Después de la universidad, decidí hacerme agricultora

Después de la universidad, decidí hacerme agricultora

A menudo, la agricultura se percibe como una vía de escape a un mundo idílico o como un trabajo muy sacrificado para quienes no sirven para nada más.

AgriculturaBRIANA YABLONSKI

Cuando digo que soy agricultora, me miran con cara de desconcierto. No me crie en una granja. No soy un hombre blanco canoso de sesenta años con gorra. Soy una joven veinteañera con voz suave y complexión delgada.

Crecí en una pequeña ciudad de Pennsylvania, correteando por un campo de fútbol y leyendo libros hasta altas horas de la noche. Pasaba un montón de horas cazando cangrejos en los riachuelos, buscando salamandras bajo los troncos y preparando pasteles de tres pisos y ollas de salsas en la cocina.

Siempre me había interesado la comida y estar al aire libre, pero nunca pensé en la agricultura como una opción viable para ganarme la vida. Incluso estando en un entorno rural, mis profesores y orientadores me animaban a perseguir mis sueños estudiando farmacología, ciencias de los alimentos y ecología, de modo que solicité mi acceso a la Universidad Penn State, donde me propuse especializarme en bioquímica, aunque poco después cambié a ciencias de los alimentos.

Nunca puse en duda mi decisión de estudiar ciencias y saqué unas notas excelentes en química y biología el primer año. Fuera de las clases, me rodeé de un tipo de gente que no había en mi ciudad: personas interesadas en cultivar amistades en quedadas al aire libre.

Con el apoyo de estos nuevos amigos, me pasé todo el verano de después de mi primer año en la universidad durmiendo en una tienda de campaña, horneando pan en un hornillo portátil y preparando rutas de senderismo para el Cuerpo de Conservación Juvenil de Vermont. Cuando volví a la universidad en otoño, supe que quería pasar el resto de mi vida al aire libre, trabajando en la naturaleza, pero tardé otro año más en ahuyentar las expectativas de una carrera profesional más estable y típica y cambiar mi especialidad a agroecología.

Siempre me había interesado la comida y estar al aire libre, pero nunca pensé en la agricultura como una opción viable para ganarme la vida

Cuando empecé a estudiar las enfermedades de las plantas en clase, a calcular los nutrientes del suelo en un laboratorio y a identificar plagas de insectos en el campo, supe que había tomado la decisión correcta. Todavía no quería ser agricultora; quería ayudar a los agricultores como agente de extensión o investigadora, pero sentía que no podía hacerlo si no sabía realmente cómo era estar en su posición. Así pues, unos días después de graduarme, me mudé a una granja del norte de Virginia para trabajar.

A medida que cultivaba miles de kilos de tomates, plantaba cientos de verduras y asesoraba a clientes de Washington D.C., sentía que había aterrizado en mi trabajo ideal mientras mis compañeros de universidad vagaban sin rumbo por el mercado laboral.

Dos años más tarde, tras unas cuantas mudanzas, regresé a esa granja de Virginia y pasé ahí las dos siguientes temporadas de cultivo. A veces me entraban ganas de tener un trabajo que incluyera seguro médico y un horario fijo de 8 horas, pero eran pensamientos temporales y ocasionales.

Al final acabé aceptando que quería trabajar de agricultora durante mucho tiempo. Así pues, empecé a buscar un lugar en el que pudiera instalarme algo más que un par de años. A principios de este año, me mudé a Knoxville  (Tennessee), donde sigo trabajando en una plantación y he puesto en marcha mi propio negocio.

Lo único que importa cuando estoy ahí fuera es si puedo hacer el trabajo, no mi tamaño ni mi sexo

Ahora me siento bien cuando digo: “Soy agricultora”, pero no siempre ha sido así.

A menudo, la agricultura se percibe como una vía de escape a un mundo idílico o como un trabajo muy sacrificado para quienes no sirven para nada más. Súmale a esto que soy una joven millennial y no te sorprenderá que a menudo me miren con escepticismo o condescendencia.

Con 26 años y 5 años de experiencia como agricultora, ya estoy acostumbrada. Claro que es frustrante, pero no siento la necesidad de explicarle a nadie que soy agricultora porque ya me lo he demostrado a mí misma. Es mi medio para pagar las facturas, es el motivo por el que me levanto todas las mañanas y me encanta.

