Instituciones que emanan del pueblo

Instituciones que emanan del pueblo

El edificio constitucional rechina por todas sus costuras.

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Por muchas poderosas razones, hace ya unos cuantos años que numerosos analistas y comentaristas políticos progresistas -desde valores, principios y convicciones de izquierda- venimos sumando advertencias acerca de hasta qué punto el discurso populista es una amenaza para Europa. Por su frontal contradicción, en su retórica y sus objetivos políticos, con la integración europea, pero también con una idea de la democracia que no se confine a invocar “el derecho del pueblo a decidir por mayoría”... sin importar el destrozo causado a las minorías, a los derechos individuales y a la convivencia, sin miramientos ni respeto a las reglas acordadas ni a los procedimientos, ni sujeción a la ley que es la que hace hace posible un estatuto de ciudadanía en libertad.  

Me cuento entre los preocupados por el factor español en el discurso populista. Porque, en España, aquí y ahora, alimenta el populismo una literatura creciente sobre una “anomalía española” por la que la España democrática y madura de 2020, tras 42 años de la Constitución española, sería, como siempre y desde siempre, distinta y peor que ninguna otra sociedad merecedora de respeto por su sistema democrático. Esa retórica plantea, mediante brochazo grueso, una imagen acrítica por la que se contrapone un pueblo uno e inmaculado y una élite podrida, divorciada de sus padecimientos.  Conforme a esta narrativa, el pueblo ha asumido con ejemplaridad sacrificios heroicos que no se ven correspondidos por una “clase política” incompetente, autorreferencial, y poseída tan sólo por sus corruptelas y vicios. Viene a exasperarse con ello la contraposición -intelectualmente inaceptable- entre ”Ley” y “democracia”, y entre “instituciones” (y quienes trabajan en ellas por representación) y “pueblo”. Ignorándose con ello que, en nuestro Estado constitucional, todas las instituciones y poderes del Estado emanan sólo del pueblo (art.1.2 CE) 

Se pone así en el mismo saco a los servidores públicos que intentan actuar con rigor y expresarse con responsabilidad y sensatez, y quienes medran en el río revuelto de la ansiedad y el miedo azuzados por la pandemia. Pero sobre todo se dañan las reglas de convivencia y las instituciones sobre las que se edifica el imperio de la ley democráticamente legitimada, en que todos los poderes del Estado emanan del pueblo -la ciudadanía- en que reside la soberanía (art.1.2 CE).

El deterioro institucional parece cada día más severo. El edificio constitucional rechina por todas sus costuras, no estando exentas las instituciones que actuaron hasta hace no mucho como baluarte de las demás. El TC y la Corona.

Ayudaría a mejorar el rendimiento general de la Constitución que el PP y sus terminales desbloqueasen de una vez la renovación reglada de las instituciones de elección parlamentaria por mayorías cualificadas.

El TC incursionó en una deriva preocupante a partir de la STC 31/2010 sobre el nuevo Estatut de Catalunya de 2006, la sentencia más larga y probablemente más polémica de la historia del TC, que acabó siendo un punto de inflexión, no ciertamente para bien, en la reputación y capacidad arbitral del órgano jurisdiccional que actúa de “supremo intérprete de la Constitución, y, consiguientemente, de su fortaleza y auctoritas para revalidarla entre sectores sociales y generacionales cada vez más desafectos respecto de lo pactado y votado en referéndum en 1978.

Por su parte, es innegable que la Corona (Título II CE) se halla expuesta, como nunca antes en 40 años de democracia en España, a la erosión del escrutinio de una opinión pública alerta, cada vez más sobresaturada por la sobreinformación y por desinformación, cada vez más irritada, y, sobre todo, cada vez más dividida y crispada sobre casi todo. El discurso populista -que, excuso decirlo, ejerce, legítimamente, una crítica al origen a la monarquía parlamentaria- no hace, por más que sus argumentos reclamen una discusión y/o una refutación, ningún favor a la convivencia en España, desde su pluralidad, espoleando sin tregua pero sobre todo sin tiento un debate divisorio, cuyo perímetro no es posible ignorar. Nos pongamos como nos pongamos, el Título II CE, que es el de la Corona, integra el segmento más blindado en los procedimientos para la reforma constitucional (Título CE, arts.167 a 169): No es realista propugnar una revisión constitucional de ese calado en un espacio público tan deteriorado como el que lamentablemente habitamos en la lucha contra el Covid y su impacto económico y social, y donde tan difícil resulta imaginar siquiera una conversación sobre el modelo de país que pueda concluir bien.

