El Holocausto contado por sus sobrevivientes: Primo Levi, Elie Wiesel, Jorge Semprún, Boris Pahor…

El Holocausto contado por sus sobrevivientes: Primo Levi, Elie Wiesel, Jorge Semprún, Boris Pahor…

Con motivo de los 75 años de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz recordamos a las millares de víctimas del nazismo.

Por Santiago Vargas

“Entonces, por primera vez, nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse”, Primo Levi.

Es un asomo mínimo al Holocausto nazi. Una descripción del horror, la vergüenza y el descenso al que puede llegar el ser humano para lo que en realidad no hay palabras que lo señalen y describan. El testimonio de Primo Levi y de tantos otros sobrevivientes nos permite apenas asomarnos a aquel infierno por la rendija de una cerradura.

Con motivo de los 75 años de la liberación del campo de concentración de Auschwitz este 27 de enero de 2020, WMagazín recuerda y rinde homenaje a sus millones de víctimas. Holocausto, Shoá, solución final o el infierno en la Tierra instalado por el régimen nazi de Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial en diferentes zonas ocupadas por los alemanes. Un genocidio judío, étnico, religioso, político y sobre personas con carencias físicas o enfermedades mentales que fueron llevadas a campos de exterminio bajo la responsabilidad de Heinrich Himmler.

Nuestro homenaje consiste en recuperar las voces y los testimonios que dejaron escritos algunos de los sobrevivientes. Las palabras de sus víctimas nos acompañan siempre y nos recuerdan el infierno, pero también la grandeza del ser humano a través de ellos. Hemos hecho una breve selección de pasajes de sus libros que nunca hay que olvidar:

Boris Pahor (Trieste, Imperio Austrohúngaro, 1913). Durante la Segunda Guerra Mundial colaboró con la resistencia antifascista eslovena y fue deportado al campo de conccentración de Natzweiler-Struthof, sobre los Vosgos. Varios años después volvió al lugar y escribió Necrópolis (Anagrama):

«Es absurdo, pero me parece que los turistas que vuelven a sus vehículos me miran como si de repente mis hombros hubieran sido cubiertos por una chaqueta de rayas y mis zuecos volviesen a triturar las piedras pequeñas del camino. Es una quimera incontrolada que confunde dentro de mí el pasado con el presente; pero no deja de ser cierto que hay momentos en los cuales el hombre emite un fluido invisible y fuerte que los demás perciben como la presencia de algo ajeno, extraordinario, que les sacude como un barco que topa con una ola inesperada. Quizá dentro de mí queden realmente algunos restos de mi pasado; y con esta idea procuro andar concentrado, pero me molesta que mis sandalias sean tan ligeras y mi paso mucho más ágil de como sería si llevara calzado de tela con la suela de madera gruesa.

La puerta de madera está recubierta con alambre de espino y cerrada como entonces. Todo está intacto, faltan únicamente los guardias en las torres de madera. Hay que esperar delante de la puerta. Sólo que ahora desde la caseta, hecha también de madera, viene un guardia que abre la puerta y deja entrar, en el establo sin alma situado en lo alto, a grupos de personas en intervalos regulares. Gracias a este orden en las terrazas del campo de concentración predomina una especie de recogimiento; el sol de julio controla persistentemente el silencio, roto sólo de vez en cuando por el eco de las palabras del guía, que resuenan como la voz entrecortada de un predicador resucitado.Efectivamente, el guardia me reconoce, lo cual me sor-prende porque no podía imaginar que recordaría mi visita de hace dos años. «Ça va?», me pregunta. Y esto basta para crear un ambiente de camaradería que rompe instantánea-mente todas las conexiones con el bullicio turístico. Es un hombre de cabello oscuro y feo. Es bajo, nervudo y ágil; si llevara linterna y casco, podría pasar por un auténtico minero. Pero es muy seco y todo indica que también testarudo; se nota que delante de mí, de un antiguo prisionero del campo, siente una vergüenza difícilmente dominable por ganarse su sueldo mostrando el lugar de nuestra agonía. De ahí que en el hecho de dejarme entrar solo en el territorio detrás del alambre de espino se esconda, además de un afecto entre camaradas, también un ápice de deseo de perderme de vista cuanto antes. Estoy seguro. Pero no me lo tomo a mal, porque sé que a mí también me hubiera resultado difícil hablar ante un grupo de visitantes sabiendo que me escucha alguien que estuvo conmigo en el mundo del crematorio. Cada palabra mía sería entonces controlada por el miedo a deslizarme en la banalidad. Y además sobre la muerte, como también sobre el amor, uno puede hablar sólo consigo mismo y con la persona amada con la que se ha fundido. Ni la muerte ni el amor soportan testigos.

