"Ellas" que no quieren ser nosotras
Isabel Bonig y Cayetana Álvarez de Toledo. 

«Me niego a entrar en el estúpido juego de tener que demostrar el doble para obtener la mitad», asevera la filósofa Amelia Valcárcel. Y es que las mujeres en general sufrimos hoy un veto a la hora de acceder a puestos de responsabilidad y disfrutar de las mismas oportunidades vitales que los hombres.

Aunque podamos celebrar leyes en favor de la igualdad y avances relevantes en las últimas décadas, todavía la igualdad efectiva no es real. Las mujeres aún no estamos en la toma de decisiones y el poder en igualdad de condiciones que los varones. En la representación institucional parlamentaria y municipal se establecieron, con la Ley de igualdad, las cuotas 60-40, para tender al equilibrio entre los sexos (en realidad suele ser el 60% para los varones y el 40% para las mujeres, ya se sabe que, aunque esté escrita la norma de manera neutra, la práctica suele poner el vaso medio vacío para las mujeres). Algún partido político como el PSOE además obliga en su normativa interna a las listas cremallera. Pero si revisamos el porcentaje de mujeres en el poder económico, en la empresa, en la patronal, en el mundo sindical, en la universidad como catedráticas, decanas, rectoras… O en el arte, en el deporte, en el ejército, en las reales academias, dirigiendo grandes medios de comunicación, en las galardonadas a prestigiosos premios, etc., ahí no hay ni cuotas ni cremallera que se ponga en marcha. Y es que en esta sociedad en la que vivimos hay menos jefas que jefes. Esto evidentemente no sale gratis para las mujeres: la brecha salarial y después en las pensiones no es por casualidad.  

El feminismo y la búsqueda de la igualdad es un combate irrenunciable para ampliar y consolidar la democracia. Lo más básico es que las mujeres no sean asesinadas y maltratadas, la lucha contra la violencia de género es el primer nivel que superar, incluyendo todo daño físico o emocional que las mujeres puedan sufrir como la mutilación genital, las violaciones, la explotación sexual y la reproductiva, impedir la libre elección de la maternidad y los matrimonios precoces y forzosos. El primer nivel es hacer que se respeten los derechos humanos. También está el nivel laboral y de cuidados en el que, por resumir, el objetivo es cuidar lo mismo y cobrar lo mismo. Y, por último, la paridad: que las mujeres y hombres estén igualmente representados en todos los ámbitos de la vida como la única manera de romper las estructuras sociales patriarcales.

Normalmente las mujeres con dinero o influencia están mejor posicionas socialmente y eso dulcifica su percepción de la desigualdad...

Como en cada campaña electoral que recuerdo, las “cuotas” salen a relucir en los debates de los y las candidatas. Habitualmente por parte de la derecha que sigue “erre que erre” ridiculizándolas e intentando suprimir la poca normativa existente sobre paridad o presencia equilibrada entre sexos.

De esta forma tropiezo con los debates televisados estos días y veo y escucho en la pantalla: “La primera mujer alcaldesa de Vall d´Uixó, la primera consellera de infraestructuras, la primera presidenta del PP… la primera, la primera, la primera… sin cuotas, por mérito y capacidad”. Y con ese desparpajo, en plan “porque yo lo valgo”, la señora Bonig se despacha insultando a tantas mujeres que no han podido ser las primeras de nada, a pesar de su valía y su esfuerzo, simple y llanamente porque fueron vetadas por ser precisamente eso, mujeres.

Y vuelvo a indignarme otra noche más como con la frase: “¿Ustedes dicen sí, sí, sí todo el rato?”, que preguntaba insultantemente la señora Álvarez de Toledo para de manera frívola e irresponsable cuestionar a las víctimas de una violación. Tan indignada como aquellas veces que en un juicio se ha preguntado a una mujer víctima si cerró bien fuerte las piernas cuando la violaban.

Esas mujeres terminan siendo caricaturas de su género. Terminan siendo unas gorronas de género, que disfrutan los derechos que otras conquistaron, incluso a pesar de ellas.

El machismo duele, a mí por lo menos, pero en boca de mujeres que están en la vida pública me escandaliza y me indigna. “Ellas” que reniegan del feminismo. “Ellas” que lo desprecian. “Ellas” que no quieren ser “nosotras”. “Ellas” que nos tachan de radicales a las demás mujeres que defendemos como primer elemento de una sociedad democrática la igualdad entre mujeres y hombres. “Ellas” que arrojan sobre todas las demás la sospecha de que han llegado donde sea por cuota, por regalo, no como “ellas” que son las mejores, y por supuesto la que no llega es porque no vale, no porque las reglas de juego patriarcales las excluyan. ¡Pobre madre mía!, tuvo la malísima suerte de nacer en una dictadura que dejaba muy claro cuál era el lugar de las mujeres sobre todo si tu familia era pobre.

Tantos años de lucha pública, en las calles, en los parlamentos, en el ámbito laboral, o de forma resiliente y callada en el ámbito privado, en la familia y en los pequeños círculos cotidianos, en todo caso lucha valiente, de tantas y tantas mujeres para conquistar cada vez más cotas de igualdad despreciados en 20 segundos mirando a cámara sin pestañear.

¿No se dan cuenta esas mujeres que ellas son fruto de la lucha de tantos años y tantas mujeres? Quizás es porque normalmente las mujeres con dinero o influencia están mejor posicionas socialmente y eso dulcifica su percepción de la desigualdad, sobre todo si en vez de unas gafas violeta se ponen una venda en los ojos. Pero me parece una actitud egoísta e ignorante. Esas mujeres terminan siendo caricaturas de su género. Terminan siendo unas gorronas de género, que disfrutan los derechos que otras conquistaron, incluso a pesar de ellas. Derechos que a veces intentan hacer retroceder. Me parece un disparate ver a mujeres emplearse a fondo para que sus congéneres retrocedan en libertad y oportunidades. Y es que nuevamente tiene razón Valcárcel, “El machismo mata, empobrece y atonta, por ese orden”.

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