El brazo a torcer

El brazo a torcer

No puedo dejar de preguntarme, con estupor, qué pinta Cervantes en todo esto.

.Carlos Alejándrez "Otto"

De las causas justas no siempre surgen buenas ideas. Tras el asesinato de George Floyd, asfixiado el pasado 25 de mayo por la rodilla de un policía de Minneapolis, la indignación de los ciudadanos sensatos se expresó mediante manifestaciones, asaltos a las comisarias implicadas y resistencia activa al toque de queda.

Más me cuesta comprender la lógica de los saqueadores, que castigan por su miseria a gente tan pobre como ellos (no es lo mismo asaltar un emporio que la tienda de un coreano), y que parecen empeñados en dar a Trump y su camarilla los argumentos que no tienen.

He sentido satisfacción (y envidia, qué coño) al ver a la alcaldesa de Minneapolis anunciando el desmantelamiento del departamento de policía al sentir que el racismo y el abuso se habían pegado a los uniformes como la leche al fondo del cazo olvidado sobre el fuego.

Y he recordado las hilarantes imágenes (si es que algo puede provocar la risa en medio del horror con que los narcos aderezan su puerco negocio) de la policía de Tijuana, desarmada por el ejército y equipada con tirachinas para patrullar.

La última ocurrencia, por ahora, de los airados ha sido la de arremeter contra las estatuas que glorifican a los sospechosos de racismo, explotación o colonialismo. Han caído efigies de generales confederados, de exploradores ingleses y franceses, de conquistadores españoles. Incluso en Bélgica parecen haberse enterado por fin del genocidio que el buen rey Leopoldo organizó en el Congo, aquella finca privada que unos bienhechores le regalaron. Al Manneken Pis se le cortaría la meada.

No pienso abrir el melón (que tiene toda la pinta de pepino) de la conveniencia de juzgar ahora hechos y actitudes de hace siglos, ignorando no solo la cultura y la sociedad en la que crecieron los prohombres ahora derribados, sino la esclavitud y la explotación que tienen lugar hoy en día y de la que nos beneficiamos cada vez que encendemos un móvil o nos calzamos unas deportivas.

Estoy dispuesto, si se tercia, a revisar la figura del gallego Colón (un tipo que dice irse a la India y acaba en Cuba, solo puede ser de paisano de Fraga), santo patrón de todos los males, y a sonreír con candidez ante la exhibición de incultura que supone meter a Junípero en tan podrido saco. Ni siquiera le perdonan que su nombre tenga la misma raíz que el enebro y su bendita hija, la ginebra.

Pero no puedo dejar de preguntarme, con estupor, qué pinta Cervantes en todo esto.

El único pecado del manco fue escribir una novela extraordinaria, parida a fuerza de desengaños y amarguras, en la que quiso despedirse de un mundo imposible por hermoso y dejar constancia de nuestra asfixiante cordura.

El Quijote, sentenció Byron, es el libro más triste del mundo, y lo más triste es que nos hace reír”.

El pobre Miguel ni siquiera se fue a hacer las Américas; no tuvo más opción que quedarse a soportar las Españas. 

No pienso relatar su vida, aunque la iconoclastia presente deja entrever que no es conocida, pero creo que coincidirán conmigo en que, si algo tuvo que ver con los explotadores, fue porque tuvo la cabeza debajo de su bota la mayor parte del tiempo.

Que no tuvo empacho en insultar a gitanos y judíos es cierto; pero también lo es que con mayor furia vareó a nobles y alguaciles. 

Y que textos como el parlamento de la pastora Marcela resuenan hoy en día frescos y audaces, como resuena la armadura del Caballero al interponerse para defender la libertad de la moza contra quienes pretenden cometer con ella la injusticia que la honra manda.

Ni siquiera el fantasma de Cervantes se ha librado de la dislocación. Sus huesos no reposan en el túmulo que merecen, sino que yacen perdidos en un convento de Madrid.

Y que la novela del Curioso Impertinente tira por tierra, un siglo antes, el absurdo honor calderoniano, que nos ha dejado versos hermosísimos y comportamientos insoportables que no logramos desterrar.

El elogio de las manos de Aldonza, las mejores para salar puercos, en el que algunos estudiosos ven una broma acerca de su posible origen morisco, se me antoja la risa franca del que está apegado a la tierra y sabe del día a día.

No he frecuentado a Cervantes tanto como quisiera, irracionalmente perdido en lo urgente, pero aún me sorprendo al encontrar en las Novelas ejemplares la defensa de la libertad individual, el apego a la diferencia y la vindicación de quienes padecen persecución por la Justicia.

