Ir a la India y volver siendo un hijo puta

Ir a la India y volver siendo un hijo puta

Hace tiempo tuve la fortuna de conocer a una de las peores personas que se han cruzado en mi vida, posiblemente la peor.

Tanarch via Getty Images

“Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin, o conformidad con lo inepto, sino voluntad de bien”.

Antonio Machado

Hace tiempo tuve la fortuna de conocer a una de las peores personas que se han cruzado en mi vida, posiblemente la peor. Cuando hablo a los demás sobre él y describo su mezquindad, cuando hablo de su falta de empatía, de su frecuente irritabilidad, cuando cuento que su estado de ánimo está predispuesto a emociones tales como el enfado y la irascibilidad, cuando explico que parece tener ciertas cogniciones alteradas, de cómo suele valorar de manera hostil situaciones de lo más sencillo e inocente, cuando afirmo que muchas de sus conductas llevan implícita una desconfianza y una agresividad intimidatoria que nace de su elevada posición confundida con superioridad, cuando opino que es un ser frío y alevoso, cuando resalto su falta de mano izquierda, cuando opino que es su galopante egocentrismo y su complejo de inferioridad lo que le hace ver al resto como vasallos y cómo los demás han de “jugar” constantemente a adivinar sus intenciones y deseos y, según sean éstos, dirigirse a él de una manera u otra; cuando percibes, te informas y entiendes que su perfil coincide con el de un sociópata de manual, esto es: no siente culpa ni remordimientos a pesar de ser absolutamente consciente del daño que puede llegar a hacer y que hace, manipula a los demás jugando siempre con la amenaza y el amedrentamiento que le otorga su cargo, actúa, en muchas ocasiones, de manera brusca o cruel, miente de manera reiterada y sin esquivar la mirada, puede mostrarse encantador, si quiere, con la habilidad de no llegar a mostrar ni emociones ni sentimientos. Y sigue.  

Cuando cuento todo esto y lo aderezo con ejemplos reales, como aquella ocasión en la que, lejos de empatizar y mostrarse afectuoso, llegó a despreciar el cáncer que sufría uno de sus compañeros porque podría trastocar sus planes, cuando cuento todo esto, la gente, aún sin conocer ni a la persona ni sus circunstancias, niega con la cabeza, se ofusca y se indigna.

Luego es cuando, más que por morbo, por ponerle movimiento e imagen tridimensional al relato, cuento que esta persona sufrió hace años un ictus cerebral o algún tipo de enfermedad cerebrovascular que le dejó graves secuelas físicas tales como un severo trastorno en la coordinación y equilibrio que le impide caminar con normalidad, debilidad motriz, contracción y rigidez muscular involuntaria en ciertas extremidades y, en general, una disfunción severa y evidente para realizar actividades comunes de la vida diaria tales como subir y bajar escaleras o vestirse entre otras muchas.

Y es en este momento cuando muchos de los que hacía unos segundos le despreciaban y se enfurecían, viran 180 grados su visión y parecen empatizar, añadiendo la mayoría un comentario misericordioso del tipo “ay, pobre hombre”. 

¿Pobre hombre?

Desde mi punto de vista, sus desafortunadas circunstancias remarcan, más si cabe, su ruindad. Por supuesto que no me refiero a sus problemas físicos sino al hecho de ser como es tras haberle regalado la vida una segunda oportunidad. Porque fue la vida, el azar, a pesar de que alguien pueda o quiera pensar que lo hizo el crucifijo que luce en el pecho deshonrando todos y cada uno de los valores cristianos de los que presume. 

Una de las preguntas que más han atormentado a filósofos de toda índole y época a lo largo de los siglos ha sido siempre: ¿es el hombre bueno por naturaleza? ¿Nace el hombre siendo bueno? Lejos de intentar siquiera responder a lo que no me corresponde, lanzo otra pregunta ¿Y si renace, sigue siendo bueno? Pues depende, diría Freud, ¿eros o tánatos?

No hace falta irse a la India para encontrar el camino o ser mejor persona.

Dicen que una experiencia traumática, y más una que te pone en el mismo filo de la muerte, te cambia el modo de vivir, de sentir y de actuar y te transforma en otra persona para siempre. Y normalmente entendemos que estos cambios son para mejorar, para ser una persona más bondadosa, más agradecida, más generosa, más justa; ejemplar.

Si esto es así, si en este caso hubo cambio, la luz que le cegó al final del túnel debió ser negra porque, en su renacer, volvió siendo el “Homo homini lupus” que decía Hobbes para tristeza de Rousseau y de los ilustrados del s.XVIII que creían en la bondad natural del hombre. Claro, que eran laicos estos últimos y seguramente David tenía razón ‘He aquí, en maldad he sido formado y en pecado me concibió mi madre.’ (Salmo 51:5).

Y si no hubo cambio, qué fea manera de vivir; de ser.

En cierta ocasión leí en Twitter una publicación genial, de alguien que no recuerdo y, por tanto, no puedo citar, que decía: “ir a la India y volver siendo un hijo puta”.

La frase es comedia pura y dura ya que rompe con lo que tenemos pre-fijado en nuestra mente aquellos que conocemos al recurrente pseudo yogui que realiza una escapada de seis meses a algún poblado indio nada exclusivo y vuelve más calmado, hablando más bajito, saludando al sol, respirando diafragmáticamente, comiendo tofu y con un año convalidado en la Cristina Rota. Porque no hace falta irse a la India para encontrar el camino o ser mejor persona. Ni a Montserrat ni a Las Hurdes ni a Santo Domingo de Silos ni a ningún lugar mágico o telúrico, cerca o lejos, porque el camino de cada uno está dentro y no viene fijado por unas coordenadas que pueda encontrar cualquier GPS. Y porque sí, se puede ir a la India y volver siendo un hijo puta.

Igual que se puede ser feminista e idiota, gay y lamentable o tullido y miserable.

Simple y llano.

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