El humor de Raúl Cimas
Raúl Cimas. SOPA Images via Getty Images

Todavía no es mediodía y el atasco ya se extiende desde María de Molina a la Puerta de Alcalá. No es habitual que Serrano luzca colapsada a estas horas hasta tal extremo, aunque se sabe que la suerte es esquiva y desaparece cuando más se le echa en falta. Escucho las noticias y confirman que el mundo no va bien; lo espeluznante es que lo anuncian temiendo que nunca vaya a mejor.

Con la llegada de la publicidad me permito cambiar de emisora, no deseo arreglar mi parabrisas ni comprar muebles de ocasión. Pongo a prueba mi fidelidad yendo de emisora en emisora, lo merezco tras haber invertido casi veinte minutos en recorrer el trecho desde el Museo Lázaro Galdiano hasta el cruce con Juan Bravo. En el maremágnum de locuciones, sintonías y temas, una voz conocida me invita a quedarme, es Raúl Cimas.

Su estilo es particular. Al contrario que otros cómicos, su voz es al tiempo aguda y grave, y llama la atención por lo lacónico de sus comentarios y lo dilatado de sus silencios. Es curioso que su humor funcione tan bien en la radio, donde la mudez se evita como el vacío en el barroco, más que una necesidad es prácticamente una fobia.

En esta ocasión interpreta a un músico de trap cuyos honorarios en los conciertos ascienden a cifras astronómicas. No por su música, sino por cómo su agente engrosa el presupuesto en desplazamientos. Menciona que su tarifa es de lo más rebajada, salvo si le piden algún tema extra, que estaría sujeto a una tarificación especial. Me río mientras llego al cruce con Ortega y Gasset.

Llevada por su humor surrealista, viene a mi memoria el día que le conocí. Fue hace algunos años, en 2012, con motivo del preestreno de Extraterrestre, de Nacho Vigalondo. Si recuerdo aquel día es porque una serie de catastróficas desdichas hicieron que todo fuera más disparatado que una película de David Zucker.

Aquella expresión suya me demolió. Lo más sencillo habría sido decirle la verdad, pero, en aquel momento, no supe cómo hacerlo.

Semanas antes había solicitado entrevistas al equipo de la cinta, lo habitual en estos casos. Me confirmaron a su director, Vigalondo, y a su actriz principal, Michelle Jenner; pero aquel día, según me comentaron, me iba a ser imposible acceder a Carlos Areces y a Raúl Cimas. Otra vez será.

Tras la película y el photocall me aposté en la entrada del cine esperando mi turno. Por el hall entraban y salían los intérpretes junto con otros periodistas; los minutos pasaban y salió el responsable de prensa, quien indicó a Cimas que le entrevistaríamos, en estricto orden, seis reporteros primero y yo después. En privado me apresuré a recordarles que a mí no me habían concedido la entrevista, pero les dio apuro rectificarlo después de todo. Solo quedaba improvisar.

Quien me conoce sabe que las entrevistas son para mí algo sagrado, las planifico con semanas (y si puedo, meses) de antelación; suelo ver, leer y escuchar todo lo que se ha dicho sobre ellos. Siempre sé qué quiero preguntar y cómo. Con los años he descubierto que una buena entrevista habla del personaje, pero una mala entrevista habla del informador, y por ese motivo jamás improviso.

La solución (me abochorna confesarlo) fue generar una expectativa jamás satisfecha. Cada vez que terminaba de hablar con un compañero de la prensa, Cimas se aproximaba a mí y me preguntaba: “Si tú también estás libre, podemos ahorrar tiempo y hacer la entrevista ahora”, pero mi respuesta siempre era esquiva: “es que ahora tengo que hablar con Jenner”; “es que estoy esperando a Vigalondo”; “es que aquel reportero debe entrevistarle ahora”. Así lo hice en varias ocasiones, en verdad, más de media docena. “No puedo comprenderlo”, llegó a inquirirme: “si tú estás libre y yo no estoy ocupado, ¿por qué no hacemos la entrevista ahora?”. Ante aquella aseveración, solo se me ocurrió proponerle algo descabezado: “¿y si vamos adelantando haciéndonos una fotografía?”. Aquello pareció apaciguar su intriga.

A fin de cuentas, qué sería de la vida sin surrealismo, sin humor y sin Raúl Cimas.

Efectivamente, hicimos la foto, pero fue una hecatombe. “Por favor”, me dijo al verla, “que nadie la vea, a tu lado parezco Chewbacca”. Nada, aquella mañana, parecía destinado a salir bien.

De inmediato me requirieron para entrevistar a Vigalondo y, cuando me disponía a marcharme, Cimas todavía se quedó cavilando: “¿pero te vas ya sin entrevistarme?”. Aquella expresión suya me demolió. Lo más sencillo habría sido decirle la verdad, pero, en aquel momento, no supe cómo hacerlo.

A Vigalondo he llegado a entrevistarle varias veces, a Areces y a todos los demás, también, pero con Cimas no he vuelto a coincidir nunca. Ya es casualidad.

El semáforo se pone en verde en la Puerta de Alcalá. Mientras el gracejo del manchego me acompaña a mi destino, sonrío al percatarme de que debería superar el apuro. A fin de cuentas, qué sería de la vida sin surrealismo, sin humor y sin Raúl Cimas.

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Lucía Tello Díaz. Doctora y profesora universitaria de cine. Directora y guionista.