Elizabeth Warren, la tercera en discordia en la pelea por el liderazgo del Partido Demócrata

Elizabeth Warren, la tercera en discordia en la pelea por el liderazgo del Partido Demócrata

Las encuestas sitúan a la senadora por Massachusetts pisándole los talones a Bernie Sanders con su política de izquierdas, muy social y contra las grandes corporaciones

Elizabeth Warren, en el Comité Nacional del Partido Demócrata en San Francisco, el pasado 23 de agosto. JOSH EDELSON/AFP/Getty Images

Empezó suave, tanteando el terreno. Pocos apoyos de campanillas y apenas 300.000 dólares para echar a andar. Pero hoy Elizabeth Ann Warren se ha convertido en la revelación de la pelea que se traen una veintena de candidatos demócratas por ser cabeza de lista en las elecciones de 2020 a la Presidencia de Estados Unidos. Las encuestas la sitúan como tercera, muy por detrás del favorito, el que fuera vicepresidente con Barack Obama, Joe Biden, pero pisando los talones al veterano izquierdista Bernie Sanders.

¿De dónde viene esta mujer? ¿Qué méritos tiene, cómo piensa? Y, pregunta esencial, ¿tendría alguna posibilidad de vencer al actual mandatario, el republicano Donald Trump?

Elizabeth Warren (de soltera Herring, nacida en Oklahoma City el 22 de junio de 1949) puede ser un rostro nuevo lejos de EEUU, pero no desde luego en su país. Con una trayectoria docente de más de 30 años y sumergida en proyectos políticos desde 1995, es una conocida peleona que ha basado su carrera en la defensa de la clase media y en la lucha contra las grandes corporaciones y el poder financiero. Su pensamiento se resume en una de sus frases más repetidas: “hoy el Gobierno es una herramienta para los ricos y bien conectados. Por eso hay que cambiar las cosas. Y yo tengo un plan”.

Desde abajo

La senadora por Massachusetts desde 2013, primera mujer en el cargo, procede de una familia humilde. Padre conserje y madre ama de casa. La pequeña de cuatro hermanos. Cuando ella tenía 12 años, su padre sufrió un infarto y perdió su trabajo. La furgoneta embargada al día siguiente y la casa, en peligro. Su madre empezó a trabajar de telefonista en los grandes almacenes Sears y así levantó a la familia, hasta que los hijos se le fueron enrolando en el Ejército. La menor, que era una gran estudiante, logró una beca de debate -uno de sus principales ganchos sigue siendo su oratoria- e ingresó en la Universidad George Washington. La primera universitaria de la familia.

Elizabeth, cuando llevaba dos años de estudios, dejó la carrera. Se lo pidió su novio de la secundaria, el matemático Jim Warren, al que trasladaban en su trabajo para IBM. En aquella época, ha explicado alguna vez, y viniendo de una familia poco desahogada, la estabilidad de ese empleo era mucho. Así que aparcó su sueño. Luego regresó a las aulas y se especializó en patologías del habla y el oído. Su primer empleo remunerado -las mesas atendidas con 13 años en el restaurante de su tía quedaban atrás- fue como logopeda para niños discapacitados en un colegio público.

En esos años tuvo a su hija, Amelia, y quedó embarazada de su hijo Alexander. La echaron precisamente por estar encinta. Ella se repuso y, con una tripa de ocho meses, se graduó en Derecho, la carrera que había empezado mientras tanto. Mercantil, procesal y concursal. Desde casa, tras el parto, preparaba documentos, como testamentos. Pero no era suficiente. Ansiaba más. Dio un giro a su vida, se divorció y emprendió su carrera como profesora universitaria. Siempre había querido ser maestra. En 1977 empieza de docente en Rutgers y cierra el ciclo cuando se convierte en senadora en Harvard. Ha dado clase hasta en seis universidades, centrándose en investigaciones sobre las bancarrotas de las familias norteamericanas, su impacto en su salud o la carga extra de ser mujer en entornos en crisis. Es autora de tres libros y coautora de seis, y una de las investigadoras más citadas en artículos científicos en su área.

Casada nuevamente en 1980 con el profesor de Historia del Derecho Bruce Mann (aunque mantuvo el apellido de su primer esposo, por el que hoy la conocemos), fue militante republicana entre 1991 y 1996, pero los resusltados de sus investigaciones y el análisis de gestiones de este partido en momentos cruciales de la historia de EEUU la llevaron a caerse del caballo. Esa no era su fe. No nos confundamos: Warren dice de sí misma que es “capitalista hasta los huesos”, pero de ahí la sistema feroz de la derecha, hay un trecho. Se hizo demócrata y comenzó con un activismo muy claro en favor de la protección de los consumidores, la igualdad de oportunidades económicas y el establecimiento de una red de asistencia social y sanitaria justa.

