Faltos de luces

Faltos de luces

Por lo visto, preferimos pensar que el virus tiene horario de oficina y no contagia de seis a diez de la tarde en las calles del centro.

.Carlos Alejándrez 'Otto'

No me gustan las películas de miedo, ni me intrigan, ni me entretienen ni me intimidan. Ni siquiera se me eriza el vello de la nuca cuando al fantasma de la niña se le pone cara de vieja y la boca se le abre como el túnel de Guadarrama.

Así que para que yo entrara en aquel cine en el que proyectaban Poltergeist fue necesario que alguien me engañara previamente; o alguno de mis hijos o alguna de mis novias, que cualquiera de los dos grupos ha sabido, de siempre, torearme. Desde luego, me aburrí soberanamente (¿Qué significa tal modismo? ¿Que uno se duerme como un rey o que bosteza como un brandy peleón?), pero me admiró el denodado, y fallido, esfuerzo de los guionistas por extraer fuerza dramática de donde no podía haberla.

Ni siquiera en la escena en la que la madre le grita a su hija que no se acerque a la luz. Poco puede asustar la frase que durante décadas se han dicho las parejas en los portales.

De hecho, no hubiera estado de más que aquella actriz hubiera recorrido Madrid en estos últimos días repitiendo su aviso desgarrado a los que (después de ocho meses de contagios, muertes indebidas, respiradores de menos, confinamientos, regulaciones de empleo y cierres por asfixia) se echaron a la calle, y se puede decir que todos a la misma, a deleitarse con el parpadeo de no se sabe cuántos millones de bombillas que lo mismo dibujan delicadas constelaciones que figuritas de Lladró o banderas desmedidas. 

Esta última idea me parece excelente; dispuesta ya la enseña nacional por el Ayuntamiento, los próximos manifestantes que quieran combatir las mascarillas con patriotismo pueden dejar la suya (la bandera, digo) en casa y ahorrarse así un lavado. Menos gasto de agua y menos restos de detergente vertidos al Jarama.

Aunque se resentirían los negocios de los chinos, que han cambiado en sus comercios los gatos puño en alto por piezas de tela rojigualda.

A estas alturas, el más empecinado de los ciudadanos sabe, o debería saber, que las medidas de higiene continua y el aislamiento social son eficaces

Argumentan los munícipes (que, de antonomasia, más bien poca) que es necesario suministrar un tanto de alegría a una población aturdida por la larga campaña de restricciones y asedios que aún soporta. Alegría que quizás avive la economía de comercios y establecimientos hosteleros, cuyo andamiaje no resiste ya más el peso de las cajas vacías. Y no dejo de comprender la angustia de regidores y gestores de lo público, que no pueden perder de vista el decaimiento de nuestra economía, para la que, espero equivocarme, no habrá UCI en que puedan estabilizarla de mantenerse esta situación.

Y nunca la economía es un término abstracto; por experiencia sabemos que cada decimal que baila en los balances se traduce en familias que encargan el almuerzo al delivery del Banco de Alimentos.

Más me cuesta entender el poco provecho que hemos sacado de la lección que el verano nos dictó en nuestra propia aula y en aulas ajenas. El otoño trajo consigo un segundo tsunami para el que tampoco estuvimos preparados. La pugna entre las diversas administraciones por ver quién la tenía más larga (la lista de medidas, no sé qué habrá pensado ustedes) ha dado lugar a la más absoluta desinformación. Me entristece que las leyendas urbanas y las teorías enloquecidas campen a sus anchas por el paraíso tecnológico que tan poca cultura, al parecer, nos ha procurado.

Ni siquiera recordamos el aviso del buen Machado: lo único perfectamente serio es el golpe del ataúd en la tierra.

Y tengo la impresión de que a muchos les suena a redoble de pandereta.

A los de mi pueblo, en cambio, los colorines psicodélicos no nos impresionan, tras haber presenciado zarzales parpadeantes de luciérnagas, madroños sobre la nieve, e incluso, en mayo, un cerezo ardiendo de oropéndolas.

A estas alturas, el más empecinado de los ciudadanos sabe, o debería saber, que las medidas de higiene continua y el aislamiento social son eficaces; son, de hecho, las únicas medidas que han demostrado su eficacia. Mientras que ediles, gestores autónomos y Gobierno estatal se ponen de acuerdo (o el Atlético gana la Liga, que tanto da un plazo como otro), tenemos la posibilidad de contener la expansión de la enfermedad manteniendo la cabeza fría.

Y el público parece haber decidido que no es necesaria la responsabilidad cuando ya ha encontrado a quien echar la culpa

Pero, por lo visto, preferimos pensar que el virus tiene horario de oficina y no contagia de seis a diez de la tarde en las calles del centro.

O que la luz ultravioleta, tan eficaz en la desinfección, es la que sale de las bombillitas verdes y azules que dibujan tapices y gatitos.

Mientras tanto, restaurantes, cines, teatros y espectáculos, sometidos a protocolos de seguridad que para sí quisieran muchos laboratorios, sienten como el hilo del que pende la espada del cierre se resquebraja un poquito más.

Quizás es que el coronavirus se crece con un tinto vigoroso y un plato de caza.

A mí, al menos, me resucita.

O quizás es que los responsables de lo público perdieron el oremus hace ya tiempo, desbordados por la situación, y ya les da lo mismo inaugurar un hospital sin sanitarios que un bosque encendido de guirnaldas.

El alcalde de Vigo, que ha decidido que su ciudad es un referente mundial de la Navidad, enciende el alumbrado solicitando al público que no acuda al acto.

Yo, qué quieren que les diga, prefiero las ostras sin toldos intermitentes.

Y el público, que (lo siento, Larra) está por todas partes ejerciendo de lo suyo, parece haber decidido que no es necesaria la responsabilidad cuando ya ha encontrado a quien echar la culpa.

Me imagino que Dios, que ya ha avisado a los Reyes Magos para que acudan de uno de uno al portal y no excedan el cupo, les enviará un GPS con el que puedan orientarse.

Y tal vez decida no encender la estrella para evitar aglomeraciones.