Esa maldita superioridad de la izquierda

Esa maldita superioridad de la izquierda

La superioridad moral de la izquierda consiste en el convencimiento de que si las estructuras de poder no permiten velar por el interés general de los ciudadanos, sino atender en exclusiva a los privilegios de unos pocos, los esfuerzos del político deben ir encaminados a cambiar esas estructuras. Esa pretensión descompone a la derecha, que ve cómo se tambalea su doble pavoneo.

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Lo que más mortifica a la derecha cuando está en la oposición es, lógicamente, que gobierne la izquierda. La derecha tiene la misma consideración por los progres, cuando estos toman el poder, que hacia un grupo de chimpancés que trataran de pilotar un Jumbo, a base de toquetear al azar las palancas de la cabina. De ahí el lema "España en serio" del PP. El subtexto de ese eslogan no es tanto "la izquierda nos lleva a un destino que no nos conviene", sino "la izquierda no sabe pilotar el avión". El PP siempre ha tildado a los progres de aficionados: "Si les votáis, ni siquiera iremos adonde ellos quieren, porque no tienen ni puta idea de cómo funciona el Estado y estrellarán el Jumbo".

Cuando gobierna, lo que más fastidia a los conservadores es que la izquierda haga oposición desde lo que ellos llaman su maldita superioridad moral. A los conservadores nadie les da lecciones de ética, ¿vale? ¡Eso que quede claro!

Pero ¿qué es la superioridad moral de la izquierda?

La riqueza de un país consiste en mercancías y bienes culturales. Las mercancías son todos aquellos bienes y servicios que tienen que dar beneficio económico a su promotor. Por ejemplo, una tienda de ropa o una agencia de viajes. Los bienes culturales son, en cambio, aquellos que, aún pudiendo dar beneficio económico, ofrecen a la sociedad un valor añadido, de naturaleza cultural o social. Por ejemplo, un museo puede dar dinero, pero su fin principal es que la gente conozca, para su estudio y/o educación, una colección artística o científica.

La derecha tiende a convertir el mundo en mercancía pura y dura. Todo tiene que ser rentable económicamente, incluida la solidaridad entre los seres humanos. Ha pasado a la pequeña historia de la infamia la frase de Rajoy "Una cosa es ser solidario y otra es serlo cambio de nada". La izquierda, por el contrario, tiende a proteger (con dinero público) los bienes culturales, como el cine, los libros o la música, aunque no den dinero, en el convencimiento de que la rentabilidad financiera no es la única deseable ni posible. Existe una llamada rentabilidad social, que por no ser tan cuantificable ni objetivable como la económica, es puesta continuamente en cuestión por la derecha. Cuando la izquierda se leirepajiniza, tiende a considerar bien cultural hasta una exposición de cajas de zapatos vacías. Cuando la derecha se botelliza, es capaz de entregar a un fondo buitre incluso una vivienda de protección oficial.

El famoso reproche de tertuliano cavernícola "No voy a consentir que digas que sientes más que yo la muerte de miles de refugiados" se produce cuando la derecha se pone demasiado golosa: quiere lucrarse, y además, quiere quedar bien a los ojos de la sociedad. Pues mire, no. La imposibilidad de este tipo de postureo quedó clara desde que Charles Dickens escribió el Cuento de Navidad y dejó retratado a Mr. Scrooge. Era un miserable avaricioso, la gente no le saludaba por la calle ni tenía tratos con él, pero a él no le importaba, porque esa distancia le daba la certeza de que nadie se acercaría a él para importunarle. Scrooge sólo quería vivir tranquilo en su piscina de monedas de oro, a lo Tío Gilito, y tenía perfectamente asumido que ponerse como fin en la vida amasar dinero tiene un precio, que es parecer un monstruo. Cuando un rico exclama "¡Eh, que aunque no lo parezca, las personas me importan mucho" resulta tan ridículo y poco creíble como si, por ejemplo, el Gran Wyoming se sintiera obligado a a proclamar continuamente "¡Eh, que además de progre soy rico!".

Celia Villalobos invita a un café a Pablo Iglesias y monta en cólera porque percibe su respuesta como un desprecio: "Le faltó poco para escupirme a la cara". Pero Iglesias no le dice "Yo contigo no me tomo ni un café", sino "No vas a conseguir arrastrarme a una cafetería que se ha convertido en símbolo de los privilegios de la casta". El rechazo no es a Celia, sino a lo que Celia pretende hacer con él.

Hay una célebre declaración de principios de Cánovas del Castillo, el famoso político conservador del XIX, que dice

"La política es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible; nosotros venimos ante todo con la realidad; nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos, sino todo lo que en este instante puede aplicarse sin peligro."

La derecha bulímica no solo quiere vivir en el privilegio, sino dejar claro en todo momento, que si no se muestra más generosa con los necesitados no es porque carezca de compasión y buenos sentimientos, sino porque no le es posible demostrarlos en ese momento. El "peligro" del que habla Cánovas puede ser desde el infame "efecto llamada" (si aplicamos los derechos humanos en nuestras fronteras) al "no nos van a prestar" (si exigimos renegociar la deuda para poder aplicar políticas sociales). Cuando Celia le dice a Pablo "Bienvenido a la realidad" significa "Bienvenido al mundo de Cánovas, donde solo aplicamos la parte del ideal que es posible en las actuales circunstancias". Villalobos pretende que veamos el Congreso como una maquinaria infernal, diseñada por fuerzas kafkianas, cuyos engranajes inmutables determinan lo que se puede y lo que no se puede hacer en cada momento. El Congreso, con su reglamento decimonónico y sus mayorías absolutas capaces de vetar hasta una inocente comisión de investigación, representa, para Celia, la realidad, entendida como lo opuesto al deseo. La realidad es adulta y el deseo, adolescente o infantil.

"Llevo muchos años en la política y tengo una mochila importante" -le advierte Celia a Pablo, que es lo mismo que decirle "Tú eres un niño delirante y caprichoso y yo una madre madura y responsable".

La superioridad moral de la izquierda consiste en el convencimiento de que si las estructuras de poder no permiten velar por el interés general de los ciudadanos, sino atender en exclusiva a los privilegios de unos pocos, los esfuerzos del político deben ir encaminados a cambiar esas estructuras. No se trata, como Cánovas, de hacer "solo aquello que es posible, dadas las circunstancias" sino de cambiar las circunstancias mismas. Que no solo digas "lo siento", sino que además se note que lo sientes. Esa pretensión descompone a la derecha, que ve cómo se tambalea su doble pavoneo: no sólo somos más listos, capaces de mandar a nuestros hijos a colegios caros y de vivir rodeados de lujo y esplendor, sino que además somos tan sensibles y humanitarios como vosotros. La realidad de las actuales circunstancias nos impide traducir en acciones nuestros nobles sentimientos, so pena de poner en peligro la sostenibilidad del Estado y la sacrosanta estabilidad de los mercados financieros.

"Ahí arriba hay un bar de diputaos, espero que nos podamos tomar muchos cafés tú y yo" significa "Confío en que al final tragarás".

Solo le faltó añadir: "Y acabarás jugando conmigo al Candy Crush en mitad de un Pleno, perroflauta".