Gazpacho

Gazpacho

La receta del gazpacho se ha aprovechado de los avances tecnológicos hasta conseguir que hayamos olvidado su menesteroso origen.

Homemade tomato soup with Basil, toast and olive oil on a wooden table. Prepared a vegetarian dish on a dark background. Top view with copy space.vasiliybudarin via Getty Images

A veces pensamos que somos nuestras madres, capaces de ajustar la sal y el vinagre sin soltar la plancha con la que marcaban aquella raya que tanto odiábamos en los pantalones. Pero no es el caso. Y un gazpacho merece toda la atención que podamos ponerle.

El problema es que la mayoría lo hace a la buena de Dios, sin darse cuenta de que el gazpacho es la gran sopa fría europea; error extensible a la tortilla de patata, las croquetas, la paella, la ensaladilla… 

Parece evidente que tan genial idea comenzó siendo uno de los muchos recursos que permitían hacer tragable los restos de pan; migajón de piedra al que se le añadía agua, aceite, ajo, mucho ajo, y vinagre. 

Siempre he defendido que la cocina campesina es hija directa del hambre. Néstor Luján odiaba el pá amb tumaquet porque le recordaba la miseria del payés; y él, de estómago burgués, nunca se atrevió a comer tristeza.

Son muchas las aficiones que comparto con el ilustre catalán: la comida, los toros, los puros, los viajes, los libros… pero del anterior aserto difiero rotundamente. Pocos bocados más simples, inspirados y sublimes que un buen pan frotado con el mejor tomate (con o sin ajo) y un lujurioso chorro de aceite. 

¡Cuánto hubieran mejorado los bocadillos castellanos, que, de tan tristes, parecían esculpidos por Berruguete, con el technicolor del tomate y el oro viejo del aceite!

Razonándolo ahora, tantos siglos después, urge afirmar que, de la rapiña de la Conquista, el verdadero tesoro fue, sin duda, el tomate. Cuesta entender siglos y siglos de cocina en blanco y negro. 

Sin embargo, la adopción de éste en guisos, ensaladas y sofritos, se entretuvo más de doscientos años, hasta que la Ilustración hizo honor a su nombre incluyéndolo en los recetarios.

Desde entonces, la receta del gazpacho se ha aprovechado de los avances tecnológicos hasta conseguir que hayamos olvidado su menesteroso origen. Al agotador mortero, que nos permitía a los pastores graduarnos como onanistas, le sustituyó el ruidoso brazo de la Turmix, que mejoró sensiblemente su consistencia. 

Décadas después, la batidora fue relevada por la carísima y eficaz Thermomix (mejor los modelos antiguos, menos sofisticados y mucho más resistentes) que nos ha permitido lograr la textura suave, aterciopelada, untuosa, que hace del gazpacho el entrante más excelso que ninguna tradición culinaria haya logrado. Y lo digo con la humildad que la ocasión requiere.

Al agotador mortero, que nos permitía a los pastores graduarnos como onanistas, le sustituyó el ruidoso brazo de la Turmix, que mejoró sensiblemente la consistencia del gazpacho.

Gracias a las máquinas es posible aligerarlo de pan, incluso eliminarlo, y emulsionar el sabor rotundo y sutil del mejor aceite.

Y a su altura, el vinagre de Jerez, con años y raza, para que aporte su yodado bouquet.

Esta defensa de productos y técnica no me impide reconocer que, ajenos a toda sofisticación, aún refrescan mi memoria sublimes gazpachos que no necesitaron ni electricidad ni tomates.

Recordaré siempre el que, en medio del verano, compartí con los descorchadores extremeños que, cada ocho años, desnudaban los alcornoques de mi aldea. En amplio recipiente de madera machacaban algunos ajos pelados junto a un migajón de pan ablandado en vinagre y un par de huevos recién fritos. A este majado, que adquiría la consistencia de unas gachas, añadían el aceite, sin dejar de remover de manera uniforme para que no se cortara, y, acto seguido, el agua. Comprobada la sazón, y en corro, lo acometíamos con cucharas de palo.

