Gregorio Ordóñez explicado a los más jóvenes: el crimen que puso el primer clavo en el ataúd de ETA

Gregorio Ordóñez explicado a los más jóvenes: el crimen que puso el primer clavo en el ataúd de ETA

El asesinato del político del PP, hace hoy 25 años, supuso un cambio de estrategia de la banda y, a la postre, un rechazo social que la dejaría moribunda

Casi sin darnos cuenta—porque pronto se acostumbra uno a lo bueno—, España ha salido de las tinieblas del terror etarra. 829 muertos, miles de heridos, secuestrados, extorsionados y amenazados después, la banda ha perdido, les hemos ganado, simplemente. La calma que da saber que no habrá más sobresaltos —ni coches bomba ni disparos ni zulos— amenaza también la memoria, pero es necesario rescatarla: cuando hay nuevas generaciones que tienen que buscar en la Wikipedia quiénes eran estos sanguinarios, toca sacar a flote a figuras sin cuya pelea ese fin no habría llegado. Una de ellas es la de Gregorio Ordóñez, asesinado hoy hace 25 años.

Por qué fueron a por él

Teniente de alcalde por el PP en San Sebastián y parlamentario vasco, a Gregorio Ordóñez Fenollar (Caracas, Venezuela, 21 de julio de 1958) lo mataron el 23 de enero de 1995 cuando comía con tres compañeros de trabajo en la parte vieja de su ciudad. Un lunes cualquiera, una reunión más, acabada por un tiro en la nuca. A sus 36 años, tenía una carrera política de tres lustros a sus espaldas, un prometedor futuro en las elecciones de ese año, una esposa profesora (Ana Iríbar) y un crío de 14 meses (Javier).

Y tenía algo que molestaba mucho a los etarras: “ideas claras”, “compromiso”, “valentía”, “capacidad crítica”, “personalidad”, “un compromiso inquebrantable con la convivencia pacífica”, “honestidad”, “brillantez”, “un intenso deseo de cambiar la sociedad”... Así lo ven sus compañeros de entonces, sus amigos y sus allegados, en textos que estos días recuperan su recuerdo y que recopila la fundación que lleva su nombre.

Hijo de turolense y valenciana, dueños de una lavandería industrial levantada tras regresar de la emigración en Venezuela, periodista de formación, se enroló en las Nuevas Generaciones del PP (entonces Alianza Popular) y en 1983, con 24 años, fue elegido concejal. Fue un hacedor de alcaldes, facilitando Gobiernos de Eusko Alkartasuna y el PSOE, y ocupó carteras municipales relacionadas con el Urbanismo, el Turismo y los Festejos. Tres veces fue cabeza de lista de su partido en Donosti, y lo iba a ser una cuarta, pero lo asesinaron.

Si sólo nos quedamos con los bajos datos que hoy cosecha el partido de Pablo Casado en San Sebastián—Borja Sémper aparte— nos equivocamos: Ordóñez hizo que el PP fuese la fuerza más votada en las elecciones europeas de 1994, en plena capital de Guipúzcoa, y cuatro meses después de su atentado, en mayo, hizo lo propio en las municipales. Su efecto perduraba.

“Me metí en política porque quiero mucho a mi tierra y no quiero verla doblegada por el yugo de los pistoleros de ETA”, dejó dicho entonces. Con esos valores, dispuesto “a no dejar margen” a los asesinos y más centrado en el bien de los ciudadanos que en las luchas partidistas, se convirtió en una persona incómoda para la banda, no para los vecinos que lo abordaban de camino al Ayuntamiento cada día, con sus problemas. Su jornada empezaba siempre con dos horas de atención a los donostiarras. Todo el mundo sabía el camino que hacía de su casa al trabajo. Sin escolta, a la que renunció, pese al ambiente hostil y amenazas como estas:

Cómo lo mataron

En las navidades de 1994, el sanguinario terrorista Francisco Javier García Gaztelu (Txapote) formaba junto a Juan Ramón Carasatorre Aldaz (Zapata) y Valentín Lasarte Oliden un célula de ETA radicada en San Sebastián. El Comando Donosti, un nombre que aún causa escalofríos.

En esas fechas, García Gaztelu le dijo a Lasarte que recabara información sobre el teniente de alcalde del Ayuntamiento. Buscaba matarlo, no secuestrarlo o extorsionarlo. Tras varios días de seguimientos y vigilancias, Lasarte, el chivato que contaba cómo los políticos no abertzales iban al bar de sus padres y se movían por el casco viejo, comunicó a los otros que lo mejor era atacar a la hora de la comida.

Hace hoy 25 años, cuando Lasarte vigilaba los movimientos de Gregorio Ordoñez en las inmediaciones del consistorio de San Sebastián, vio cómo el edil, acompañado por los populares Enrique José Villar Rodríguez de Hinojosa, María San Gil Noain e Iciar Urtasun Berroa entraba en el bar-restaurante La Cepa, ubicado en la calle 31 de Agosto de San Sebastián.

Allí observó que se disponían a comer, tomó nota de dónde se sentaba Ordóñez y se lo contó a García Gaztelu y a Carasatorre Aldaz, que estaban en un piso de la calle Birmingan, del barrio de Gros, según se extrae de la documentación policial aportada en el juicio. Juntos todos, se fueron hacia el bar y, tras decidir el camino por el que escapar, a las 15:15 horas Txapote entró en el recinto y con una pistola Browning HP-35 del calibre 9 mm. Parabellum disparó al político en la cabeza. Ordóñez murió en el acto, dice la autopsia, mientras los etarras—tanto el autor material y sus colaboradores, que vigilaban fuera— escapaban.