Para que yo lo considere mi hermano, me basta aquel momento en que el loco libera a los galeotes porque “no es de hombres de bien ser verdugos de otros no yéndoles nada en ello”. Tiemblo emocionado ante tal declaración de humanidad, especialmente en días como estos, en los que sobran los que enarbolan el hacha ansiosos por decapitar a quienes ni siquiera conocen.

Mi colega David Torres recuerda a un profesor que afirmaba que el Quijote es una obra maestra, y que la prueba está en que aguanta lo que le echen. No solo las malas traducciones y las lecturas descuidadas que denunciara Borges; también las versiones para niños, para jóvenes, para jubilados, para esquimales… las películas infumables (Terry Gillian ha batido un récord que parecía imposible de superar), los musicales de Broadway, de la Gran Vía, de fin de curso… cómics,  títeres, manga japonés… la ascensión a la categoría de libro patrio en una patria que apenas lo ha leído... también la perversa invención de fragmentos con que apoyar causas políticas que no son ni lo uno ni lo otro.

Ni siquiera el fantasma de Cervantes se ha librado de la dislocación. Sus huesos no reposan en el túmulo que merecen, sino que yacen perdidos en un convento de Madrid. No hace tanto que unos sesudos investigadores se pusieron a cavar bajo un letrero que dice “Aquí está enterrado Cervantes” y, tras meses de remover tierra, llegaron a la conclusión de que algunos de los huesos hallados podían ser los del escritor.

O no, porque, mientras tanto, hay quien le ha negado nación, vida y lengua. Y no me refiero únicamente a la conspiración urdida por el Institut de Nova Historia, sino a algún que otro “estudioso” que niega que un hombre con semejante vida hubiera podido escribir tal libro. A él, al “estudioso”, no le habría dado tiempo si hubiera tenido que buscarse las lentejas como tuvo que buscarlas Miguel.

Lo que no sé es de dónde lo saqué yo para atender a semejante memo.

Los de mi gremio tenemos más de una deuda pendiente con Cervantes. Algunas de las informaciones que nos brinda en su novela resultan fundamentales para conocer las viandas que apenas engañaban al hambre del pobre y las que hartaban la ociosa panza del rico. Por él hemos sabido que el carnero era más apreciado que la vaca, sabia elección que hoy, sometidos a la tiranía del cordero lechal, hemos perdido (salvo en Portugal, donde todavía aprecian la huella del tiempo). No falta en la venta el bacalao, aquí nombrado “abadejo”, ni las verduras que crecían en las humildes ensaladas y que hoy desechamos (el jardín de Montpellier llegó a atesorar más de cuatrocientas hojas comestibles. En la actualidad, utilizar veinte se tiene por frivolidad intratable).

Ahora que son sus estatuas las que pagan el pato que Cervantes no comió, debiéramos pensar en erigir otras más acordes con el personaje.

A Cervantes le debemos la primera, si no me equivoco, mención al yogur que aparece en nuestra literatura. La exactitud con que describe su transporte en cuencos de piel me sorprende cada vez que me acerco a ella.

Paro, refrescándome, en las ensaladas. También es suya la alusión a la rúcula, común entonces, bajo el nombre de oruga.

Aunque no podemos saberlo todo. El desinterés y el esnobismo han borrado para siempre tesoros que nunca desenterraremos. Los duelos y quebrantos seguirán en la tiniebla del pasado por más que algunos, con mejor o peor criterio, especulen sobre la receta. Quienes los ornan de huevos revueltos se aventuran tanto como el Hidalgo en la cueva de Montesinos. Algo semejante sucede con el recientemente resucitado garum, cuya receta moderna tiene más imaginación  que especias.

Ahora que son sus estatuas las que pagan el pato que Cervantes no comió, debiéramos pensar en erigir otras más acordes con el personaje. Hago mía la propuesta de aquel viñador italiano que, consultado sobre un monumento que reconociera el trabajo de los suyos, sugirió que, si era de justicia destacar su esfuerzo, les pusieran el pedestal sobre sus castigados hombros.

“Más versado en desdichas que en versos”, así se retrató en el escrutinio de la biblioteca, Cervantes se vio obligado a bregar sin más apoyo que un manuscrito con el que viajó durante años y que le dio la fama que tanto buscara, pero no la tranquilidad que ansiaba. Aun así, nunca dio su brazo a torcer.

Solo tenía uno útil.

El apaleado Hidalgo, llevado de mala manera a su pueblo, exclama iracundo: ¡Calla, que yo sé bien quién soy!

Y en ese grito de rebeldía y de lucidez cabemos todos.

Dando la nota

Acerca de la estupidez y la crueldad gratuita que desplegamos en torno a las razas (como si no fuéramos todos, como los quesos, mezcla de mil leches), escribí hace tiempo este relato que no tengo por indigno y que ahora me atrevo a compartir con ustedes:

http://www.restauranteviridiana.com/cocinando-palabras/detalle/id/103  

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”