No menos curioso aquel que perpetraban los míos en mitad de la era, en el declive de la primavera. La fórmula en nada difería del extremeño (tan sólo la Sierra de la Hiruela nos separa de Cáceres), a excepción de que renunciaba a los huevos fritos. Y que quizás derrochara los primeros pepinos y alguna cebolleta igualmente picada (los tomates no maduraban hasta finales de julio).

Pero lo bueno era su crujiente guarnición: las crías de gorriones y tordos desalojadas de sus altos nidos entre risas de vértigo. Pajaritos que nuestras abuelas, madres, tías… habían desplumado y eviscerado antes de freírlos hasta que se tornaran curruscantes. No hace falta señalar que en aquella razzia contra las cabecitas rapadas no anidaba el sadismo, sino una fórmula drástica, pero efectiva, de proteger nuestra escasa fruta y la cosecha siempre insuficiente.

Muchos años después, leyendo a Grande Covián, me hizo gracia saber que al gazpacho, para alcanzar la perfección, sólo le faltaba la carne.

Algún domingo, y rememorando aquella experiencia, acompañé éste, para satisfacción de mi prole, con pequeñas y apenas fritas, para que resultaran jugosas, albóndigas de pluma o secreto de racial cerdo ibérico. Dicho queda.

Ni que decir tiene que hay más gazpachos que domingos. Y a estas alturas sería difícil saber cuál es el más ortodoxo.

Sin embargo, hoy los dos ingredientes del Nuevo Mundo, tomate y pimiento, se me antojan imprescindibles. El pepino, necesario. Y no siempre el ajo.

Para mi gusto, sobran todas las especias. El comino repite como una mala novia; y el pimentón no se justifica ni para aportar color. Para eso ya está el pimiento rojo.

Mucho me temo que el cambio climático, que solo los imbéciles niegan, me permitirá servir gazpacho en el menú de Nochevieja.

Curiosamente, este año, hasta entrado junio, mi frutero me vendía los tomates con bufanda, para que no desentonaran con las lentejas que el cuerpo reclamaba entre toses y tiritonas.

Aunque en este julio con vocación de Apocalipsis, no sólo  tomates, pepinos y pimientos me piden desnudez; también los camareros, y más de un cliente.

Yo, entre sudores, les digo que nunca es bueno comenzar una comida por los postres.

Mejor un gazpacho.

EL GAZPACHO DE VIRIDIANA

Para cuatro raciones

Ingredientes:

  • 1 kg de los mejores tomates, perfectos de madurez
  • 2 pimientos verdes de los llamados “cuerno de cabra” o “italianos”
  • 1 pepino grande
  • ½ panecillo (“alcachofa”)
  • 125 ml. de aceite de oliva virgen, preferentemente en rama
  • 1 chorrito prudente de excepcional vinagre de Jerez
  • 250 ml. de agua mineral (salvo que prefiera el bouquet a lejía del grifo)
  • La necesaria sal gorda
  • 2 cucharadas de tomate ketchup (de la marca Heinz, por ejemplo)

Elaboración:

Pelado el pepino y liberado de su parte amarga, córtelo en gruesos trozos, y de igual manera los tomates con piel y los pimientos liberados de semillas. Añada el vinagre, el aceite, el agua, la sal, el pan y la herejía del kétchup (también medio diente de ajo si le place. Yo sólo lo uso en el gazpacho de fresones). Con ayuda de la Túrmix o la Thermomix, tritúrelo a conciencia antes de pasarlo por su más fino colador presionando con un cacillo.

Sírvalo muy frío, acompañado, por ejemplo, de daditos de tomate, pimiento, pepino y crujientes grisines.

Recuerde que el gazpacho es un zumo de verduras; en definitiva, debe ser consumido en el día. Pero, si le sobrara, guárdelo en el lugar más frío de la nevera, nunca en el congelador, e impolutamente tapado para que no se oxide.

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MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”