El deseo de vivir (no es tan obvio)

El deseo de vivir (no es tan obvio)

Para los romanos quitarse la vida era algo honroso, en la edad media un pecado, para nosotros una enfermedad.

LucidSurf via Getty Images

Ha aumentado la esperanza de vida. Se dice que viviremos cada vez más. La moral de la ciencia es esa, vivir más, pero el deseo de vivir, eso, es otra cosa. 

Para estar vivo hay que desear estarlo. No es algo que resuelvan los antidepresivos, porque suben la energía, pero no cambian las ideas, por lo tanto, en cierto tipo de casos pueden llevar a que lo primero que haga alguien deprimido al estar más despierto, sea intentar matarse. Esto ya lo advirtió en 2004 la FDA respecto de ciertos antidepresivos, por eso debe monitorearse su uso.

La preocupación por el suicidio se ha vuelto capital, hasta tiene un día mundial. De acuerdo a datos de la OMS, en el mundo hay alrededor de 800.000 al año, lo que representa algo así como una muerte cada cuarenta segundos; esto sin contar los intentos fallidos. En todo caso el suicidio ha existido siempre, y aunque cada época le otorgue su propio significado, como escribió Al Álvarez en El Dios Salvaje, de la autoaniquilación hay algo que nunca se puede comprender del todo. 

El oficio de vivir y las ganas de morir desbordan al lenguaje científico. 

El modo en que cada época interpreta el suicidio, habla de lo que entiende por ser humano. Para los romanos quitarse la vida era algo honroso, en la edad media un pecado, para nosotros una enfermedad. Si el significado de la desesperación puede reducirse a unos procesos químicos y a las estadísticas, es porque cada vez más se estrecha la idea de lo humano a una biología sin misterio, cuya cifra final es la recolección de datos.  Aunque nos duela el ego, porque a la vez son tiempos de individualismo, en que cada uno disputa por ser único y especial; pero el individualismo es el espejismo de suponer que por solos, somos libres de autodeterminarnos. 

Para los romanos quitarse la vida era algo honroso, en la edad media un pecado, para nosotros una enfermedad.

Pero al final todo lo que se puede decir sobre uno mismo se precipita con demasiada prisa en alguna categoría o algún decir preestablecido y homogéneo. Se puede ser “un millennial”, “un bipolar”, “un poliamoroso jerárquico”, o ser un triste dato de algún cluster vendido para publicidad sin que lo sepamos. Cosas que algo le dicen al mundo, pero no a una persona; en esto sigo a Barthes: los estereotipos son el lugar del discurso donde falta el cuerpo. Quizás por eso tantos se ven tentados a saltar, porque no hay espacio para lo singular.

Si el individualismo es pensamiento en masa (aunque se tenga una vida solitaria), lo singular, por el contrario, es la relación particular de cada uno a las cosas, que no cabe en las cifras mudas del big data ni tipologías psiquiátricas o categorías posmodernas; porque no es algo que se pueda cerrar en algo codificado. Es el campo de la experiencia y del deseo. Precisamente cosas que hoy están en peligro.

La destrucción de la experiencia es como las imágenes que circularon hace unos meses del turismo en el Everest. Una fila de gente –y basura– que bien podrían haber estado haciendo cola en la montaña o en el Costanera Center. O bien, nuestro eclipse farandulizado y saturado de información sobre cómo vivirlo. Solo en el momento en que se tapó el sol, hubo por fin silencio para experimentar algo.

Y es que hicimos la luz, pero perdimos la noche.

Quizás la única gran pregunta que va quedando es la de la muerte. Y al no tener respuesta, hay una obsesión por vivir hasta siempre. Pero esa vida extendida que buscamos es meramente la vida biológica, porque todo indica que lo que ya no queremos es vivir con deseo. .

Quizás la única gran pregunta que va quedando es la de la muerte. Y al no tener respuesta, hay una obsesión por vivir hasta siempre.

El deseo incomoda, porque nos arroja a lo ambiguo y a lo incierto. El deseo no cabe en la moral controladora del “hago lo que quiero”, con el cuerpo o con lo que sea. El deseo no se encuentra en esa versión de la libertad a secas, como si se tratara de usar al cuerpo, entre otras cosas, como si fuera un objeto, como si nada más importara. Se trata ante todo de decidir sobre la propia vida, que impone tomar una posición frente al destino, sin la seguridad del saber estandarizado. Que sea doloroso o no lo sea, depende, pero es existir. Mientras que cuando se rechaza el deseo y se cambia por certezas, entramos al campo de las compulsiones, o bien cuando se anestesia para no sentir, cruzamos la línea hacia lo mortífero de la depresión.

Los médicos salvan vidas, pero hay que ver cómo salvar al deseo. No se puede entregar todo el deseo al mercado o a la ciencia. El misterio del cuerpo es inconsciente, por eso lo humano suele ser una excepción a la regla.

Este artículo fue publicado originalmente en www.latercera.com.