La ‘sheriff’ de Wall Street

Empezó pidiendo leyes que ayudasen a las familias en caso de hundimiento (“unos salvan bancos, otros salvan familias”, se lee en uno de los carteles que la recibieron recientemente en la ciudad de Lawrence) y su rostro se hizo conocido en la crisis que comenzó en 2007, cuando exigió regulaciones bancarias más estrictas, un programa de alivio para particulares y, al fin, su gran legado hasta ahora, la creación de una Oficina de Protección Financiera del Consumidor, con la que evitar abusos como los de las comisiones de las tarjetas o estafas como las hipotecas basura. Todo lo hizo como asesora o especialista en grupos del Congreso y con el presidente demócrata Barack Obama, que en 2010 la nombró consejera especial para parir la agencia... aunque su perfil combativo hizo que la dejaran fuera de la presidencia. El cargo, para otro.

En esa agencia y lo que supone está la raíz de su mensaje, ahora, como candidata. “Si usted no tiene un asiento en la mesa, probablemente esté en el menú”, es otra de sus frases recurrentes. Warren tiene claro que no puede quedar todo (cómo se mueve el mundo) en manos de las grandes corporaciones, sino que los ciudadanos tienen que tener voz, voto y capacidad para decidir y defenderse. No extraña, pues, saber que la revista Time la llamó en 2013 “la nueva sheriff de Wall Street”.

Si usted no tiene un asiento en la mesa, probablemente esté en el menú

Firma cotizada, conferenciante de referencia, analista socorrida ante los malos tiempos, la ahora demócrata se hizo un hueco en los escaparates del país hasta el punto de que, en 2013, se presentó a senadora y ganó, revalidando el cargo con una mayoría amplia en 2018. En 2016, de cara a las últimas elecciones en EEUU, un grupo de compañeros de partido trató de que concurriese como vicepresidenta en la candidatura de Hillary Clinton, pero aquello quedó en nada. Entonces obtuvo sus primeras críticas internas. ¿Tan de izquierdas y elige a Clinton, por encima de Bernie Sanders, su amigo de décadas y en apariencia más inclinado a posiciones socialdemócratas?

No perdió, pese a todo, su imagen de mujer progresista y comprometida, sino que ese roce se aparcó y su figura ganó peso por la elección de sus batallas. Lo mismo estaba en primera línea en una masiva manifestación de mujeres (aunque nunca se había declarado especialmente feminista) que acudía a un aeropuerto a protestar por el veto de Trump a personas provenientes de determinados países musulmanes o ponía su firma al pie del Green New Deal contra la emergencia climática. En las comisiones, tampoco trabajaba sobre defensa o industria, sino que sus causas eran la banca y la vivienda, las pensiones, la salud y la educación.

Warren podía haber seguido tranquila, bebiendo un té tras otro, haciendo barbacoas y pasteles de melocotones para sus estudiantes (a lo Manuela Carmena) y paseando por su casa de Cambridge con su esposo, sus tres nietos o su perro, un golden retriever llamado Bailey que es la estrella de sus redes sociales. Pero el pasado 9 de febrero anunció que quería ser candidata de su partido a la Casa Blanca. El día que dijo “vamos a tantear el terreno” tenía 300.000 dólares de 9.000 pequeños donantes. En su primer trimestre de pelea logró seis millones y en el segundo, 19,1 millones más. La cifra da cuenta del crecimiento de las expectativas sobre su figura, aunque esos 25 millones aún sean un montante humilde en comparación con maquinarias como la de Biden, que logró 6,3 millones en un día. La senadora no acepta donaciones de comités de acción política ni hace eventos fastuosos para lograr fondos, ni llamadas masivas ni publicidad invasiva.

En la calle está la muestra de su ascenso. Protagoniza largos reportajes en el New York Times o en Business Insider, todos con la misma conclusión: hay que tomársela en serio. En sus mítines, ya ha tenido que cambiar varias veces de escenario ante la afluencia masiva de público, como pasó hace días en Minnesota. Y las encuestas la ponen rozando a Sanders; el dato más reciente es del jueves, de la CBS: si Biden es el favorito sin discusión, con un 28,8% de entrevistados favorables a su candidatura, Sanders es segundo con un 16% y Warren, tercera, con un 15,5. Muy atrás queda ya la cuarta, Kamala Harris.