Cuando el guía habla al silencioso grupo, en realidad está conversando con sus propios recuerdos; su monólogo es una constante liberación de imágenes interiores, y no hay ninguna garantía de que todas estas revelaciones puedan satisfacerle y tranquilizarle un poco. Más bien diría que, después de esta serie de testimonios, dentro de sí debe de sentirse mucho más dividido e inquieto, y sobre todo, empobrecido. Por ello le agradezco que me permitiera ir solo por este mundo inaudible; esta satisfacción mía es como una recompensa por saber que tengo preferencia, por gozar de un privilegio especial que tiene en cuenta mi pertenencia a la casta de los proscritos, aunque esta separación a la vez perpetúe la separación y el silencio de aquellos tiempos. Porque, a pesar de la multitud y de la vida en el rebaño, allí cada uno se enfrentaba a su propia soledad interior y a su crepúsculo silencioso. De ahí que en este momento no sepa medir la distancia real que me separa de las escaleras que ahora, bajo el sol, me parecen demasiado conocidas y cercanas, en vez de sentir que sobre ellas flota la aureola de la nada. Son tan simples como lo fueron las manos delgadas que llevaban y colocaban las piedras de las que están compuestas. Pero entonces me parecían más empinadas, y eso me hace pensar en el hombre adulto que vuelve al lugar de su infancia y se asombra de lo pequeña que es en realidad la casa que conservaba su memoria infantil. Porque ya se sabe que de niño se mide la altura de una pared desde la perspectiva de un enano. Es obvio que nosotros no bajábamos ni subíamos estas escaleras a una edad temprana, pero, no obstante, nuestra vulnerabilidad era mucho mayor que la de un niño o un bebé, porque entonces no podía asistirnos el mismo pensamiento que en los niños está todavía en vías de desarrollo. Nos encontrábamos, cada uno con su desnudez, bajo la piel marchita de un animal famélico que se consumía impotente en su cautividad y calculaba diariamente y por instinto la distancia que separaba el horno crematorio de la amojamada cavidad de su pecho y de sus huesudas extremidades.(…) Ahora bien, estas escaleras que en cada terraza se rompen como una rodilla de piedra, a nosotros nos conducían a un mundo de inteligencia limitada cuando, a causa de la falta de líquido en el citoplasma de nuestras células, la masa encefálica de nuestro cráneo huesudo se secaba como la gelatina de una medusa sobre los guijarros. Entonces las escaleras subían delante de nosotros como si fuesen las escaleras de un campanario; había un sinfín de terrazas y nuestra subida a la cumbre de la torre duraba toda la eternidad, porque nuestros pies, al final de las delgadas piernas, eran, por sus edemas, troncos de carne blancuzca.

Soy consciente de que el tiempo se ha convertido en mi aliado, de manera que me paro a observar la alta hierba al otro lado de la alambrada».

Chil Rajchman:  (Łódz, Polonia , 1914 – Montevideo, Uruguay, 2004). Trsa la invasión nazi huyó con una hermana y fueron enviados a Treblinka. Fue uno de los presos que escapó del campo de exterminio en 1943. Sus memorias póstumas se publicaron en 2009: Treblinka (Seix Barral):

«Los tristes vagones me conducen hacia allí, hacia aquel lugar. De todas partes nos llevan: del este y del oeste, del norte y del sur. De día y de noche. En todas las estaciones del año, viajan los trenes: primavera y verano, otoño e invierno. Los transportes viajan hacia allí sin obstáculos ni restricciones y Treblinka se vuelve cada día más rica en sangre. Cuanta más gente llevan allí, más crece su capacidad para recibirla.

Partimos de la estación de Lubartów, que queda a unos veinte kilómetros de Lublin. Viajo con mi joven y bella hermana Rivke, de diecinueve años, y mi buen amigo Wolf Ber Rojzman, con su mujer y sus dos hijos.

Igual que los demás, ignoro hacia dónde nos conducen y por qué. No obstante, tratamos, dentro de lo posible, de averiguar algo sobre nuestro destino. Los ladrones ucranianos que nos vigilan no quieren concedernos la gracia de contestarnos. Lo único que oímos de ellos es:

-¡Entregad el dinero, entregad el oro y los ob-jetos de valor!

Estos asesinos nos revisan constantemente.

Casi en todo momento alguno de ellos nos aterroriza. Nos golpean salvajemente con las culatas y todos tratamos, dentro de lo posible, de esquivar el ensañamiento de los asesinos con algunos zlotyspara evitar golpes.

