El incremento del crimen en Barcelona y la teoría de las ventanas rotas

El incremento del crimen en Barcelona y la teoría de las ventanas rotas

Un mosso d'esquadra armado con un subfusil en una calle de Barcelona. PAU BARRENA via Getty Images

En 1969, Philip Zimbardo, un reputado profesor de psicología en la universidad de Stanford hizo un experimento: aparcó en uno de los barrios más conflictivos del Bronx (Nueva York) un vehículo sin matrículas y con el capó abierto y otro en idénticas condiciones en Palo Alto (California), un lugar con un tasa de criminalidad muy baja.

En el primer caso, el vehículo fue despojado en 24 horas de todos sus elementos de valor, empezando por el radiador y la batería. En cuanto no quedó nada que mereciera la pena, los vándalos destrozaron ventanillas y abollaron el metal hasta convertirlo en un amasijo.

El segundo estuvo una semana intacto, sin que nadie lo tocara —para ser exactos, un viandante cerró el capó que habían dejado entreabierto—, hasta que Zimbardo lo golpeó con un mazo. Después de eso, en pocas horas sufrió el mismo destino que el del otro extremo del país. Los observadores constataron que la mayoría de agresores adultos en ambos casos eran blancos, elegantemente vestidos y, en apariencia, respetables.

Llegó a la conclusión de que los actos que sugieran apatía o desinterés por la comunidad bajan las barreras sociales —las obligaciones mutuas y la urbanidad— en cualquier grupo humano civilizado.

Los métodos de Zimbardo, a raíz de su polémico experimento de la Prisión de Stanford quedaron en entredicho, aunque sigue gozando de mucho prestigio. Hacía falta que alguien reprodujera su estudio.

En marzo de 1982, James Q. Wilson y George L. Kelling publicaron un artículo en la revista The Atlantic Monthly llamado «Ventanas Rotas». En él defendían a Zimbardo e iban más allá: si en un edificio aparece una ventana rota y nadie la repara, todas las demás acabarán del mismo modo y, en breve, los delincuentes entrarán dentro a seguir vandalizándolo, incluso encendiendo hogueras en su interior. Lo mismo se aplica a una calle llena de basura. En breve, los vecinos no verán un motivo para llevarla al contenedor, los conductores la arrojarán por la ventanilla y, ante la desidia, se empezarán a cometer otros delitos.

Esto se puso en práctica durante los noventa, en la ciudad de Nueva York, bajo la administración de Rudolph Giuliani. Se persiguieron las pequeñas faltas —como orinar en la calle— y se declaró la guerra al grafiti que ensuciaba el metro —y lo hacía, por tanto, más inseguro—. Las tasas de delincuencia en la ciudad descendieron hasta hacer una ciudad que era considerada muy peligrosa, en una de las más seguras de los Estados Unidos —con todo, está a años luz de la seguridad de la ciudad española más peligrosa, que no apreciamos lo que tenemos—.

Pero en sociología no es todo blanco o negro y las causas y explicaciones nunca son sencillas. Uno de los grandes errores de la población —auspiciada por los políticos populistas— es pretender dar respuestas sencillas a problemas complicados.

Ha habido varios casos en España donde la disminución de la labor policial ha causado un incremento notable del crimen.

La teoría de las ventanas rotas tiene muchos críticos, no tanto en su observación inicial —ante el deterioro, el vandalismo y el crimen se intensifican—, sino en las forma de atajarlo —lo que se conoció como Política de Tolerancia Cero, esto es, la persecución de las infracciones leves—.

Algunos, como el economista Steven Levitt en su libro Freakonomics, proponen que la disminución del delito se debió a la aprobación de leyes favorables al aborto, lo que evitaba que mujeres que no querían tener hijos y que vivían en entornos desfavorecidos, los tuvieran a la fuerza y esto creara nuevos delincuentes.  Al no nacer, esas tasas de delito, descendían. También el descenso en el consumo de crack pudo ser un factor coadyuvante. A su vez, otros, como Steve Sailer, refutaron las conclusiones de Levitt.

Ahora bien, la acción policial no es el único camino que ayuda. En Filadelfia, el criminólogo John McDonald y el epidemiólogo Charles Branas llevaron a cabo una aproximación diferente: trabajaron en la rehabilitación de áreas urbanas deprimidas. Se arreglaron edificios abandonados y se convirtieron solares llenos de maleza y basura en parques organizados. Como resultado, la delincuencia descendió. En sus observaciones mostraron que no se desplazaban a otros lugares, sino que menguaban.

  Un grupo de adictos se inyecta droga en el barrio barcelonés de El RavSOPA Images via Getty Images

Ha habido varios casos en España donde la disminución de la labor policial ha causado un incremento notable del crimen. Uno de ellos lo conocí en mis primeros años de carrera policial, no voy a decir dónde porque no tengo constancia de que se haya publicado en ningún sitio. Costó más reconducir la situación —hoy felizmente resuelta— de lo que había costado llegar a esos niveles.

Ahora tenemos otro muy obvio en la ciudad de Barcelona. Durante los últimos años se han tolerado (yo diría que hasta incentivado) conductas que eran perseguidas en el resto de España, desde la venta callejera de productos falsificados a la okupación, pasando por varios tipos de “reivindicaciones” beligerantes.

¿Kilómetros de manteros o estaciones sucias por pintadas son agradables o desagradables? ¿Contribuyen a las ventanas rotas o las reparan?

Durante los últimos años en Barcelona se han tolerado (yo diría que hasta incentivado) conductas que eran perseguidas en el resto de España.

Ojo, porque los manteros existen. Son personas. Necesitan comer para vivir. No podemos barrerlos al mar. Quienes malviven en parques y calles porque están mejor que en su país tienen fuertes razones para seguir aquí. Pero que cometan ilegalidades a ojos de todos no es positivo.

Otros casos, como las okupaciones ilegales merecen otro tratamiento diferente, porque normalmente no son necesitados ni requieren un trato especial.

El problema es que ya estamos un paso más allá. Los hurteros se han disparado —en especial en el metro—. Luego los puntos de venta de droga han aumentado y, por último, la delincuencia violenta, incluyendo los homicidios, están batiendo récords. Ya es la ciudad más violenta de España.

En los últimos meses, la Administración Local y Autonómica —responsables allí de la seguridad ciudadana— se ha dado cuenta y asegura estar tomando medidas. Sin embargo, el delito sigue disparado para los estándares europeos. Es lógico porque, según la Política de Toleracia Cero, hace falta un esfuerzo policial intenso y mantenido en el tiempo. ¿Se atreverán los responsables políticos o serán maniobras de maquillaje que solo agraven el problema? Lo sabremos en los años venideros.

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