Tiene un nivel de conocimiento muy alto, del 74%, según otro sondeo del Business Insider, pero apenas un 30% de los entrevistados cree que podría vencer a Trump, mientras que un 40% tiene claro que perdería en la pugna.

Alias ‘Pocahontas’

La senadora Warren también es conocida por el alias que le colgó Trump: Pocahontas. En 2012, cuando ya era un azote de las empresas que habían metido al mundo en la crisis, fue acusada de falsear su currículum diciendo que tenía linaje indígena. En caliente, sus detractores quisieron hundirle la carrera.

Al final, ella prefirió escribir calmadamente sobre el tema. Expuso que “todos sus familiares maternos, tías, tíos y abuelos, hablaron abiertamente siempre” sobre sus “ancestros nativos”. Que ella y sus hermanos crecieron escuchando historias sobre cómo su abuelo “construyó escuelas” y estableció su vida “en territorio indígena”.

Como Trump quería ponerla en evidencia, le exigió que se hiciera un test de ADN para ver si mentía o no mentía. Prometió un millón de dólares a la ONG que ella eligiera si perdía. El pasado octubre, Warren ya se cansó y se sometió al examen, revisado por el profesor de la Universidad de Stanford Carlos Bustamante, que concluyó que, si bien “la gran mayoría” de la ascendencia de Warren es europea, “los resultados apoyan firmemente la existencia de un ancestro nativo americano puro”. Ese ancestro, según Bustamente, aparece en el árbol genealógico entre “6-10 generaciones” atrás.

Hay asociaciones de nativos que, alineadas con Trump, siguen diciendo que es mentira. Que quizá su familia vivió con indígenas, otra cosa es la pertenencia de sangre. Ella se ha rehecho y aparece en actos con la comunidad sin arrugarse. Pese a todo, aquella historia le hizo mella, inicialmente fue blanda al defenderse, según los críticos que ponen en dura la fuerza de su carácter para enfrentarse a alguien como el magnate republicano. Es uno de sus retos, junto con el de los apoyos: demostrar que tiene habilidades políticas para salir de cualquier atolladero.

  Bernie Sanders y Elizabeth Warren, dos viejos amigos, se saludan después del debate entre aspirantes a la nominación presidencial demócrata del 30 de julio del 2019 en Detroit.Paul Sancya / ASSOCIATED PRESS

Lo que quiere hacer con EEUU

Warren declara que tiene una preocupación: que se la entienda. Teme el alejamiento de los ciudadanos respecto de la política y lo comprende, porque la lejanía de décadas ante sus problemas reales pesa. Fue una de las primeras voces críticas que, antes de atacar a Trump por su declarado racismo, su defensa de las élites o su incendiaria diplomacia, miró hacia dentro y pidió un examen del Partido Demócrata para ver por qué, pese a todo, no habían podido ganarle las elecciones.

En su examen de conciencia hay mucho de base ideológica. Cree que se han dejado por el camino postulados de raíz. No lo dice recurriendo a manuales de politólogos, sino a la decepción de la calle. “Hay que atender a la gente (...), hay que criticar pero también luchar”, repite. La pelea es contra el desencanto, la falta de respuestas y el populismo de derechas que ha crecido por su inacción.

Quiere “hacer”. Y algo ha hecho ya en estos años, a un nivel menor: ha promovido leyes que han logrado mejorar las pensiones de los funcionarios federales, reducir la cantidad de medicamentos recetados no usados, reducir la deuda de los estudiantes universitarios, dignificar el retiro de los veteranos o facilitar la compra de audífonos.

Ahora, en cuestiones económicas, quiere ir a por los más poderosos para que rindan cuentas. Su medida estrella, de llegar al Despacho Oval, sería imponer un 2% extra de impuestos a las fortunas de más de 50 millones de dólares y del 1% a las que superen los 25. Calcula que con eso podría tener, al menos, casi 2,75 billones de dólares, dinero que podría destinar directamente a garantizar la gratuidad de las guarderías de todo el país. “Esto no es una fantasía. Se puede hacer”, insiste.

No demoniza al mercado, sino que entiende que tiene que “volver a servir al bien público”, algo que se perdió en los años 80. “Pasó porque los políticos empezaron a reelaborar las reglas del mercado según lo que marcaban las corporaciones (...) por eso hay que hacer un cambio estructural”, sostiene. En sus estudios de años, queda constatado que suben constantemente las ganancias corporativas pero no las domésticas. Eso está “debilitando” la clase media de EEUU y es lo que hay que parar.