No es una declaración de prensa, ni mucho menos un twit, el lugar donde nadie con un mínimo sentido de la responsabilidad pueda despachar la complejidad y aristas del debate alrededor de las determinaciones históricas, jurídicas y convencionales de la jefatura del Estado.

Pero sigue siendo cierto que, mientras esta sea la que es -la que ha venido funcionando como “símbolo de la unidad y permanencia del Estado” durante más de cuatro décadas, sí que puede mejorarse, y cómo, su rendimiento y su percepción social adoptando decisiones políticas y legislativas. En nuestro Estado social democrático de Derecho (art.1.1 CE), la monarquía parlamentaria (art.1.3 CE) puede actuar eficazmente como solución republicana a la jefatura de Estado si -solo si, y siempre que si- esta institución es desvestida de cualquier sombra y/o sospecha de la más mínima injerencia en la dirección política que corresponde al Gobierno con la confianza del Congreso. Si, por parte de todos, se asume el refrendo (firma y decisión del Gobierno por cualquier acto que involucre al símbolo de la Corona) como traslación efectiva de responsabilidad por todos y cada uno de los actos del titular de la Corona, se entiende que la Constitución diga con claridad que ningún acto del rey/reina tiene ninguna validez sin el refrendo del Gobierno (art.56.3 CE). Como contrapartida, la naturaleza de esos actos solo puede concebirse como la de “actos debidos”: el rey o la reina se obligan a actuar solo y exclusivamente en lo que la Constitución se lo indique, a impulso de y con respaldo del Gobierno, sin ninguna imputación ni inferencia de la voluntad individual del rey o reina: que la voluntad del rey o reina sea constitucionalmente inexistente es la única garantía de que deba de entenderse como políticamente irrelevante.

La “anomalía española” de la que se habla y se escribe no reside, ante el Covid y la enormidad de su estrago: ¡Reside en el cainismo, en la falta de voluntad de diálogo!

Vistas las dificultades, ayudaría a mejorar el rendimiento general de la Constitución que el PP y sus terminales desbloqueasen de una vez la renovación reglada de las instituciones de elección parlamentaria por mayorías cualificadas: ¡ese CGPJ largamente caducado (cuya función constitucional es la de ejercer de “órgano de gobierno de los jueces”, que nombra y asciende a jueces y magistrados, y los disciplina; no ciertamente actuar como correo de transmisión de intereses de los jueces, ni, muchísimo menos,  su comité sindical); ¡Ese Tribunal Constitucional!; ¡Ese Tribunal de Cuentas! ¡Ese Defensor del Pueblo, varios años en funciones esa Dirección y Consejo de RTVE! ¡Y ese mandato constitucional que establece la anualidad de la Ley de Presupuestos, violado clamorosamente desde 2017! (art.134 CE). Todos estos bloqueos, tremendamente dañinos para la Constitución y su crédito, computan en la hoja del debe del PP tanto como en los haberes del discurso populista contra la Ley Fundamental y todos sus logros históricos.

Vuelvo al principio: la “anomalía española” de la que se habla y se escribe no reside, ante el Covid y la enormidad de su estrago sobre cuánto nos importa y duele, en la ratio de contagios ni de fallecimientos, ni  en la virulencia de la segunda ola: ¡Reside en el cainismo, en la falta de voluntad de diálogo que actúa como presupuesto para cualquier entendimento, en la crispación y  en el todo vale de quienes cada día abonan irresponsablemente el discurso populista, cualquiera que sea la sigla bajo el que se enmascara, aun a riesgo de arrasar con lo que queda en pie de nuestras instituciones, que, no se pierda de vista, desde la Corona a los jueces, emanan sólo del pueblo!