Disparar al independentista
Pablo Casado y Albert Rivera, a su llegada al debate electoral de Atresmedia. Juan Medina / Reuters

Los lamentables hechos del pasado domingo en la población sevillana de Coripe, en la que quemaron un muñeco que representaba ser Carles Puigdemont, ilustra no sólo el retroceso cultural que vive una buena parte de España, sino las consecuencias de apelar al odio al catalanismo, que han practicado durante años partidos políticos, medios de comunicación, cuerpos de seguridad y otros aparatos del Estado, y que se evidencia en la actual campaña con el obsesivo discurso de Vox, PP y, sobre todo, Ciudadanos. Es la derrota evidente de la clase política española para intentar solucionar el problema catalán, algo que jamás se conseguirá echando más leña al fuego. Y también, un valioso regalo para un independentismo que hace tiempo que no avanza (o se mantiene) por las virtudes de sus dirigentes, sino por el odio del adversario.

Lo de Coripe, más allá de un triste contexto festivo (no todo está justificado en aras de la tradición), es la enésima muestra que en España la caza del catalanismo (o, a veces, simplemente lo catalán) es utilizada con absoluta impunidad. Es el resultado de tantos años encendiendo la mecha para conseguir un puñado de votos, un incremento de audiencia o enterrar bajo la alfombra disputas internas y otras miserias. Disparar al independentista es un recurso fácil ante la evidencia de las limitaciones de diferentes sectores reaccionarios de la sociedad española. Ni en los años más duros del dolor generado por ETA se había odiado a los abertzales vascos como ahora se hace con los independentistas catalanes.

En política, nada es casual. Cuando en 2005, un derrotado Mariano Rajoy –con el objetivo de obtener nuevos apoyos– inició la recogida de firmas contra el Estatut de Catalunya, se empezó a cocer un caldo que explotaría años después, con la irrupción del procés. Era el populismo en estado puro: firmar contra los catalanes “que no quieren que seamos iguales”, una demagogia miserable que todavía utilizan, con evidente mala intención, los líderes de los tres partidos de la derecha, que han hecho del asunto catalán su principal arma electoral (¡cómo si España no tuviera suficientes problemas!). El CIS indica que “el asunto de Catalunya” figura en la octava posición de los principales problemas enumerados por los españoles. Pero para el trío de Colón parece ser el primero.

Ni en los años más duros del dolor generado por ETA se había odiado a los abertzales vascos como ahora se hace con los independentistas catalanes.

La gasolina que se ha vertido en España en los últimos años para criminalizar a los independentistas catalanes ha dejado tal magnitud de tierra quemada que se tardarán años –tal vez, generaciones– en recomponer la situación para favorecer un marco mínimo de confianza, sea cual sea la salida al conflicto.

Lo de Coripe es un episodio anecdótico, pero ilustrativo, del marco mental que se ha gestado en los últimos años. La quema del muñeco forma parte de la cultura del “¡A por ellos!”, las mentiras de Pablo Casado, el odio de Albert Rivera y la irresponsabilidad practicada en su día por Mariano Rajoy por ser incapaz de tratar un conflicto político cómo lo hacen los estadistas: con política.

Y, mientras tanto, hechos como este constituyen la mejor vitamina para un independentismo desconcertado políticamente, no sólo por la injusta y lamentable decisión de encarcelar a sus líderes –u obligarlos al exilio–, sino por la incapacidad de gestionar, con pragmatismo y los pies en el suelo, el valioso rédito conseguido en los últimos años. La mejor y más efectiva fábrica de independentistas no han sido los partidos que defienden estas tesis, sino la inacción, la demagogia y la irresponsable gestión realizada por una parte significativa de la clase política española. Ya ocurrió a finales de los ochenta, cuando Rodríguez Ibarra se dedicó a regalar diputados a un hábil Jordi Pujol cada vez que lanzaba una de sus sandeces contra Catalunya. Y se ha mantenido a lo largo de todos estos años en cada disparo al independentista que han practicado los dirigentes de los partidos españoles (del PP y Ciudadanos, efectivamente, pero también algunos del PSOE). Es la voluntad evidente que necesitan la bronca para mantenerse en pie… a pesar que ello implique alejar cualquier solución posible al conflicto.

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