El corazón delator

El corazón delator

Sé que la Guardia Civil ha cambiado, pero no puedo olvidar el resquemor de aquellos años ominosos, de los que tanto nos queda por enterrar (y más aún por desenterrar) en que patrullaban incrustando el miedo en las entrañas de los campesinos...

-Carlos Alejándrez "Otto"

En pasados días hemos sabido de la última hazaña llevada a cabo por quienes luchan contra la inmigración ilegal: varios inmigrantes que intentaban atravesar la frontera española (quizás con la aviesa intención de dejar atrás el hambre y el miedo) fueron localizados entre la chatarra que atiborraba la caja de un camión.

Chatarra humana entre chatarra industrial. O, quizás más acertadamente, chatarra peligrosa entre chatarra que aún puede dar beneficios.

Llama la atención el énfasis con que los redactores de la noticia informan acerca de la tecnología utilizada por los captores, la Guardia Civil en este caso, que pudieron atrapar a los infractores de la ley de segregación (todas las leyes de segregación son en el fondo la misma, la que separa a los que no tienen nada de los que tienen algo y a estos de los que arramblan con casi todo) gracias a un eficaz mecanismo de escucha, capaz de discernir el latido de un corazón a través de las capas de materia con que se le separa de la luz y del aire. Milagroso artefacto desarrollado para buscar supervivientes entre ruinas que ahora sirve, (el genio humano no conoce límites) para evitar que puedan escapar los supervivientes de las ruinas que la codicia y el mercado, “amigos”, ha derribado.

Los infelices han descubierto que el corazón no se para por miedo, angustia o excitación. Eso no son más que metáforas. El corazón nos delata mientras sigamos vivos.

Como en el cuento de Poe, el latido de la víctima descubre al asesino. A diferencia de lo que ocurre en el magistral relato, ni al ejecutor le atormentan los remordimientos, ni los dedicados a la causa de la justicia se molestan en detener al verdadero criminal. Sé que ellos, los agentes digo, cumplen con la ardua tarea que la Ley les asigna; y me consta que no son pocos los que se enfrentan a su conciencia que, traspasando el filtro de la almohada, les indica que algo falla cuando persiguen al que padece y, en ocasiones, han de cuadrarse ante el agresor.

Los temidos guardias de entonces no necesitaban para mantener el orden más equipo que un triángulo de charol, un mosquetón y un bigote.

La imagen de la Benemérita manejando con destreza la tecnología más avanzada, persiguiendo por los callejones de la encriptación a los endemoniados hackers, pilotando vehículos de última generación o dirigiendo robots capaces de resolver cualquier desastre (excepto las paellas con que se agrede a los turistas por doquier. Ahí sí que reina el crimen impune)… decía que la imagen de los agentes del Cuerpo convertidos en guerreros espaciales o en miembros de la fuerza de Misión Imposible, se contradice con la que guardo desde cuando atalayábamos los caminos, (aún con el olor a pólvora de los últimos maquis) por si aparecía la pareja.

Al fin y al cabo, éramos chavales ávidos del fruto prohibido de las huertas ajenas y siempre dispuestos a zambullirnos en las someras pozas del Gévalo para extraer el plateado tesoro de los barbos.

Cierto que también sembrábamos de perchas el campo saltándonos cercas, lindes y vedas. No es que pretendiéramos abrir una sucursal de Galerías Preciados o Saldos Arias en los desmontes de la Jara. “Perchas” era el nombre que dábamos a los lazos trenzados con crines de caballo y que. estratégicamente colocados, se cerraban sobre el frágil pescuezo de perdices, tórtolas, palomas…

Más arriesgado era poner los cepos para que pisaran sus fauces de acero conejos y liebres. A veces, éstos se cerraban sobre las patas de los perros ajenos, y llovían las hostias.

En París, en las Galeries Lafayette, observé antaño un rótulo ubicado sobre las escaleras mecánicas que alertaba a las señoras de esta guisa: ”Cuidado con la punta de sus vestidos largos, los tacones de aguja y las patitas de su perro”. Mensaje que no habría desentonado en Robledillo, especialmente por los tacones finos.

Los temidos guardias de entonces no necesitaban para mantener el orden más equipo que un triángulo de charol, un mosquetón y un bigote; ni disponían de otro vehículo que un par de fatigados caballos, metafísicos como Rocinante, y tan ornados de mataduras que más de un fugitivo se detuvo, no por las amenazas de los agentes, sino apenado por los pobres rucios exhaustos.

Mis tíos, Feliciano, Fidel, Teófilo que ejercen para mí de memoria, como el bueno de Ceferino ejercía para Rulfo en El Llano en Llamas (qué suerte tuvo con el transcriptor) me relataron este oportuno chiste: el labrador que estaba hasta la boina de compartir la cosecha con las aves, plantó sobre la mies un espantapájaros improvisado con ropas raídas, todas lo eran.

El campesino, de tan verosímil, inspiraba más pena que miedo y los pájaros, impasibles, le cagaron encima.

Recurrió entonces al temor religioso (cada cierto tiempo pasaba por mi aldea un misionero flamígero por el que, de tan apocalíptico, suspendíamos las pajas) y con luctuosos retales vistió la cruz de palitroques con una especie de sotana remendada.

Ahora me atormenta la imagen de esos infelices mimetizados con la chatarra ardiente en plena canícula.

Ya fuera porque los pájaros eran ateos o por solidaridad cromática, el sembrado se le llenó de estorninos, tordos, grajos, mirlos… a los que tuvo que convencer a perdigonazos para que se marcharan.

Desesperado tiró de un par de guerreras raídas, les añadió unas cuerdas que pasaron por correajes y unos capirotes de cartulina que hicieron el papel de tricornios. Y los pájaros le devolvieron el grano.

Sé que la Guardia Civil ha cambiado desde entonces. Que hoy en día se ha constituido en un cuerpo de élite que tan pronto desmantela una red de traficantes como protege la caza o defiende a los ciudadanos en los rincones más peligrosos del planeta. Pero yo no puedo olvidar el resquemor de aquellos años ominosos, de los que tanto nos queda por enterrar (y más aún por desenterrar) en que patrullaban incrustando el miedo en las entrañas de los campesinos, persiguiendo como alimañas a quienes no se rindieron o convirtiendo en ley los caprichos del politicastro o del terrateniente.

Ahora me atormenta la imagen de esos infelices mimetizados con la chatarra ardiente en plena canícula. Qué historias de terror no habrán vivido, atravesando desiertos desde el infierno del Sahel hasta el Estrecho, para que, a unas pocas millas de alcanzar la anhelada Europa, los delate una insensible máquina.

Vengo repitiendo que soy cocinero porque siendo aún un mamoncete dije “ajo”. Y si algo tengo claro, es que jamás estuve preparado para guardia civil ni para fiscal.

De haber formado parte de esa pareja tecnológica, de haber escuchado el agitado latir de los ilegales, y guiñando un ojo a mi compañero, habría farfullado que el latir de la máquina sólo era el eco de nuestros fatigados corazones.

Dorothy y sus amigos han llegado por fin al castillo de Oz, donde el Mago bienhechor concede a cada uno el deseo que ha pedido

-Y para ti, Hombre de Hojalata, este corazón que tanto ansiabas…

-¡No jodas, tío! -exclama la lata de sardinas con piernas  emprendiendo la huida - ¿Qué quieres, que me pillen los picoletos?

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”