La mujer de Ordóñez recibió la noticia del asesinato con su hijo en brazos.

Por qué fue un caso distinto

Hasta el momento en el que Ordóñez fue asesinado, la estrategia de la banda había sido la de matar sobre todo a miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado (Guardia Civil y Policía Nacional), los “represores”, “fascistas” y esas cosas, que decían—primorosamente encapuchados— en sus comunicados. Pero entonces comenzó una etapa nueva, en la que sostenían que había que “socializar el sufrimiento”, extenderlo a otras capas de la sociedad (jueces, fiscales, empresarios, periodistas, políticos). “El sufrimiento comienza a repartirse”, afirmaban amenazantes, aferrados a la doctrina llamada Oldartzen (acometiendo).

ETA consideraba “legítimo” utilizar “todas las formas de lucha, tanto la institucional, la de la calle como la lucha armada”, y por eso apostó por una extensión del terror que, además de nuevas dianas, incluyó la kale borroka o lucha callejera. La banda asesinó durante la vigencia de Oldartzen a 98 personas (lejos de las 450 de los llamados años de plomo, los 80), según el Ministerio del Interior. Una treintena de ellos eran políticos.

Querían más impacto, poner a los políticos, a los que tenían el timón de las instituciones, bajo su miedo, su presión, para así lograr resultados, respuestas a esas exigencias suyas que, si un día fueron políticas, pronto pasaron a ser sencillamente criminales. Estaban en crisis: en 1992 se había producido la caída de la Cúpula de Bidart (Francia), el mayor golpe policial a la cabeza de la serpiente. Ahora quizá no se llegue a entender la importancia de aquel paso, pero fue determinante para que comenzase el declive de los terroristas, que aún pensaban que estaban ganando su pulso al estado, en un año clave para la imagen de España y su estabilidad, con los Juegos Olímpicos de Barcelona o la Expo Internacional de Sevilla.

Esa descomposición les llevó a dar pasos arriesgados como matar a Ordóñez, por más que no fuera el primer político con el que lo intentaban: antes hubo planes frustrados contra otros miembros del PP y de UPN, pocos meses después quisieron matar a José María Aznar y se desactivó hasta un ataque con mira telescópica previsto en el cementerio de Polloe, donde ETA quería matar a más dirigentes mientras enterraban al concejal. Pero Goyo, como lo conocían sus amigos, fue el primero, y de ahí el impacto de su asesinato.

Les quedan pocos días de estar en la calle pavoneándose, sé que la gente va a conquistar la calle. (…) se les ha perdido el miedo y se les ha acabado el chollo. Por primera vez estamos en un camino irreversible, la fiesta, la alegría y la libertad va a ser una constante en nuestras calles. Esto es levantar la cabeza del barro. La gente se ha cansado de estar pisoteada

Era tan apreciado por personas de todo signo político, en su ciudad y en todo el País Vasco, tenía tanto predicamento y tantas amistades en otros partidos, fue tan crudo su tiro en la nuca, que la sociedad española se unió contra ETA como nunca antes. Luego llegaron más cargos públicos, hasta Miguel Ángel Blanco, pero con Ordóñez se inició una etapa desconocida, la de las grandes movilizaciones sociales que acabaron actuando como un catalizador del final de ETA. El rechazo explícito a la banda se veía fuera de Euskadi, pero también dentro, donde ciertos sectores habían estado durante décadas apoyando, coqueteando, tapando o quitando hierro a la actividad terrorista. Ya no más.

“Les quedan pocos días de estar en la calle pavoneándose, sé que la gente va a conquistar la calle. (…) se les ha perdido el miedo y se les ha acabado el chollo. Por primera vez estamos en un camino irreversible, la fiesta, la alegría y la libertad va a ser una constante en nuestras calles. Esto es levantar la cabeza del barro. La gente se ha cansado de estar pisoteada”, dijo el edil pocas semanas antes de morir.

Judicialmente, los tres etarras que participaron en el atentado acabaron siendo condenados: a Txapote, Zapata y Lasarte se les impusieron 30 años de pena a cada uno. El último, etarra arrepentido, ha llegado a pedirle perdón cara a cara a la hermana del asesinado, Consuelo Ordóñez, actual presidenta del Colectivo de Víctimas del Terrorismo (COVITE). La familia, no obstante, sigue peleando para que se procese a los autores intelectuales del crimen, a los que dieron la orden y señalaron el objetivo. Es parte de la justicia que queda por hacer, cuando hay 379 muertes de la banda etarra sin resolver.

Su recuerdo

El 25º aniversario de este asesinato ha venido precedido, el pasado 20 de enero, de un homenaje celebrado en La Zarzuela y presidido por Felipe VI, en recuerdo del político popular con presencia, por ejemplo, de ese hijo que no conoció apenas a su padre, hoy un ingeniero que tiene claro de dónde viene.

Sin embargo, lo más emocionante de la efemérides pasa por San Sebastián, la ciudad en la que trabajó, en la que también estaban los que le odiaban, donde una exposición titulada La vida posible va a recordarle en el Palacio de Miramar desde este jueves.

Dos días más tarde, el Ayuntamiento colocará una placa en el restaurante donde lo mataron, dentro de un proyecto global de reconocimiento a las víctimas del terrorismo en la ciudad.

Memoria y recuerdo por un hombre que, muriendo, ayudó a que ETA esté ya “fuera del mundo”, como le gustaba decir al exministro Alfredo Pérez Rubalcaba.