Así es el viaje.Casi todos los que se encuentran en el vagón son conocidos míos del mismo pueblo, Ostrów Lubelski. En el vagón somos unas ciento cuarenta personas. Estamos hacinados, el aire es excesivamente denso y nocivo, cada uno apretujado contra el otro. Aunque las mujeres y los hombres están juntos, debido al hacinamiento, todos tienen que evacuar sus necesidades donde están. De todos los rincones se oyen pesados quejidos, y cada uno le pregunta al otro: «¿Adónde vamos?» Sólo que todos se encogen recíprocamente de hombros y responden con un profundo «¡Ay!». Nadie sabe adón-de nos conduce el camino y, a la vez, nadie quiere creer que nos dirigimos hacia donde llevan, desde varios meses atrás, a nuestras hermanas y nuestros hermanos, a nuestros seres queridos.

A mi lado está sentado mi amigo Katz, ingeniero de profesión. Él me asegura que nos dirigimos a Ucrania y que allí podremos establecernos en una aldea y ocuparnos de tareas agrícolas. Me da a entender que lo sabe con total certeza porque se lo dijo un teniente alemán, un administrador de una granja estatal a siete kilómetros de nuestro pueblo, en Jedlanka. Se lo contó como si fuese un amigo, porque cada tanto él le arreglaba un motor eléctrico. Yo quiero creerle, aunque veo que, en verdad, no es así».

Elie Wiesel (Hungría, 1928-Estados UNidos, 2016), sobreviviente del Holocausto, escribió ‘Trilogía de la noche’.

Elie Wiesel (Sighetu Marmatiei, Rumanía, 1928-Nueva York, 2016). Estuvo en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald hasta el 11 de abril de 1945. Escribió en yiddis y en francés, pero se nacionalizó estadounidense. Obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1986. Una de sus obras clave es  Trilogía de la noche (El Aleph):

“Y como el tren se había detenido, esta vez, en el cielo negro, vimos las llamas que salían de una alta chimenea. Hasta la señora Schächter se había callado. Muda, indiferente, ausente, había vuelto a su rincón.

Miramos las llamas en la oscuridad. Un olor abominable flotaba en el aire. De pronto, las puertas se abrieron. Unos curiosos personajes, vestidos con chaquetas rayadas y pantalones negros, saltaron a los vagones. En sus manos, una lámpara eléctrica y un bastón. Empezaron a golpear a diestra y siniestra, antes de gritar:

-¡A bajar todo el mundo! ¡Dejen el vagón! ¡Rápido!

Saltamos afuera. Dirigí una postrera mirada a la señora Schächter.

Su hijito la tenía de la mano.

Ante nosotros, esas llamas. En el aire, ese olor a carne humana quemada. Debía de ser media noche. Habíamos llegado. A Birkenau”.

Imre Kertész (Hungría, 1929-2016), sobreviviente del Holocausto, escribió ‘Sin destino’.

Imre Kertész (Budapest, Hungría, 1929- 2016). Hijo de judíos húngaros fue llevado al campo de concentración de Auschwitz en 1944 y luego al de Buchenwald. En 2002 obtuvo el Nobel de Literatura. Una de su obras cumbre es Sin destino (Acantilado):

“Finalmente, nos dirigimos a nuestra casa, situada en un edificio grande de varias plantas, cerca de una plaza donde hay una parada de tranvías. Una vez en casa, mi madrastra se dio cuenta de que no habíamos recogido nuestra ración de pan. Tuve que regresar a la panadería. Esperé fuera hasta que llegó mi turno y luego entré en la tienda. La panadera, una mujer rubia y tetuda, cortaba el pedazo de pan que correspondía a cada ración y luego su marido lo pesaba. No me devolvió el saludo. Era sabido en el barrio que no le caían bien los judíos; por eso también nuestra ración de pan pesaba siempre algo menos de lo que nos correspondía. Según se decía, de esta forma él se quedaba con una parte del pan racionado. De alguna manera , quizá por su mirada airada y sus movimientos decididos, comprendí las razones de su animadversión hacia los judíos: si hubiera sentido simpatía por ellos, habría tenido la desagradable sensación de estar engañándolos. Por lo tanto, actuaba por convicción, guiado por la justicia y la verdad que emanan de unos ideales, lo cual era completamente diferente”.

Jorge Semprún. sobreviviente español del Holocausto.

