De la muerte y otros dilemas

De la muerte y otros dilemas

Hace dos años, un hombre me apuntó con un arma a la cara.

Masked robber with gun aiming into the camera against a black background. Man with a gunSergey Nazarov via Getty Images

Hace dos años, un hombre me apuntó con un arma a la cara. Escuché el pestillo del seguro abrirse con un sonoro clic y, en un pensamiento vertiginoso, pensé que la bala que guardaba la recámara llevaba mi nombre. No lo pensé así, claro está. Nadie tiene ideas tan claras y poéticas en mitad de una situación semejante. Pero sí tuve la nítida sensación que estaba a punto de morir. Que no había escape, excusa o incluso, una capitulación final. Que ese hombre desconocido, de pie frente a mí, con el rostro sudoroso y los ojos desorbitados de furia, tenía la decisión final sobre mi vida. Que la tomaría y me mataría, sin recordar después por qué lo hizo. O incluso mi rostro. De manera que pensé “voy a morir”. Una imagen blanca e infinita que pareció extenderse por el mundo. Me quedé petrificada, con el miedo convertido en un nudo rojo en el pecho y esperé lo que vendría. Mirando el cañón con los ojos muy abiertos y asombrados. Porque la muerte te deja sin tus máscaras favoritas, sin nombre y sin edad. Sólo eres tú, en medio de un espacio de tiempo infinito, aguardando que ese minuto eterno acabe.

Me encontraba en medio de un asalto en un trasporte público. Podría ser cualquiera pero el desconocido me apuntó a mí y decidió que ese podía ser el último día de mi vida. Al final, gruñó, me dio un empujón y siguió adelante. Gritó al resto de los pasajeros. Unos minutos después, el vehículo se detuvo y la multitud de pasajeros se derramó en la calle, gritando y llorando. No recuerdo haber tomado la decisión consciente de haber bajado también, de haberme unido al coro de risas, llantos y terrores de aquel grupo de sobrevivientes a la violencia cotidiana de mi ciudad. Pero me encontré corriendo, sollozando a gritos, con los dientes apretados. Y tan asustada. Tanto que dolía. Tanto que de pronto nada fue igual ni en mi mente ni en mi manera de ver el mundo.

El mundo contemporáneo está obsesionado con la vida en la misma proporción que con ocultar el hecho de la finitud del ser humano

Pienso en esa sensación con frecuencia. En esa sensación dolor después de una tragedia que no llega a suceder. Lo hago, mientras intento comprender qué ocurre en mi vida, en mi mente, luego de una experiencia semejante. En cómo pudo afectarme esa comprensión completa y profunda de mi mortalidad y el hecho radical, que de hecho, moriré alguna vez. Son ideas en las que casi nadie piensa o no con tanta frecuencia como deberíamos. Mucho menos, desde la perspectiva de que la muerte es quizá la única circunstancia inevitable y definitiva a la que cualquiera puede enfrentarse.

¿Cómo sobrevives a esa conciencia de la muerte? Es una reflexión complicada, sobre todo cuando vives en una cultura que trata de no mirar la muerte o, al menos, de ignorar su realidad física cada vez que puede. El mundo contemporáneo está obsesionado con la vida en la misma proporción que con ocultar el hecho de la finitud del ser humano. Como si la vejez, la debilidad y, al final, la mera desaparición física fueran situaciones dolorosas que deben ocultarse de la mejor manera posible.

El médico austríaco Hans Selye describió el estrés como la expresión de reacciones emocionales incontrolables como el miedo, provocadas por nuestro intento de adaptarnos a situaciones peligrosas. Cuando esa reacción se hace desproporcionada e insostenible, entonces Selye sugiere que el individuo huye, se evade, intenta retraerse de la situación, manejarla desde la distancia. Pero de no lograrlo — y el estrés convertirse en una visión constante e inevitable — que el individuo debe enfrentar sin instrumentos psíquicos que le permitan sobrellevar y hacer tolerable la situación, entonces merma su capacidad de respuesta. Se convierte en un padecimiento crónico, que no sólo afecta el comportamiento de quien lo padece, sino su percepción sobre lo que le rodea. Una reacción violenta y dolorosa que convierte a la realidad y sus implicaciones en el peor de sus enemigos.

La mujer que fui comprendió lo fugaz de nuestra permanencia en el mundo, y eso, creó a la mujer que soy

¿Le tememos tanto a la muerte que la ignoramos? ¿Miramos hacia otro lado? ¿La observamos con recelo? Hace poco el estreno de la película Soul, de Pete Docter, trajo el tema a colación. De pronto, un considerable número de padres se sintieron incómodos por tener que explicar a sus hijos el hecho de la muerte, del más allá, los conceptos trascendentales. O al menos, asumir su existencia. ¿Es el reflejo de una época que aspira a la eterna juventud, belleza ideal y una vida de infinito hedonismo? No lo sé, pero al parecer la mera posibilidad de morir, de romper la percepción idílica sobre la vida, provoca una sensación de desasosiego tal como para que una película de fantasía provoque una reacción de pura desesperanza.

A veces, recuerdo esa escena como un fragmento de la vida que alguien que ya no existe. La mujer que fui comprendió lo fugaz de nuestra permanencia en el mundo, y eso, creó a la mujer que soy. ¿Qué tan válido es un pensamiento semejante? No lo sé, me digo con más frecuencia de la que admito. Pero ese es un recorrido profundo, excepcional y extraño por la psiquis colectiva que quizás, todos debemos atravesar.