El maltrato a ciegas: cuando el enemigo es invisible

El maltrato a ciegas: cuando el enemigo es invisible

El micromachismo es tan peligroso como habitual.

Bad evil men pointing at stressed woman. Desperate scared businesswoman hiding in a box working on laptop grey office wall background. Negative human emotions face expression feelings life perceptionSIphotography via Getty Images

Hace unos días alguien le comentó a una de mis amigas que para ella “debía ser complicado tener esposo debido a lo exigente de su trabajo”. Además agregó: “¿Qué hombre toleraría eso?”, refiriéndose al esfuerzo que requiere su profesión de periodista. Como si el trabajo de una mujer — o su desempeño como profesional — dependiera únicamente de su capacidad para satisfacer a su pareja o incluso, de hacerse atractiva para un hombre. Una interpretación sobre el talento de la mujer basada en su capacidad para complacer una imagen tradicional sobre ella. No obstante, no se trata de una percepción aislada y mucho menos, minoritaria. Lo cierto, es que todos hemos escuchado frases parecidas alguna vez. “Los hombres son para la calle y las mujeres, para la casa”, “esa falda te hace ver como una puta”, “los hombres no lloran”, “una mujer nunca debe hacerse la fácil”. Con preocupante frecuencia, forman parte de nuestra forma de comprendernos como individuos y, sobre todo, como parte de ese binomio fundamental de género que se impone desde múltiples puntos de vista. Mensajes sutiles que componen nuestro imaginario colectivo y condicionan cómo nos relacionamos y comprendemos unos a otros. Sin embargo, no se trata sólo de ideas al azar, sino de ataques insistentes no sólo hacia esa percepción sobre quiénes somos sino hacia algo mucho más complejo: la manera en la que asumimos nuestro rol de género. 

Dicho así, parece incluso exagerado. ¿Qué daño puede hacer un montón de frases que heredamos por tradición, que repetimos por costumbre e ignoramos con facilidad? Pienso en lo anterior mientras alguien que conozco intenta explicarme el motivo por el cual, según su opinión, las mujeres no deberían tener automóviles. No bromeo: dedica casi veinte minutos a detallarme todas las buenas razones por las cuales la mecánica automotriz, las normas de tráfico y otras ideas relacionadas con el tema, no son en absoluto temas femeninos o que puedan interesar a las mujeres. Escucho todo, entre divertida, alarmada y finalmente preocupada.

 — En otras palabras, ¿una mujer no debería conducir por ningún motivo? — le pregunto cuando la perorata se agota. Me dedica una genuina mirada de sorpresa.

 — No digo eso. Sólo que es mejor hacerse la vida más sencilla: ¿Para qué aprender todo eso, exponerse a todo tipo de peligros e incomodidades si pueden ir en taxi o en transporte público?

 — ¿Funciona igual para los hombres?

 — Es distinto: a un muchacho se le enseña desde pequeño todo lo que hay que saber sobre el tema. Es algo normal.

No, no lo es, pienso. Como tampoco lo es la extraña conversación que sostenemos aunque lo parezca. A pesar de que mi amigo parece alentado por una evidente buena intención y que esgrime razones que cree podrían protegerme del peligro callejero. Justamente es esa sutileza casi imperceptible, lo que hace al llamado “micromachismo” un tipo de discriminación aparentemente inofensiva, pero que tiene un poderosa capacidad para expresar las desigualdades del juego de roles en nuestra sociedad. Y es que el micromachismo, con su enorme carga simbólica, su ataque insistente sobre los cimientos que deberían sostener la inclusión y la percepción de la igualdad, es tan peligroso como habitual. 

La puta, la santa, la decente, la madre, la abnegada. La mujer que ha sido limitada por una percepción tradicional y aplastante sobre quién puede ser.

