El noble arte de la resiliencia

El noble arte de la resiliencia

“Me gustaría que alguien me acompañara a caminar, a mi ritmo, sin que yo sintiera ninguna presión. Me ayudaría que alguien me escuchara, simplemente eso”.

El noble arte de la resiliencia.Getty Images

Con la Ley de Eutanasia en vigor, Angel Hernández, acusado de cooperar en el suicidio de su pareja, fue absuelto el pasado mes de julio. María José Carrasco, su mujer, sufría Esclerosis Múltiple (EM) terminal, tenía reconocida la invalidez y necesitaba ayuda para todas las actividades básicas de su vida diaria.

Fue ella misma, que aún podía usar sus manos, quien compró en Internet el frasco de 100 mililitros de pentobarbital sódico que después ingirió y le dio la muerte. Para dejar constancia de que era su voluntad, grabaron un durísimo vídeo donde lo expresaba, durante lo que constituyeron sus últimos momentos con vida.

“Dame tu mano que quiero notar la ausencia definitiva de sufrimiento”, dice Ángel, una vez que ella ya había ingerido el fármaco. No es la primera ni la última persona que prefiere dejar de vivir que seguir sufriendo en esas circunstancias. Buena parte de las personas que solicitan la eutanasia sufren enfermedades crónicas, siendo las más frecuentes la ELA y la EM.

En enero la revista Science publicó un esperanzador estudio sobre una vacuna que emplea la tecnología de ARN mensajero para tratar la Esclerosis Múltiple. Pero esta vacuna, realizada por Pfizer/BioNTech, aún está en fase de desarrollo.

“Háblame de tus episodios de dolor”, le pido a Delia Handolescu, una admirable mujer de 42 años diagnosticada de Esclerosis Múltiple desde que tenía 30. Delia sonríe con tristeza.

“A veces pienso que el dolor no va a acabar nunca y que no voy a poder soportarlo, pero me repito una y otra vez que pasará y, en algún momento, días, semanas, o meses después, se va. Deja un eco, por ejemplo, ahora siento una vibración continua. Y sé que en algún momento sufriré otro brote, pero ahora no me puedo quejar”.

Otra vez esboza una sonrisa triste. Su caso es inspirador. Cuando recibió el diagnóstico sintió que su marido y sus padres la trataban como si su vida hubiera acabado, así que decidió cambiar drásticamente. Se divorció y pidió un traslado en el trabajo a Dubai, que le pareció un destino suficientemente exótico y remoto. Los años que siguieron viajó sola por todo el mundo, aunque era complicado pasar los controles en el aeropuerto con la medicación inyectable. La enfermedad en lugar de paralizarla la movilizó. “Para mí ha sido una maestra. Me ha animado a hacer cosas que de otro modo no me hubiera atrevido a hacer y, en ese sentido, le estoy agradecida”, prosigue.

Pero el dolor es diferente, es un monstruo que devora todo lo demás. El dolor sí que la inmoviliza, sí que la incapacita y, no solo es limitante, sino que la atormenta y la hace caer en depresiones.

“He aprendido a gestionarlo sola”, me aclara enseguida. Algunos enfermos de Esclerosis Múltiple que han acabado en silla de ruedas explican que al menos, presentándose así a la sociedad su enfermedad se vuelve visible y reciben un trato más compasivo. Esta declaración tan salvaje como clara y rotunda resume la impotencia y frustración que sienten los que padecen un dolor crónico, invisible para los demás.

Un dolor que tienen que justificar continuamente para hacerlo comprensible y defenderse de comentarios que los tildan de victimistas. ¿Qué podemos hacer? No aislarlos. “Me gustaría que alguien me acompañara a caminar, a mi ritmo, sin que yo sintiera ninguna presión. Me ayudaría que alguien me escuchara, simplemente eso”. Simplemente eso.