Expertos en malas artes

Expertos en malas artes

La vida está llena de emociones, trampas y triunfos, y el deporte, claro está, no iba a ser una excepción.

Giovanni Gerbi durante el primer Giro de Lombardía, 1905.Mondadori / Getty Images

Seguramente si hiciésemos una breve encuesta sobre los deportistas más tramposos de toda la historia, en la nómina aparecerían figuras de la talla de Lance Armstrong, que usó drogas para mejorar su rendimiento; el futbolista Carlos Kaiser, que simuló lesiones para no jugar un solo partido profesional; la maratoniana Rosie Ruiz que conquistó la maratón de Boston con la ayuda del metro o Mike Tyson, que no dudó en utilizar la orina de sus hijos para poder pasar los exámenes antidoping.

Pero, quizás, pocos recuerden la figura de Giovanni Gerbi (1885-1955), apodado como el Diablo rojo, uno de los ciclistas más fulleros de la historia del deporte.

El tren que nunca llegaba

El vocablo tifosi es un término italiano preciso que se utiliza para designar a los seguidores de un equipo. Y esto es precisamente de lo que presumía nuestro protagonista, de contar con una hinchada abultada e incondicional.

En marzo de 1907 se celebró la tercera edición del Giro de Lombardía, la llamada “clásica de las hojas muertas”. Gerbi, vencedor de su primera edición, decidió prepararla con minuciosidad durante el mes anterior, cubriendo hasta en veinte ocasiones todo el trayecto. Analizó con pulcritud los repechos, las curvas peligrosas y los lugares en los que podía sacar un mayor rendimiento a su físico.

El día 3 de noviembre se celebró la competición. Milán fue el punto fijado para la salida y la línea de meta se estableció en Sesto de San Giovanni, distante a 210 kilómetros.

Apenas se había iniciado la carrera cuando Gerbi protagonizó un frenético ataque, más propio de los últimos kilómetros de carrera. Ante la extrañeza de propios y extraños consiguió escaparse en solitario y llegar con bastantes minutos por delante del pelotón a un paso a nivel con barrera en Busto Arsizio. Allí había congregados un grupo de tifosi que lo alentaron y vitorearon.

Cuando llegó el pelotón a aquel punto se encontró que el guarda había bajado el paso a nivel y que se negaba a dar paso a los ciclistas alegando la proximidad de un tren. Pasaron los minutos, y en vistas de que el tren no hacía acto de aparición decidieron bajarse de sus anticaballos, que era como entonces se conocía a las bicicletas en Italia, y sortear la barrera.

Fue entonces cuando los espectadores invadieron la calzada, dando inicio a una algarada de espanto entre ciclistas y viandantes que terminó en batalla campal, siendo necesaria la intervención de varios miembros del Arma de Carabinieri, un cuerpo especial de la policía italiana.

Del primero al último

Mientras esto sucedía Giovanni continuaba su escapada en solitario. Después de 180 kilómetros llegaba eufórico, con los brazos en alto, a la línea de meta. El segundo en llegar fue el francés Gustave Garrigou, 38 minutos después.

Una vez terminada la carrera llegaron las acusaciones, los dimes y diretes. Al final se descubrió todo el pastel: Gerbi había sobornado al guarda que controlaba la barrera para que entorpeciera el paso del pelotón y le concediese unos minutos de ventaja. Por si esto no fuese suficiente, el ciclista había congregado allí a tifosi capaces de poner el resto de la carne en el asador.

La estrategia fue intachable, pero el resultado no. Los jueces fueron implacables: Giovanni Gerbi fue descalificado, le apearon del pódium y le obligaron a ocupar el último puesto de la carrera.

La trifulca que se montó entonces fue de órdago, los tifosi estaban que bufaban, gritaban a los cuatro vientos que los lombardos preferían regalar la victoria a un francés antes que reconocer la superioridad de un piamontés. Durante las semanas siguientes organizaron manifestaciones, asaltaron a los repartidores de la prensa deportiva y publicaron cartas amenazadoras contra los jueces de carrera.

Por cierto, tan solo ha habido un ciclista español que se haya alzado con la victoria del Giro de Lombardía en toda su historia. Fue Joaquim Rodríguez y lo hizo durante dos años consecutivos. Eso sí, sin recurrir a las malas artes.