paz, pues como afirmó Ignacio, le dijo que era una buena madre porque eso era una cosa que a Isabel le gustaba oír". Llega la sentencia a definir la actuación de Ignacio con su madre "casi como un acto de amor".

Hay más. Una vez fallecida Isabel, tras velarla durante toda la noche, fue él mismo quien puso en conocimiento de la policía lo ocurrido. Como la sentencia reconoce, de no ser por la confesión de Ignacio, al no existir ningún indicio de violencia, la muerte habría aparecido a lo sumo "como suicidio en el sentido mas genuino del término, es decir, obra solo de la difunta, y haber llevado desde el inicio de la instrucción a un sobreseimiento, lo que no sucedió porque el procesado no pretendió ocultar lo ocurrido y desde un primer momento confesó los hechos y su participación en ellos, facilitando extraordinariamente su investigación, la tramitación de la causa contra él y ahora su condena".

La confesión de Ignacio no pretendía buscar el atenuante sino asumir el resultado de sus actos, sin disimularlos. Su intervención, solicitada por su madre fue sin duda una carga enorme. Tuvo que hacerse violencia a sí mismo para darle a su madre lo que pedía y necesitaba. Actuó resolviendo generosamente un conflicto entre hacer lo que su madre le pedía y ayudarla o poner por delante su propia seguridad. Decidió lo más generoso y asumió el mal que pudiera traerle ese acto de amor, sin casi: un amor filial que fue el último y mejor acompañamiento de Isabel en su liberación.

Desde un punto de vista no jurídico, meramente humano, lo inexplicable es que a la vista de la consideración que les merecen las conductas de Ignacio, los magistrados se limiten a estimar la existencia de atenuantes que llevan a una reducción significativa, pero no total de la pena, en lugar de estimar la eximente de haber obrado bajo estado de necesidad.

En todo caso y sin disminuir en absoluto la gravedad que desde un punto de vista ciudadano tiene lo comentado hasta este momento, alcanza el grado de verdadero escándalo el rechazo de la sentencia a encuadrar los hechos en el "subtipo atenuado del artículo 143.4, que se basa en la concepción de la llamada 'muerte digna' y entra de lleno en la controversia sobre la eutanasia". Y hay que decir que, sin eximir completamente de su propia responsabilidad a los jueces, han sido los informes periciales forenses los causantes de este desatino que, dudo pueda ser explicado jurídicamente, pues la redacción del artículo 143.4 es clara en las condiciones para la atenuación. En todo caso, no puede justificarse en absoluto desde el punto de vista médico.

Del enorme temor y sufrimiento ocasionado por el miedo da idea, a cualquiera que no lo mire desde la soberbia, el enclaustramiento en su domicilio durante nada menos que 10 años.

La negativa de la sala, la asociación del precepto con la idea de muerte digna y el referirse a la eutanasia en términos de "controversia", siendo así que cuatro de cada cinco españolas y españoles se han manifestado y se manifiestan a favor de la eutanasia, sin distinción de creencias ni afinidades políticas, lleva a preguntarse si el rechazo al tipo del 143.4 no traducirá un interés en ladear la cuestión. Veinte años después de redactarse, el artículo sigue sin aplicarse a día de hoy.

Tal vez, sin ese rechazo a entrar en una materia comprometida, el tribunal habría tenido más facilidad para llega a una sentencia meramente simbólica pues la pena para las conductas del 143.4 son menores hasta en dos grados a las del 143.3 por el que condenan a Ignacio. Ya digo, aplicando los dos atenuantes del caso: la familiaridad (que el fiscal calificaba como agravante) y la confesión espontánea a la que nada, salvo su conciencia, le obligaba, la pena no llegaría ni a simbólica.

Lo cierto es que, quisieran o no eludir "la controversia sobre la eutanasia", el informe pericial de los forenses no permitía, sin contradecirlo, aplicar el tipo del 143.4. A mi juicio los forenses son directamente responsables de la condena a dos años de cárcel de una persona que, queriendo lo mejor para su madre, y respetando su voluntad y criterio respecto a lo que ella consideraba lo mejor para sí misma; venciendo todas las resistencias de su propia conciencia, prefirió el bien de su madre -el fin de sus sufrimiento- al suyo propio. No son muchos los hijos capaces de esta generosidad.

Según los forenses, Isabel no sufría "una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar". Según ellos "las úlceras padecidas por Isabel eran tratables médicamente para llevarlas a una clara mejoría", "y los dolores de espalda no consta que fueran insufribles y también eran tributarios de un tratamiento paliativo".

La "total contundencia" del informe adolece de varios defectos. El menor, no darse cuenta de que aunque su docta opinión profesional fuera acertada, que no lo es, Ignacio no podía en modo alguno llegar a la misma conclusión. El más grave, ignorar la enfermedad principal de Isabel que, según la sentencia, padecía una enfermedad mental "que le provocaba una paranoia con ideaciones persecutorias, considerando que era constantemente vigilada y perseguida por personas no determinadas, focalizando además sus temores en el colectivo médico, debido a lo cual se negaba a recibir cualquier asistencia facultativa".

La enfermedad mental era tan invalidante que "evitaba salir de la vivienda, habiendo permanecido en ella durante los últimos diez años sin abandonarla, ni siquiera para asistir al sepelio de su hijo fallecido". No puede excusarse tal falta de rigor. Un forense debería saber que una enfermedad mental es, muy a menudo, causa de un sufrimiento superior al de la enfermedad física; de más difícil tratamiento, incluso sin el rechazo a la ayuda médica con el que se manifestaba la enfermedad en Isabel.

Del enorme temor y sufrimiento ocasionado por el miedo da idea, a cualquiera que no lo mire desde la soberbia, el enclaustramiento en su domicilio durante nada menos que 10 años. El no permitir, a causa de su enfermedad, la ayuda médica es un buen ejemplo de cómo los cuidados paliativos no solucionan todas las situaciones. Un reto profesional que, en el informe pericial se solventa ignorándolo. Como en el dicho del sabio señalando la luna, los forenses miraron la úlcera en lugar de la persona que la sufría. Un error médico demasiado frecuente como para no denunciarlo públicamente.

Termino con la nota de suicidio de Isabel a quién, por cierto, nadie negó ni siquiera al final, su capacidad para decidir autónomamente:

"Por culpa de no estar legalizada en España la eutanasia, he tenido que hacérmela yo, ¡qué triste y doloroso! El motivo es que no puedo aguantar más el dolor que me producen las extrañas heridas que tengo en la pierna derecha. ¡Ojalá los que me han hecho esto, lo pasen peor que yo!".

Ella no supo determinar su verdadera enfermedad; los forenses tampoco.