El psicoterapeuta Luis Bonino — especialista en masculinidad y género — creó el término “micromachismos” para definir un tipo de comportamiento que la cultura ejerce, permite y promueve, casi a escondidas. En base a su experiencia y sobre todo, en el hecho que el debate entre géneros e igualdad se ha hecho cada vez más frecuente, Bonino encontró que una buena cantidad de las ideas que se suelen esgrimir contra los derechos de la mujer y su defensa, que provienen de esa percepción de hombre como privilegiado por una sociedad netamente masculina. “Son machismos sutiles de lo cotidiano que, en general no se ven, pero causan daño a las mujeres y que los hombres ejercemos desde la concienciación de superioridad que nos da la cultura”, dice Bonino y quizás su punto de vista resume mejor que cualquier otro una serie de percepciones sobre la mujer y el hombre que resultan no sólo restrictivos sino además, limitaciones culturales que aceptamos sin saberlo. Que están en todas partes, que se entremezclan unos a otros para crear una complicada red de percepciones sobre lo individual sofocante.

¿Qué mujer no se ha sentido agredida cuando su cuerpo es criticado, menospreciado, estigmatizado por no formar parte de un canon de belleza? ¿Qué mujer no se ha enfrentado en algún punto de su vida a esa sutil segregación que parece nacer de algún punto confuso de cómo la cultura en la que nació la percibe? Escuchar todo tipo de etiquetas que limitan y sofocan a través de la repetición la identidad femenina: La bella y la fea, la gorda y la delgada. La puta, la santa, la decente, la madre, la abnegada. La mujer que ha sido limitada por una percepción tradicional y aplastante sobre quién puede ser. La que soporta chistes e insinuaciones sobre su sexualidad, la que debe enfrentar que la limiten al rol tradicional de las mujeres como madre, cocinera, esposa. A la que se le insiste debe ocupar en un rol secundario. A la que se le obliga a maquillarse, vestirse o verse de determinada manera para complacer una idea estética específica y se le critique por no hacerlo. La que debe enfrentarse a las portadas revistas, películas y programas de televisión que muestran mujeres objetos, productos comerciales a la disposición de una fantasía masculina. La que camina por la calle soportando silbidos e incluso manoseos, mientras la cultura no deja de repetir que eso está bien, que es aceptable, que incluso también es inevitable.

¿Qué hombre no ha tenido que soportar presiones e incluso burlas por la imagen sobre la masculinidad que la sociedad se empeña en imponer? ¿Por la forma en cómo se ve, se comporta, incluso por su desempeño sexual? ¿A cuál no se le ha insistido que debe demostrar su hombría? ¿O se le ha denigrado por mostrarse vulnerable, por la simple torpeza física? ¿Qué hombre no ha tenido miedo de ser juzgado, acosado, herido por todo tipo de conceptos que parecen convertir la masculinidad en un tipo de castración emocional?

Micromachismo: un tipo de violencia social que se acepta como inevitable pero que aun así, continúa siendo un ataque directo hacia la capacidad de la mujer y el hombre.

Se trata de capas superpuestas de significado de las que pocas veces somos conscientes pero que parecen estar en todas partes. La madre que no permite al hijo varón lavar un plato, el padre que sobreprotege a la hija frágil, el jefe que menosprecia la capacidad de su empleada, el programa de televisión que juega y abusa de los estereotipos de género. La discriminación se convierte en un lenguaje, en una metáfora sobre esa mirada que la cultura dirige hacia nuestra individualidad y que termina cerrando puertas intelectuales. Limitando los espacios de la libertad personal y creativa que cada mujer y hombre tiene como individuo.

La cultura legitima el micromachismo por las mismas razones que insiste en menospreciar cualquier intento de lograr la igualdad entre géneros. Como si la postura tradicional sobre el hombre y la mujer luchara por imponerse, por hacerse irrebatible. Y es entonces cuando el micromachismo muestra su verdadero sentido, ese rasgo peligroso que lo hace una forma de agresión psicológica. Que deja marcas psicológicas aunque no se considere en la mayoría de los casos violencia.

Hace poco leía que en el siglo XIX existía una ley en Inglaterra que permitía a un hombre golpear a su mujer, siempre que la vara no fuera más gruesa que su dedo pulgar. Que sólo así, no se le consideraba maltrato. Tal vez sea la mejor manera de describir al micromachismo: Un tipo de violencia social que se acepta como inevitable pero que aun así, continúa siendo un ataque directo hacia la capacidad de la mujer y el hombre para disfrutar de su independencia intelectual y lo que es aún más importante, una íntima percepción sobre su identidad.

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