Jorge Semprún (Madrid, España, 1923-París, 2011). Hijo de una familia de intelectuales, políticos y diplomáticos españoles. Estaba estudiando en París cuando en 1943 fue enviado al campo de concentración de Buchenwald.  Su experiencia del Holocausto la recoge en el libro El largo viaje (Tusquets):

«Este hacinamiento de cuerpos en el vagón, este punzante dolor en la rodilla derecha. Días, noches. Hago un esfuerzo e intento contar los días, contar las noches. Tal vez esto me ayude a ver claro. Cuatro días, cinco noches. Pero habré contado mal, o es que hay días que se han convertido en noches. Me sobran noches; noches de saldo. Una mañana, claro está, fue una mañana cuando comenzó este viaje. Aquel día entero. Después, una noche. Levanto el dedo pulgar en la penumbra del vagón. Mi pulgar por aquella noche. Otra jornada después. Aún seguíamos en Francia y el tren apenas se movió. En ocasiones, oíamos las voces de los ferroviarios, por encima del ruido de botas de los centinelas. Olvídate de aquel día, fue una desesperación. Otra noche. Yergo en la penumbra un segundo dedo. Tercer día. Otra noche. Tres dedos de mi mano izquierda. Y el día en que estamos. Cuatro días, pues, y tres noches. Avanzamos hacia la cuarta noche, el quinto día. Hacia la quinta noche, el sexto día. Pero ¿avanzamos nosotros? Estamos inmóviles, hacinados unos encima de otros, la noche es quien avanza, la cuarta noche, hacia nuestros inmóviles cadáveres futuros. Me asalta una risotada: va a ser la Noche de los Búlgaros, de verdad.

–No te canses –dice el chico.

En el torbellino de la subida, en Compiègne, bajo los golpes y los gritos, cayó a mi lado. Parece no haber hecho otra cosa en su vida, viajar con otros ciento diecinueve tipos en un vagón de mercancías cerrado con candados. «La ventana», dijo brevemente. En tres zancadas y otros tantos codazos, nos abrió paso hasta una de las aberturas, atrancada con alambre de púas. «Respirar es lo más importante, entiendes, poder respirar».

(…)

Pero he aquí el valle del Mosela. Cierro los ojos y saboreo esta oscuridad que me invade, esta certeza del valle del Mosela, fuera, bajo la nieve. Esta certeza deslumbrante de matices grises, los altos abetos, los pueblos rozagantes, las serenas humaredas bajo el cielo invernal. Procuro mantener los ojos cerrados, el mayor tiempo posible. El tren rueda despacio, con un monótono ruido de ejes. Silba, de repente. Ha debido desgarrar el paisaje de invierno, como ha desgarrado mi corazón. Deprisa, abro los ojos, para sorprender el paisaje, para cogerlo desprevenido. Ahí está. Está, simplemente, no tiene otra cosa que hacer. Podría morirme ahora, de pie en el vagón atiborrado de futuros cadáveres, él seguiría ahí. El valle del Mosela estaría ahí, ante mi mirada muerta, suntuosamente hermoso como un Breughel de invierno. Podríamos morir todos, yo mismo y este chico de Semur-en-Auxois, y el viejo que aullaba hace un rato sin parar, sus vecinos han debido derribarle, ya no se le oye, él seguiría ahí, ante nuestras miradas muertas. Cierro los ojos, los abro. Mi vida no es más que este parpadeo que me descubre el valle del Mosela. Mi vida se me ha escapado, se cierne sobre este valle de invierno, es este valle dulce y tibio en el frío del invierno».

El escritor italiano Primo Levi (1919-1987).

Primo Levi (Turín, Italia, 1919-1987). Escritor italiano de origen judío-sefardí estuvo diez meses en el campo de concentración de Monowice que dependía de Auschwitz. Su gran obra es Si esto es un hombre:

«Bajamos, nos hacen entrar en una sala vasta y vacía, ligeramente templada. ¡Qué sed teníamos! El débil murmullo del agua en los radiadores nos enfurecía: hacía cuatro días que no bebíamos. Y hay un grifo: encima un cartel que dice que está prohibido beber porque el agua está envenenada.

Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar de pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada. ¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo transcurre gota a gota».

No lo he escrito con la intención de formular nuevos cargos; sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana. Habrá muchos individuos o pueblos, que piensen, más o menos conscientemente, que ‘todo extranjero es un enemigo’. En la mayoría de los casos esta convicción yace en el fondo de las almas como una infección latente; se manifiesta solo en actos intermitentes e incordinados, y no está en el origen de un sistema de pensamiento».

(…)

«Al terminar, nos quedamos cada uno en nuestro rincón y no nos atrevemos a levantar la mirada hacia los demás. No hay dónde mirarse, pero tenemos delante nuestra imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos vislumbrado anoche.

Entonces, por primera vez, nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse».

Este artículo se publicó originamente en ‘Wmagazín’.