India y China, dos modelos y un fin

India y China, dos modelos y un fin

India, tras cuatro décadas creciendo al 3,5%, tasa que algunos economistas dieron en llamar "la tasa hindú de desarrollo" considerándola inherente al sistema dado su pesado armazón soviético, se sacudió de encima en 1991 las costuras que constreñían su crecimiento orgánico mediante un proceso de apertura.

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Puerta de la India en Nueva Delhi. Foto: Jaime Guerreiro Pérez.

Sunil Shirole asoma la cabeza tras la puerta de su oficina y me pide entrar con un gesto. Es un día soleado e inusitadamente claro en un Bombay monzónico que por lo general amanece engalanado por un shari de humo gris, nubes y lluvia.

Sentado en su cómodo sillón, me ofrece un vaso de whisky de malta con un dedo de agua que según defiende, ensalza su sabor. Declino la oferta, no acostumbro a beber a las 11 de la mañana. Por el brillo de sus ojos, sé que hoy le apetece charlar.

"No, no te sientes" me pide con sonrisa sagaz, mientras se levanta pesadamente y se coloca a mi lado. "Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?"

Las vistas desde su despacho abarcan todo Nariman Point, el distrito financiero de la ciudad, y parte del paseo marítimo de Marine Drive que se pierde de vista en Malabar Hill.

"No sé decirte, edificios, mucha gente, el mar..." respondo algo perplejo.

"¿Ves aquel puente en el horizonte?, es el Sea Link, una bendición para la ciudad. Conecta el barrio de Worli con el de Bandra. Ha supuesto un ahorro de una hora de desplazamiento para la gente que vive en el norte de la ciudad y se quiere desplazar al centro. Las obras empezaron en el año 2000, fue inaugurado el pasado mes de julio, y aún no ha sido terminado. Estamos en 2009 y no se espera que esté acabado hasta finales del 2010. En China en cambio han tardado tres años en construir el puente sobre el mar más largo del mundo".

Habla del puente sobre la bahía de Jiaozhou, en la provincia de Shandong, la Manchuria china, otra obra megalómana de las muchas que vertebran el país. Se tardó en alzar poco más de tres años. La diferencia entre construir en China y hacerlo en India viene dada por su sistema político y la manera de tomar decisiones implícita en él. En uno, las órdenes se dan desde arriba y son acatadas por los cuadros intermedios del partido, minimizando el tiempo entre la planificación y su ejecución. En el otro, hay que tejer complicados macramés de negociaciones entre estados y gobiernos de diferente signo político. Autoritarismo contra democracia.

Sunil es un hombre de negocios, con la mentalidad empresarial característica de los nativos de Pune, criado en un entorno libre de estrecheces económicas. Su apellido, Shirole, desenmascara su procedencia de clase alta, una familia con arraigos en el sector hotelero de la ciudad, acostumbrada a pelearse con los gobiernos locales por recalificar terrenos, cambiar usos del suelo y conseguir licencias de construcción. Sabe de lo que habla cuando, a media voz, defiende el modelo de desarrollo de los vecinos del norte. Cuando alaba el modelo de desarrollo Chino, no está sólo adoptando una postura pragmática propia de un hombre cuyo credo es la rupia, también está sumándose a un coro de voces cualificadas que defienden que, para un estado que sufre de elefantiasis, es mejor el modelo dictatorial chino que el democrático indio.

Esta postura es controvertida. En India se mira con una desconfianza no disimulada al que consideran su principal rival para la supremacía regional y mundial en lo que resta de siglo. Esta susceptibilidad, en parte fundamentada por la historia de agravios mutuos a través de la frontera común del nordeste, está salpimentada en muchos casos por un estado de paranoia semejante al que se tiene con Pakistán. El denostar en público la vieja democracia india en favor de experimentos sociopolíticos de cuya viabilidad se duda en el largo plazo es un ejercicio arriesgado, pero de puertas a dentro, es algo común en un Bombay obsesionado con el dinero a cualquier precio.

India, tras cuatro décadas creciendo al 3,5%, tasa que algunos economistas dieron en llamar "la tasa hindú de desarrollo" considerándola inherente al sistema dado su pesado armazón soviético, se sacudió de encima en 1991 las costuras que constreñían su crecimiento orgánico mediante un proceso de apertura y reformas necesario, y empezó a avanzar a tasas más razonables de acuerdo con sus características. La vitalidad económica que emanó de las mismas parece haberse agotado y nuevas y drásticas reformas se antojan necesarias. Para que éstas lleguen a buen puerto, requieren una determinación política que el Partido del Congreso, que lleva casi dos lustros al frente del país, no está dispuesto a asumir. Por otro lado, el principal partido de la oposición, el Nacionalista Hindú BJP, es aún una fuerza demasiado divisoria, y de gobernar, no podría tomar decisiones impopulares hasta que no se reconciliase con la población musulmana y las minorías.

China, al otro lado de los Himalayas, lucha contra la autocomplacencia de sus gobernantes, la corrupción, las batallas ideológicas por el timón del Partido, los problemas acarreados por un crecimiento indómito durante años, el desencanto de amplios sectores de la población y su envejecimiento. En altas instancias de Pekín, se sabe que la apertura política es cuestión de tiempo, y el cómo va a reaccionar el país a un cambio de este calibre, es algo que nadie es capaz de prever. Tiempos de inestabilidad política se atisban al horizonte de la historia.

Luchas titánicas ambas, cada uno de los países depende de sí mismo y de su capacidad de resolución de estos problemas dentro de sus especificidades políticas para alcanzar la hegemonía mundial. El modelo dictatorial chino no es sostenible a largo plazo, y del mismo modo, la economía india necesita de un consenso nacional para poder volver a la senda del crecimiento de dos dígitos. Ambas naciones creen que el futuro les pertenece. Indudablemente, una de las dos tiene que estar equivocada.