Plantea dar más ayudas al emprendimiento, sobre todo en empresas sostenibles, para crear empleo, y ayudas económicas de “impulso” a trabajadores con bajos salarios. “Un trabajo debería ser suficiente”, reclama, dentro de lo que llama su política de “patriotismo económico”. Eso se completa con una ley de movilidad y vivienda, que ya impulsó en parte con Obama años atrás, que contempla ayudas al pago de hipotecas, reducciones para familias con necesidades sociales y un plan de choque contra los guetos racistas en las grandes urbes.

En su plan por aumentar la competencia y reducir los monopolios, ha lanzado un aviso que ha hecho temblar a los grandes de la tecnología: quiere dividir estas macroempresas, porque “tienen demasiado poder”. Bingo: pese a la polémica, pocos días después de anunciarlo, el presidente Trump tomó nota y anunció que su administración iba a vigilar muy de cerca los monopolios. “No quiero perjudicar a estas empresas (Facebook, Apple, Amazon, Netflix o Google conocidas como las FAANG), sino ayudarlas”, dice.

Lejos de lo que hace Trump, quiere comerciar por el mundo con reglas, las de la Organización Mundial del Comercio, y no firmando acuerdos parciales o planteando guerras comerciales. La alianza económica con la Unión Europea es, para ella, prioritaria.

En materia educativa, plantea condonar préstamos de estudiantes de hasta 50.000 euros para quien no ingrese ni 100.000 al año en casa y que toda la educación superior y universitaria sea gratuita, una ley de infancia que incluya como gratis las guarderías y que no haya pago de matrícula, en ningún nivel, para las familias menos pudientes, incluyendo comedor y estancia si es necesario.

En política exterior, quiere el retorno de los soldados desplegados en Afganistán, Siria e Irak, volver a reconocer el acuerdo con Irán sobre el programa atómico de los ayatolás (del que Trump se salió hace un año y que sigue siendo defendido por Europa, China y Rusia), no está dispuesta a bailar el agua a Arabia Saudí en acciones como la guerra en Yemen y ha dicho en público que se plantea el reconocimiento del estado palestino.

En lo social, se sitúa también en el ala izquierda de su formación porque plantea el aborto como un derecho, incluso más allá de las 20 semanas que propugnan muchos de sus colegas, y plantea la legalización de la marihuana y una pelea brutal contra las compañías que, dice, perpetúan el mono de los enganchados a los opioides. Quiere también vetar por completo la posesión de armas de asalto o de gran calibre, de alta capacidad, y presionar para que los filtros de venta de las demás se endurezcan.En medio ambiente, es absolutamente partidaria de volver a los Acuerdos de París y en aplicar un plan de choque en la industria nacional. En cuanto a igualdad, reclama que sea nacional el permiso para que se celebren matrimonios entre personas del mismo sexo y que la operación de reasignación sea costeada por una sanidad pública.

Porque, claro, es una defensora del sistema estatal, no privado. Apuesta por un Medicare para todos, de verdad. Un seguro que cubra a todos los ciudadanos norteamericanos y que elimine las aseguradoras privadas y prácticamente todos los copagos. Plantea limitar las ganancias de las aseguradoras y reducir los precios de los medicamentos.

Huelga decir que no quiere un muro en la frontera con México ni ve la inmigración como un problema. “Los migrantes no son una amenaza para nuestra seguridad nacional, sólo buscan refugio. Es hora de poner fin a esta política draconiana y volver a tratar el tema desde lo civil, no como un problema penal”, insiste.

Plantea cambiar la actual ICE, la agencia de inmigración y control de aduanas, por una oficina “que refleje la moralidad de este país y que funcione”. También se compromete a proteger a los niños de familias sin papeles, los famosos dreamers, perseguidos por Trump, y aprobar una ley que ampare también a los menores que son ahora separados de sus familias al tocar suelo de EEUU.

Para que los “valores” del país tampoco se pierdan, añade a su programa una reforma del sistema electoral, sin sombras, sin dudas, más “limpio”, como la ley contra la corrupción que sería una de sus primeras apuestas de gobierno.

Si todo queda en nada, dependerá de lo que decidan, primero, los demócratas y, luego, los ciudadanos. Pero lo innegable es que un nuevo personaje se ha instalado en la vida política norteamericana. Ha nacido una estrella.