'Hier encore'
Charles Aznavour.GUILLAUME SOUVANT via Getty Images

Mi padre y los curas lo tenían claro: aparte de ser una lengua de señoritas y afeminados, saber francés iba a servir de poco a finales del siglo XX. En cuanto llegué al colegio, de mi vida despareció, casi de un plumazo, todo lo que tuviera que ver con nuestro vecino del norte, empezando por las canciones de Luis Mariano, que le gustaban a mi madre, o de Adamo, que, como decía mi padre, sonaban mucho mejor en la voz de Raphael. Convencido de que el futuro sería made in USA, mi padre me apuntó con apenas seis años a varios cursos audiovisuales basados en look, listen and speak. Mientras las atildadas voces avanzaban y retrocedían en la cinta del viejo magnetofón de don Alejandro o don Felipe, las filminas nos introducían en el carácter elegante y moderno de la vida cotidiana inglesa. Con su mochila -esa que nosotros sólo usábamos cuando nos sacaban de excursión- al hombro, camino de la escuela, los muchachos pelirrojos saludaban sin levantar la voz a las chicas pecosas, su mum preparaba un delicioso cake y al dog no se le ocurriría mearse en la house. Las canciones en inglés, como los cursos que pretendían enseñarlo sin esfuerzo, nos trasladaban a un mundo elegante, ordenado, silencioso, sin trampa ni cartón. En definitiva, en aquel beautiful world de nuestra infancia hasta our taylor was rich.

Todo habría ido bien si a los dieciséis no hubiera conseguido una beca para visitar los países del entonces Mercado Común Europeo. Ay qué mal vas a comer, se lamentaba mi madre, esa gente le pone a todo mantequilla. Ya verás las francesas, fanfarroneaban mis amigos. Sé prudente, que no se te vaya la mano con el vino, me advertía mi padre, los gabachos llevan dentro el espíritu de Pepe Botella. Cuando subí al autobús, comprobé que la mayoría de los becados y los profesores eran del seminario de francés del instituto. Sí, a partir de ahí París fue una fiesta, una de las mejores que he conocido. Ni bebí ni comí demasiado. Tiré un centenar de fotos, la mayoría oscuras, movidas o desenfocadas, y volví sin un franco porque me gasté todo lo que llevaba en cintas: de Edith Piaf, Brel, Leo Ferré, Serge Lama y, por supuesto, de la española más francesa, mi querida Mari Trini.

Al filo de la mayoría de edad, y gracias a los discos de grandes éxitos que editaban para navidad, descubrí a Charles Aznavour. No tenía la dureza o el brío de Becaud, ni me parecía capaz de escribir una canción tan dura como Ne me quitte pas; era más serio que Dassin, y no tan elegante como Yves Montand. Las historias de Aznavour tenían, además, el encanto de sus traducciones, algunas firmadas por Don Diego, un enigmático personaje del que luego supe que era un director de orquesta llamado Abramo Italo Ferrario. A otras, Rafael de León les proporcionaba la majestuosidad de una letra de copla. Ayer todavía/Tenía veinte años./Perdía el tiempo/pensando poder detenerlo/y para retenerlo/incluso adelantarlo/no hacia mas que correr/quedando sin aliento…

Los discos de Aznavour habían empezado a llegar a España hacia 1960 pero fue a mitad de la década cuando su popularidad se afianzó en nuestro país, en parte gracias a Venecia sin ti, La Boheme o la insufrible La mama. Pese a ser un chansonier conocido, muchos críticos y aficionados lo relegaron, como a Hardy o Becaud, a una especie de segunda división de la música gala porque en el final del franquismo y la transición el prestigio se lo reservaron, además de Brel, Brassens, un poco Montand, Ferré y, por supuesto, Moustaki. O sea, los serios; los, al menos en apariencia, más intelectuales; aquellos que servían de modelo a cualquier cantautor hispano con aspiraciones que los citaba a todos de corrido en cualquier entrevista sin hacer la mínima referencia a Barbara o a Serge Gainsbourg.

Durante los ochenta y los noventa, cuando yo ya había desistido de aprender el idioma de Prevert, pero había descubierto a Marguerite Duras y a Monique Lange, el augurio de los curas y de mi padre empezó a ser una realidad. El desconocimiento de la música, como de otros aspectos de la cultura francesa, se hizo casi total entre nosotros. Ni siquiera Nilda Fernández, que llegó a cantar con Bosé, Marina Rossell o Mercedes Sosa, tuvo el reconocimiento que merecía. Para entonces, lo que llegaba desde los Pirineos había perdido, al menos en lo musical, el atractivo no exento de provocación, que tuvo entre la juventud española medio siglo antes.

De vez en cuando, sin embargo, Aznavour, uno de los últimos supervivientes de aquel esplendor, aparecía por Madrid o Barcelona con su cargamento de canciones melancólicas, amorosas e ingenuas por las que parecía no pasar el tiempo y que, para qué negarlo, desafiaban mejor al olvido que el repertorio de muchos de sus contemporáneos. Supongo que el otro día, ese armenio que fue amante de Edith Piaf habría sonreído al leer unas declaraciones de Serrat en las que reivindicaba su legado. De creer a Gil de Biedma, las canciones de Aznavour suenan en la memoria como una despedida. Sí, parece que fue ayer y algo ha cambiado.

Hoy ya no esperamos la revolución.

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Miguel Fernández (Granada, 1962) ejerce el periodismo desde hace más de treinta y cinco años. Con 'Yestergay' (2003), obtuvo el Premio Odisea de novela. Patricio Población, el protagonista de esta historia, reaparecería en Nunca le cuentes nada a nadie (2005). Es también autor de 'La vida es el precio, el libro de memorias de Amparo Muñoz', de las colecciones de relatos 'Trátame bien' (2000), 'La pereza de los días' (2005) y 'Todas las promesas de mi amor se irán contigo', y de distintos libros de gastronomía, como 'Buen provecho' (1999) o '¿A qué sabe el amor?' (2007).