Aunque parezca que mi vida se resume en tener tierra bajo las uñas, tomates en los asientos de pasajeros del coche y plantas brillando por el rocío de la mañana, es todo eso y mucho más. A lo largo de los últimos años, he aprendido que cultivar vegetales de un modo sostenible para el planeta (y para el consumidor y el productor) requiere de múltiples habilidades.

He sido ecologista al pensar en cómo una plantación de trigo sarraceno atraería a los insectos polinizadores y depredadores. He sido química al calcular cómo afectarían determinados nutrientes al pH del terreno. Me he lanzado a la gestión de empresas al hacer inventarios y balances de pérdidas y ganancias. Por no mencionar todo el marketing que tengo que hacer para vender los frutos (literal) de mi trabajo. No dejo de aprender y ese es uno de los motivos por los que me gusta tanto ser agricultora.

A través de todo este aprendizaje y práctica, mi confianza ha crecido. He aprendido a valorar mi cuerpo y mi mente y he ignorado las preocupaciones que tenía antes por mi aspecto. Lo único que importa cuando estoy ahí fuera es si puedo hacer el trabajo, no mi tamaño ni mi sexo.

Un día me presenté en una granja de vacas dirigida por un hombre de unos sesenta años para cargar de heno la camioneta. Estaba sudando y me preguntaba si se reiría de mi aspecto, pero no fue así. Me dirigió al granero y me dejó ahí. “Ha venido a hacer esto, pues que lo haga”, pareció decir.

He trabajado muchos fines de semana y festividades mientras mis amigos y familiares se iban de acampada, viajaban o dormían

Los hombres de la plantación en la que trabajo me han apoyado mucho, sorprendentemente. Después de estar unos días a prueba para ver si era capaz de cumplir con mis tareas, mis jefes hombres (y las mujeres) han confiado en mí para plantar los alimentos que comerán muchas familias, lavar toneladas de tubérculos llenos de barro y conducir un tractor y un camión. Quizás sea porque el mundo necesita más agricultores, sean quienes sean.

Comprendo el motivo por el que muchos no quieren ser agricultores. Trabajar al aire libre todos los días implica empezar a pasar frío con las lluvias de noviembre y correr el riesgo de sufrir golpes de calor en agosto. Rara es la ocasión en la que no me duele una parte del cuerpo y a menudo tengo las manos y los brazos llenos de arañazos y sarpullidos. He trabajado muchos fines de semana y festividades mientras mis amigos y familiares se iban de acampada, viajaban o dormían.

Mis amigos más cercanos y mis familiares me han apoyado interesándose por lo que estaba cultivando en determinado momento y escuchándome cuando estaba frustrada por temas como el pobre crecimiento de mis lechugas. Hasta los desconocidos se muestran interesados cuando les digo que soy agricultora. Si siguen haciendo preguntas, les suelo contar algo sobre la siembra, la cosecha, el lavado y la venta de los vegetales.

Todavía quedan algunos escépticos. A veces preguntan si la plantación es propiedad mía y cuando les digo que no, responden con un “ah...” condescendiente. Esto siempre me choca, porque la gente no espera que todos los farmacéuticos tengan su propia farmacia ni que los colegios sean propiedad de los profesores.

Pero la incredulidad que más me ha impactado es la de los clientes. En el mercado, les puedo aclarar si un tomate ha crecido en el campo o en un invernadero túnel. Les puedo decir cuándo llegarán las zanahorias al mercado. Les puedo explicar el mejor modo de conservar el perejil. Aun así, siempre hay personas que me preguntan si pueden hablar con el agricultor (es decir, el hombre mayor que está conmigo en el puesto de venta).

Pese a estas ocasiones, ser una joven agricultora es una experiencia empoderante y gratificante en general. Me permite observar los frutos tangibles de mi trabajo y los clientes me dan las gracias. Hago tareas que tradicionalmente eran de hombres, como mover vallas, utilizar maquinaria pesada y comprar sacos de cemento. Y lo hago sin dejar de lado las partes de mí a las que les gusta vestir bien y escribir poesía.

Puede que no trabaje en una oficina con aire acondicionado ni tenga el plan de pensiones pagado por la empresa, pero no me arrepiento del oficio que he escogido. La agricultura me conecta con las personas y con la naturaleza, me hace apreciar el trabajo y el descanso y me proporciona una vía para seguir aprendiendo. Soy agricultora y no lo cambiaría por nada.

Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.