Imaginary homelands

Imaginary homelands

Los economistas, abogados, filólogos y biólogos que hay por aquí sólo podemos filosofar para hacernos un nuevo mapa mental. Porque nunca imaginamos terminar en Quevedo. No sabíamos qué era la emigración. Ni homologar un título. Ni notariar un documento. Nos buscamos unos a otros, emigrados.

Hubo una época en que Salman Rushdie era más conocido por las novelas que escribía que por ser objeto de la furia radical islámica. No había tanta prensa rosa y tampoco se hablaba de su afición a salir por la noche y ligar con mujeres guapísimas. Era a principios de los ochenta y aquel Salman, que los sábados por la mañana seguramente llevaba pantalones vaqueros gastados, no debía terminar de creerse el éxito de su primer gran boom editorial, Hijos de la Media Noche (1980). Necesitaba explicar y explicarse cómo había escrito una novela tan buena. Y de dónde venía la inspiración para un emigrante de las antiguas colonias británicas que había puesto una pica en el centro mismo de las letras del viejo imperio. Para eso escribió en 1982 su ensayo Imaginary Homelands:

"Pero si miramos hacia atrás, debemos hacerlo con el conocimiento -que da lugar a una profunda incertidumbre- de que nuestra alienación física de la India significa, casi inevitablemente, que no seremos capaces de recuperar aquella cosa que se ha perdido, que en breve crearemos ficciones, no ciudades o pueblos reales, sino invisibles, hogares imaginarios, Indias que están en la cabeza".

Los emigrados españoles que nos reunimos cada noche a hacer terapia colectiva en la terraza de la residencia de la Universidad Técnica Estatal de Quevedo, en el caluroso y humedísimo centro tropical de la costa ecuatoriana, también tenemos nuestros países en la cabeza. En Quevedo hay muchos camiones, pocos sitios para pasear, casi nada de vida cultural y la noche se pone peligrosa. Así que nos recogemos pronto y nos miramos tan de cerca que se nos caen las caretas y se ven los miedos, las paranoias, las inseguridades: "¿Sabes? Uno del autobús me acaba de marcar..." "¿Cómo?" "Sí, pasan y te tocan y así otro sabe que te puede robar" "¡Tú estás flipando!". Las preguntas se acumulan: ¿qué hago aquí? ¿Adónde voy si me pasa algo? ¿Y si me vuelvo a casa? Pero España es una imposibilidad económica que no nos va a ayudar a pagar ni las hipotecas ni los préstamos. Y tampoco es un lugar para caerse y levantarse, para probar. Es más bien un suelo duro, fatal. ¿Hasta cuándo?

Mientras llegan las respuestas, los economistas, abogados, filólogos y biólogos que hay por aquí sólo podemos filosofar para hacernos un nuevo mapa mental. Porque nunca imaginamos terminar en Quevedo. No sabíamos qué era la emigración. Ni homologar un título. Ni notariar un documento. Ni que a veces se incumplan los plazos y haya que pelear las promesas con las que uno llega a trabajar en un país extranjero. Por mucho que en España las promesas estén tan baratas. Tampoco conocemos bien los códigos de aquí, ni cuándo la amistad es verdadera y los secretos y confidencias se mantienen. O cuándo las palabras son zalameras y en realidad estamos solos. Por eso nos buscamos unos a otros, emigrados.

Rushdie decía que el escritor emigrante estaba en un lugar intermedio, con una mirada doble que rompía los límites y los prejuicios. Si el mundo se ensancha fuera de casa, es porque hay dolor, supongo. Pero mis ganas de escribir también se han desperezado, después de un montón de tiempo entrampado con pequeños y dolorosos logros académicos que han jugado al despiste y en España no me han dado demasiado. Que el viaje sea para bien, sin dejar el hogar en el camino.

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Jorge Berástegui, nacido en La Laguna (Tenerife) en 1980, estudió en La Escuela UAM/EL PAÍS y luego se doctoró en Lenguas Modernas y Literatura por la Universidad de Alcalá. Tras ocupaciones varias en países diversos, ahora trabaja en El Huffington Post como editor de blogs.