De segmentaciones soberanas y repúblicas digitales

De segmentaciones soberanas y repúblicas digitales

¿No son todos esos supuestos constitutivos de una amenaza grave, real y efectiva contra la seguridad pública?

Independentistas catalanes utilizando la web de Tsunami Democratic. LLUIS GENE via Getty Images

Las segmentaciones de Internet, ese propósito jovial de quienes ven en la madurez de la red el momento de producir sus pequeños “internets” soberanos, aislados y propios, es el resultado de concebir Internet como una infraestructura esencialmente pública cuya sustitución permitirá la construcción de un “sujeto soberano absoluto” en la comunicación digital. ¡Qué enorme autoengaño!

En el nivel práctico, los posos de tanta solemnidad política, el resultado de toda esa palabrería no es más que la posibilidad de hacer una aleación de publicidad política y… en el más evolucionado de los casos, la instalación arbitraria de DPIs (Deep packet inspection) para saber qué pasa por los cables y decidir qué hacer con ello, hacer de la neutralidad de la red una especie de goma de mascar a la medida de las obsesiones del régimen que se trate. 

A un nivel más barato, aunque filosóficamente en el mismo plano, siempre que se disponga de suficiente concentración de violencia se pueden buscar, cortar y desenchufar cables. Los apagones de Internet y el “estrangulamiento” de determinadas aplicaciones, que normalmente sirven de soportes para redes sociales, están cada vez más a la orden del día en Africa (Zimbawe, Congo…), y son algo más sencillo que el espionaje generalizado, perfilación, monitoreo y censura a los ciudadanos.

Sin embargo, el mundo postindustrial no descansa en la escala del consumo interno, sino en la posibilidad de reexportación a mercados desarrollados, lo que implica la concurrencia entre empresas, estándares globales de producción e intercambio (no sólo de información) y cooperación internacional intensa. Es decir, exacta y conceptualmente lo contrario que los feudos digitales: las redes abiertas.

Las verdaderas regiones de Internet las conforman esencialmente las composiciones morales que en cada momento se imponen en un determinado Estado y su capacidad de imponerse por medio de leyes a los operadores e intermediarios, sin llegar a estrangularlos, pues eso les echaría del juego. 

Un paradigma en el avance del espejismo de las soberanías digitales es la reciente ley rusa popularizada como ‘ley de soberanía de Runet’ (el espacio cultural rusoparlante de Internet). Es una norma modelo, al estilo chino, pero con más declaraciones que capacidad de realización o de producir certidumbres. Prevé la creación de algún tipo de infraestructura pública evitando la dependencia absoluta respecto de los operadores privados para un supuesto de “ataque externo”. Como siempre, toda segmentación de la red habla del enemigo externo y en este caso “la naturaleza agresiva de la Estrategia Nacional de Ciberseguridad de los Estados Unidos adoptada en septiembre de 2018″.  

La norma rusa habla de un recurso, todavía mágico y secreto, fundamental consistente en la creación e instalación de los “medios técnicos para contrarrestar las amenazas” (TSPU). Nadie con quien he podido hablar al respecto ha sido capaz de ascender a ese plano precientífico de la realidad digital por lo que de momento se trata de un problema todavía especulativo y filosófico más que realizable.  

Toda tecnología política es su propia doctrina. Lo demuestra el caso chino, que ha aunado esfuerzos financieros enormes y las consecuciones de una cantidad muy importante de excelentes ingenieros para crear lo que no puede nadie negar que es la máxima expresión de la segmentación soberana en Internet. Toda afirmación soberana en la Red conduce a la identidad entre soberanía y control del intercambio y creación de información en un espacio político. El Gran Firewall chino brilla en la noche mental de los que quieren su “propio” Internet, sus territorios soberanos digitales, y es uno de los grandes paradigmas políticos y tecnológicos del planeta.

¿Y en occidente? La Red es un territorio reglado. En algunos aspectos una colección de libertades si no frustradas cada vez un poco más lejos del usuario. En Reino Unido la Cloud Act y el acuerdo británico estadounidense permiten que Reino Unido o los Estados Unidos intercepten las comunicaciones de personas ubicadas fuera de dichos Estados, si dichas comunicaciones se “enrutaron” a través de proveedores con sede en alguno de esos estados. 

En Alemania se ha consolidado, para quedarse, la ‘NetzDG’ una ley que en 2017 ya hizo que el representante especial de las Naciones Unidas para la Protección de la Libertad de Opinión, la criticara por ser incompatible con las declaraciones internacionales de derechos humanos, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Francia, sin embargo, no duda en secundar la vía alemana para fortalecer las obligaciones de detección, notificación y eliminación de contenido ilegal en Internet.

