El francotirador

El francotirador

A partir de los cuarenta años de edad, la frecuencia con la que el visor de su teleobjetivo apunta a nuestras cabezas se va haciendo más alta.

Red heart beat pulse electrocardiogram rhythm on blue cardio chart monitor background. Vector healthcare ECG or EKG medical life concept for cardiology or medical resuscitation illustrationAvector via Getty Images

Desde algunos unos años, tengo la sensación de que la posibilidad de un final repentino de la vida nos asalta con un componente de azar similar al de la presencia de un francotirador apostado en algún edificio cercano. Siento como la luz roja de la mirilla de su rifle se pasea por nuestras frentes, atreviéndose, demasiadas veces, a disparar con la impunidad que le otorga su carácter incontestable, a unas edades en las que aún no toca, pero pasa. De poco sirve el parapeto de los hábitos de vida saludables, comparable a la protección de un paraguas frente un tiro certero. Estamos a merced del capricho de ese pistolero que, sin previo aviso, sin explicación ni contemplaciones, decide a quién se lleva por delante. 

A partir de los cuarenta, la frecuencia con la que el visor de su teleobjetivo apunta a nuestras cabezas se va haciendo más alta. He visto de cerca como en ocasiones dispara solo para herir y recordarnos nuestra vulnerabilidad, permitiendo recuperaciones temporales. Otras en las que ha dejado secuelas tan crueles como una inmovilidad total repentina por una mielitis infecciosa, o progresiva por esclerosis múltiple, por ELA o por ictus. Pero es el cáncer el formato estrella con el que se presenta el francotirador cuando se trata de disparar a matar. La leucemia, el cáncer de hígado o el de páncreas se han cobrado la vida de amigos de menos de cincuenta años con un descaro de efectos inenarrables. Y a estas pérdidas intempestivas hay que sumar las esperadas, las de la generación que nos engendró, sucesos que sí llevamos años anticipando y para los que podemos estar más o menos preparados, aunque siempre nos conmocionen. 

A partir de los cuarenta años de edad, la frecuencia con la que el visor de su teleobjetivo apunta a nuestras cabezas se va haciendo más alta.

La tradición clásica ha utilizado numerosas imágenes para reflejar la vulnerabilidad y la fugacidad de la vida, desde el reloj de arena hasta las vanitas barrocas de calaveras, flores que se marchitan y velas que se apagan. Pero de todas ellas, hay una menos conocida que me parece más expresiva. Es la del homo bulla, la comparación de la vida con una burbuja de jabón, susceptible de desintegrarse al menor roce, como hacen los niños que juegan a explotarlas con la punta de sus dedos, solo por el placer de verlas estallar.

Escribo esto el día en el que el mundo celebra y recuerda a los difuntos, o se permite olvidarlos, enmascarándolos en esa tradición ajena y forzada que es Halloween. Me siento más cerca a la sensibilidad del Día de Muertos mexicano que se esfuerza por sumar la parodia, la belleza y el miedo al sentimiento de respeto y el homenaje por los familiares y amigos ya fallecidos. Se trata, quizás, de un intento de confrontar con todo el rango de sentimientos humanos posibles una experiencia para la que el lenguaje siempre se queda corto. El mensaje último de esta celebración mexicana, que fascina por su paradójica energía, es que nuestra única protección contra la muerte es vivir la vida. O como decía Freud, si vis vitam, para mortem, es decir, si quieres vivir, prepárate para la muerte. El francotirador acecha y lo único que podemos hacer en nuestra defensa es entregarnos a vivir con todas nuestras ganas.

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