El verdadero estado de excepción digital es el millonario esfuerzo del Gobierno catalán para la recreación electrónica de unas instituciones públicas en guerra.

España vive una doble crisis. Una intranet financiada con dinero público por una administración autonómica para oponerse a la legalidad constitucional del Estado, denominada República Digital Catalana. La intranet, que necesariamente pasa por los cables de Telefónica para salir de la Península, acaba en servidores de países opacos fiscal o legalmente. La república digital, como segmento político, está fuera del marco legal de la Unión Europea, de las Naciones Unidas, del espacio Schengen, de la WTO, de la OTAN, del euro… Un territorio cuya legalidad parece concebida en el despacho de los abogados de un cártel del narcotráfico. No me adentro en el problema de la servidumbre voluntaria que ya lo planteó con la mayor lucidez Spinoza: “¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se tratase de su salvación?”. Muchos ciudadanos en el ejercicio de su libre opinión política han canalizado sus datos personales a esos servidores sin garantías, ni siquiera la más elemental de que estos no se vendan o cedan para sufragar los gastos o las obligaciones, del tipo que sean, del día a día de un directorio republicano.

Una respuesta del Estado es el Real Decreto-ley 14/2019. Me preocupa el elemento artificial y amañado en el debate sobre el que se ha llamado Decretazo Digital. Porque la predicación a veces histérica en torno a un supuesto 155 Digital sólo añade hipocresía a los vicios de lo que ya existía en nuestra normativa, (y de manera generalizada en occidente) y camuflaje al pozo negro que jurídicamente es la denominada república digital.

El primer problema que aborda ese decreto es la gestión de datos personales por los poderes “insurgentes” de turno. Limitar su disponibilidad total en marcos desregulados y su gestión opaca que permitiría la creación o modificación de identidades y su vinculación automática y autónoma a decisiones de contenido político, jurídico o económico es imprescindible. ¿Es que este problema sólo le importaba al Gobierno? No hablaré bien de ningún gobierno, pero no serviré en el coro de mudos que la intranet secesionada necesita como combustible.

El segundo gran problema y motivo de escándalo ha sido añadir a la seguridad pública, que ya estaba en nuestro marco jurídico de las telecomunicaciones, el supuesto específico de orden público, esto es: atentado, desordenes, sedición… ¿no son todos esos supuestos constitutivos de una amenaza grave, real y efectiva contra la seguridad pública? Pues bien, si ese supuesto existía en la redacción anterior de la Ley 9/2014 (la seguridad pública), me temo que el pecado es el de redundancia. La redacción anterior (desde 2014) del art. 4.6 de la Ley General de Telecomunicaciones y que fue combatida por mucha gente desde antes de nacer pero no, precisamente, por Esquerra Republicana, ni por Convergencia, ni por el PP (que entonces gobernaba), ni el nacionalismo vasco de ambos extremos que tragaron y la hicieron con gusto tragar al resto del país en el Congreso. El problema está en la Ley de Telecomunicaciones y nace cinco años atrás. ¿Por qué no la atacan?

Sorprende, asimismo, que haya sido más polémico el real decreto que la exportación institucional masiva de datos de carácter personal (¿por qué no se querellan?) y que los que dieron la luz a la norma original, todavía intacta, grave, pasen ahora como agraviados.

¿Dónde estaba el bloque predicador y ofendido cuando el nacionalismo catalán creó  la Ley 22/2005, de 29 de diciembre, de la comunicación audiovisual de Cataluña verdadera constitución del control, por parte del ejecutivo catalán, sobre contenidos multimedia en Cataluña, la materia del porvenir de la intranet distópica republicana?  Se lo diré: evitándose problemas. El debate con el Estado democrático es menos peligroso que batirse en las charcas del nacionalismo.

El verdadero estado de excepción digital es el millonario esfuerzo del Gobierno catalán para la recreación electrónica de unas instituciones públicas en guerra, inundando la red de un antagonismo natural, urgente, constitutivo, devaluando el valor de la convivencia y de la legalidad para destruir la comunidad política en España. Trasladando a estos tiempos y a estos lodos la pregunta paradigmática de Albiac: ¿Qué surge dentro de un sistema de representaciones fóbicas? La respuesta nos persigue, siniestra, desde las lecciones del siglo XX.

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